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jueves, 10 de agosto de 2017

25 cosas que ya no se pueden hacer en Alcoy

La memoria

Breve viaje a nuestro pasado colectivo con un punto de nostalgia y otro punto de cabreo

Ofrecemos a nuestros abnegados lectores un breve viaje al pasado. Un recorrido entre nostálgico y cabreado por un Alcoy que ya no existe. Es una lista abierta y desordenada en la que hay espacio para todo.
1-Escuchar ruido de telares. El ruido de telares era nuestro combustible patriótico. Cuando pasabas por delante de un taller y oías aquel sonido inconfundible, sabías que la industriosa ciudad de Alcoy seguía al pie del cañón, mandándole cortinas a cualquier sitio del globo terráqueo en el que se usasen cortinas. Hoy, nos quedan dos tipos de fábricas: las que se han ido a los polígonos y las que se han ido a la mierda. Ninguna de las dos suena igual de bien que aquellas.
2-Leer la literatura del Tropical. Antes de Joan Brossa y de Apollinare, existió Saoro el del Tropical. Su bar tenía en las paredes más sentencias y frases célebres que las páginas del Facebook o que una presentación de gatitos en Power Point. Y una carta de tapas y bocadillos que constituyó el caldo primigenio de la poesía visual de Josep Sou (Véase “Por tierra mar y aire”) .
3-Ver conciertos de rock en Fiestas. Aunque ahora nos parezca mentira, hubo un tiempo feliz en el que el Ayuntamiento organizaba conciertos de rock para amenizar las noches de la Trilogía. Grandes grupos de la Movida madrileña pasaron por la Glorieta en maravillosas veladas especialmente pensadas para la juventud. Todo pasó y ya llevamos casi veinte años condenados a una  indigesta dieta de discomóvil,  pasodobles callejeros y orquestas verbeneras. ¡El que quiera rock, que  se vaya al FIB de Benicassim!.
4-Deleitarse con las dependientas de Simago. Ellas fueron nuestras muchachas en flor. Representaron en los años setenta el ideal de la belleza y la sofisticación para toda una generación de adolescentes de los barrios del extra-radio, que acudíamos al establecimiento pensando que la modernidad se resumía en el uso abusivo de unas escaleras mecánicas.
5-Recoger dinero para el Domund. Centenares de niños y de niñas recorriendo las calles de Alcoy  y persiguiendo a los transeúntes con una cabeza de negro con una enorme ranura situada en el centro del cráneo. Los códigos de la corrección política no habrían permitido en la actualidad este espectáculo, situado a mitad de camino entre el cine gore y la caridad cristiana. También había cabezas de chino y un espectacular jefe indio con plumero de escayola. El objetivo era recoger dinero para las misiones y el éxito recaudatorio se medía haciendo sonar el dinero en el interior de esta macabra hucha con un hábil movimiento de maraca.
6-Mear en los urinarios subterráneos de la Plaza. Aparte de penetrar en lo que era una de las joyas del art deco alcoyano, aliviarse en sus mingitorios a la vez que se miraba al techo hecho de piezas de pavés de vidrio, constituía una experiencia a medio camino entre la psicodelia y los alucinógenos mucho antes de que tuviéramos acceso a este tipo productos de psicotrópicos.
7-Comer callos del Torrero. Sería el carbón que se usaba como combustible, sería el marco incomparable de aquel bar único o sería el “bon día, señor Llopis y la compañía”, pero lo cierto es que en el exclusivo mundo de la casquería alcoyana los callos del Torrero brillaron con luz propia. El cierre de aquel establecimiento fue un golpe mortal del que la tapa autóctona todavía no ha logrado recuperarse.
8-Observar los colores del Serpis. Hubo un tiempo en que la carrasca sólo era un árbol de la familia de las fagáceas y en que a los alcoyanos, aunque sabíamos que los ríos van al mar que es el morir, nos la traían al pairo las sustancias que pudieran contener. Por eso nos deleitábamos con la contemplación de colores chillones (ora rojo, ora verde, ora azul) con los que las aguas amanecían en función de la tintada que en la fábrica de aprestos y acabados tocaba ese día.
9-Jugar la partida en Billares Gironés. Un garito canalla en plena Plaza de España. Pocas ciudades se podían permitir ese lujo. Luces bajas de neón, mesas de billar, futbolines y máquinas de pinball, en medio de una niebla de tabaco revenido y de ruidos ensordecedores. ¡Qué más se podía pedir para una de esas interminables y aburridas tardes de un domingo adolescente!. Era como Las Vegas, pero con olor a sobaco.
10-Pasar la tarde en un cine como dios manda. Un cine como dios manda era aquel  que exhibía dos películas (¡grandioso programa doble! con títulos tan atractivos como “Un beso en el puerto” y “Fantomas contra Scotland Yard”) y que tenía patio de butacas, platea, gallinero (con olor a pedo y a bomba fétida) y un suelo de madera que transmitía el gozo, en forma de pataleo, que los espectadores sentían cuando la chica era rescatada por el bueno.
11-Tomarse un café en la Bandeja. Antes de que nos diera la vena artística, los alcoyanos podíamos tomarnos un café o cualquier otro tipo de refrigerio en las mesitas colocadas en la Bandeja de la Plaza de España, puntualmente atendidas por los camareros de los bares de la zona. Era un punto de encuentro social perfecto en pleno corazón de la ciudad. Ahora, los únicos que pueden disfrutar de esta extraña Zona Cero del urbanismo alcoyano son los tipos que hacen de Reyes en la Adoración y los festeros que participan en el Alardo. Para los demás, un desierto absolutamente inútil: con diferencia, la plaza más “sompa” del mundo.
12-Viajar en el Chicharra. El tren Alcoy-Gandía con sus cucarachiles locomotoras y su ancho de vía estrecha ejercía de cordón umbilical entre las tierras del interior y la costa donde comenzaban a soplar vientos de cambio. Ese tren de estética épica, pero inofensivo, capaz de atropellar a los peatones que se cruzaban a su paso sin causarles el más mínimo perjuicio, hizo el papel del tren de juguete que los Reyes Magos se empecinaron en no regalarnos en nuestra infancia.
13-Acudir a la consulta de un médico que se fumaba un puro. Antes de la llegada de los rigores antitabaco, los médicos eran empedernidos fumadores, que no soltaban la Faria ni para auscultar a los pacientes. Los griposos eran atendidos entre grandes nubes de puro habano y nadie se escandalizaba. Por supuesto, los enfermos mataban el tiempo de la sala de espera del ambulatorio de la plaza dándole continuados tientos al paquete de Celtas cortos y las enfermeras se paseaban por las dependencias sanitarias pegándole caladas a un cigarrillo rubio. Era una sanidad humeante, en la que la adicción a las delicias de la nicotina parecía obligatoria.
14-Atravesar la Cuesta las Flores. Las riberas fluviales del Viaducto, antes de que se urbanizara el cauce del rio Serpis y se deconstruyera el centro de Alcoy, eran una frontera luminosa y florida, como un Albaicín, que señalaba el final de la ciudad y el inicio de la tierra incógnita. Un territorio libre y salvaje donde resonaban los ecos de Camarón y que constituía una especie de viaje al corazón de las tinieblas para aquellos ciudadanos osados que se atrevían a adentrarse en él.
15-Subir a la Pachanga. Este autobús de aires pakistanís era, sin lugar a dudas, la gran estrella de la flota de la Contestana. Todos subían a él con el secreto deseo de estar presentes cuando el centenario vehículo reventara subiendo la cuesta de El Altet. Viajar a Cocentaina a bordo de esta pieza de arqueología industrial era una aventura sólo comparable a los trayectos  iniciáticos de los hippies por las carreteras de las montañas de Nepal. Impagable el cobrador con sus incomprensibles gritos de aviso para las paradas: ¡sentainaaaaa….!, ¡entaalpilar…! o ¡laateeet..!.
16-Pasar una velada en el cine Monterrey. Este espacio multiusos donde igual se celebraba un exhibición de catch a cuatro, un combate de boxeo, un torneo de cesta punta, un programa doble de cine o todo a la vez, permitió a los alcoyanos sin posibles compartir cena y espectáculo en compañía de familiares, amigos y vecinos durante las largas noches de verano.
17-Tomar la caña de los domingos. Por alguna inconfesable razón, Alcoy ha suprimido de forma drástica la saludable práctica de tomarse la cervecita de los domingos en el bar. Esta costumbre era general hace sólo treinta años y sin motivo aparente ha desaparecido de nuestras agendas, mientras se ha mantenido en las del resto del mundo civilizado. Paisaje dominical de bares cerrados a cal y canto, mientras expertos de todo el mundo estudian el fenómeno.
18-Apoyarse en los pilones de la calle Sant Mateu. La modernidad se llevo por delante los pilones característicos de esta calle, la propia calle y de hecho, hasta el mismo barrio. Lo cierto es que esta especie de mojones jugaban un papel importante para la ciudadanía. Los niños los recorrían como si estuvieran realizando una gimcana, los ancianos los usaban de taburetes para tomarse un respiro y los parroquianos de la bodega Balaguer como improvisada terraza de verano.
19-Llenar una viena con filete de caballa. La viena se compraba en la panadería. El tipo del colmado te abría el panecillo y te lo llenaba de chorreante filete de caballa procedente de una gran lata de conserva colocada en el mostrador. Por un pequeño suplemento, podía adornarte el tentempié con mayonesa o con un unas tiras de pimiento morrón de la Niña del Segura y así, la fiesta ya era completa y apenas costaba seis pesetas. Era la versión alcoyana del fast-food. No intenten hacerlo en un Mercadona, por que acabarán con sus huesos en la Comisaría.
20-Subir al autobús número 4. Aunque de ordinario este autobús recorría la línea que iba a Batoi (és este el que va a Batoi?) ocasionalmente transportaba hordas estudiantiles en efervescencia hormonal desde la parada Porquera-Font Dolça hasta el exclusivo centro Pare Vitoria (exclusivo porque era el único Instituto de Bachillerato Unificado Polivalente que había en la ciudad). Durante los veinte minutos del recorrido muchos de sus pasajeros tuvieron sus primeras experiencias sexuales al tiempo que otros se iniciaban en la kale borroka autobusera.
21-Asustarse con Gatito Limpio. Aunque era un hombre pacífico, para los niños de la época Gatito Limpio se convirtió un ser amenazante y legendario, que provocaba terror y apresuradas fugas. Viendo la inagotable nómina de frikis y de pirados que corren hoy por las calles de Alcoy, aquel tranquilo vagabundo era un señor de lo más normal, que no asustaría ni a la más pusilánime de nuestras criaturas.
22-Escuchar los gritos de los vendedores. Cuando aun no se había popularizado Internet, ni el marketing, ni los clics por uso, los vendedores ambulantes no tenían otra que pregonar sus mercancías a voz en grito: Desde  el ‘l’arrop a talladetes i la mel de romer’ fins ‘el ala que me voy, cocos de la huerta de Alcoy’ pasando por ‘el afilaor’, o los vendedores de cupones de la ONCE, como Serra, que cantaba a voz en grito ‘eixe numeroto que eixirà’.
23-Fer-se un barralet en el balcón de la Penya. Aunque colgaba peligrosamente y tenía una inclinación que te obligaba a no retirar la mano del vaso, la ‘pomposamente’ llamada terraza de la Penya del Bon Humor era un balcón con vistas privilegiadas al abismo y a los arcos del Puente San Jorge, una experiencia inolvidable si además se contaba con la música de fondo del grupo ‘Pinet y sus muchachos’ versión local y muy ‘sui generis’ del Nuevo Mester de Juglaría.
24-Ver yanquis por Santa Rosa. Hasta la mitad de la década de los 60 del pasado siglo, los alcoyanos podíamos disfrutar de un espectáculo único: ver yanquis paseando por los aledaños del barrio de Santa Rosa. Los americanos, personal militar de la Base de Aitana, vivían en la colonia de aviación y su presencia era motivo de asombro general. Frente a los aborígenes de Alcoy, bajitos y renegridos, aquellos tipos grandes y rubios representaban nuestra particular cuota de exotismo. Su participación esporádica en alguna entraeta festera evidenciaba la clamorosa diferencia de tallas entre los amos de mundo y los habitantes de un país que empezaba a salir del subdesarrollo.
25-Vivir en un mundo sin rotondas. Los cruces de antes eran cruces de verdad. Antes de que se inventaran las omnipresentes rotondas, el semáforo reinaba en la ciudad siendo ocasionalmente sustituido por un guardia urbano. Los conductores de aquella época olvidada se sabían al dedillo la legislación en materia de preferencias y la gente andaba recta por el mundo sin la incómoda sensación de estar todo el día dándoles vueltas al nano.
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