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viernes, 19 de enero de 2024

TORRE 0400

 


 

Richard Bach

 

Cerré la puerta tras de mí en el momento preciso en que el reloj situado junto al proyector de control de tráfico indicaba las 0300. Estaba oscuro en la torre, por supuesto, pero era una oscuridad muy diferente al color negro de la noche de donde yo venía. La oscuridad de esa noche era algo que uno podía usar para cualquier cosa: para jugar a las cartas, para cometer un crimen o para la guerra que se insinuaba amenazante desde los titulares de los periódicos.

En cambio, la oscuridad en este nido de vidrio y acero poseía un aire especializado; todo lo que tocaba tenía en sí algo de intención profesional: el reloj, el ligero silbido de los receptores instalados a lo largo de un muro bajo, el silencioso e interminable movimiento de la pálida línea verde del campo del radar. Era una oscuridad profesional destinada a envolver el mundo de la gente que pilota aviones. No había maldad en ella, no estaba allí para precipitar los aviones a tierra ni para hacer las cosas más difíciles a los pilotos. Era una oscuridad práctica, seria, dispuesta. La baliza que rotaba con su atareado zumbido encima de nosotros no giraba para combatir esa oscuridad, sino para señalar un campo de aterrizaje en un mapa negro.

Los dos operadores que trabajaban por la noche me esperaban y extendieron sus manos desde atrás del brillo anaranjado de sus cigarrillos

-¿Qué te trae aquí a esta hora? -preguntó uno en voz baja.

En este turno todas las conversaciones se hacían en ese tono, como si se quisiera evitar despertar a la ciudad que dormía a nuestras espaldas.

-Siempre quise saber cómo era -repliqué.

El otro se rió, también en tono bajo.

-Ahora lo sabes -dijo-. Este preciso minuto es un ejemplo bastante bueno de lo que ocurre durante todo el turno.

El estático silbó ligeramente en los altavoces, el proyector colgaba inmóvil del techo y la pálida línea del radar giraba interminablemente, incansablemente. El aeropuerto esperaba. En ese momento, en algún lugar de ese cielo estrellado, un avión de línea avanzaba imperturbable, con el largo morro de aluminio señalando el aeropuerto custodiado por esta torre. No era todavía ni siquiera una imagen en el penetrante ojo del radar, pero el primer oficial pedía informes sobre el tiempo en nuestra pista y hojeaba su portadocumentos en busca de las fichas de aproximación. Sus motores rugían uniformemente en la oscuridad exterior y las agujas que indicaban la cantidad de aceite habían bajado, confirmando la duración del vuelo.

Pero en la torre todo era inmovilidad y silencio. Las estrellas azules que iluminaban la pista permanecían paralizadas en su ordenada constelación, esperando para guiar a cualquier piloto que aterrizase a esa hora.

Abajo, en la rampa de los aviones ligeros, se encendió de pronto una linterna que arrojó un pequeño ojo amarillo sobre el hormigón. Mientras observaba, el ojo saltó sobre el fuselaje de un Bonanza, encontró la puerta y desapareció en el interior de la cabina. Reapareció al momento y por un segundo vi la borrosa forma del piloto con la luz cuando saltó del ala.

Los operadores de la torre continuaban su silenciosa conversación acerca de los lugares donde habían estado y las cosas que habían visto. Observé fascinado el ojo de la linterna. ¿A dónde se dirigía el piloto? ¿Por qué salía tanto tiempo antes del amanecer? ¿Era un piloto de paso que vuelve a su casa o un piloto local que viaja?

El pequeño charco de luz amarilla permaneció un momento sobre las bisagras de los alerones, se derramó por el borde del ala derecha y desapareció bajo ella en dirección hacia la cavidad en que se guardan las ruedas. Apareció repentinamente sobre la cubierta y esperó pacientemente hasta que se abrieran los broches Daus y se levantara el capó, saltó impaciente sobre el motor y comprobó los terminales de las bujías y el nivel del aceite; vagó un momento por los cilindros de aletas y el soporte del motor. El capó volvió a bajar y quedó asegurado con los cierres. La luz se hizo brillante cuando se movió a lo largo de la hélice y desapareció durante un minuto al otro lado del avión. Reapareció sobre el fuselaje y se deslizó dentro de la cabina.

Las construcciones que rodeaban la pista se veían tan oscuras como lo habían estado a mi llegada, pero allí afuera en esa oscuridad había ahora un hombre y estaba preparando su avión para volar. Con los prismáticos descubrí el débil resplandor de las luces de la cabina en el momento que se encendieron; luego apareció el rojo y el verde de sus luces de posición y con ellas las dimensiones del avión. Y de pronto se interrumpió el silencio.

-Torre, Bonanza cuatro siete tres cinco Bravo, en la rampa, se desplaza para despegar. -La voz se detuvo en forma tan abrupta y repentina como había empezado.

En nuestro elevado cubo de vidrio la tranquila voz profesional del operador de la torre respondió como si se hubiese tratado de la milésima llamada que recibía esa mañana y no la primera.

Una luz blanca y brillante ahuyentó la oscuridad de la rampa y el hormigón mostró su verdadero color blanco y el color amarillo de la línea pintada. La luz se desplazó con facilidad a través de la constelación azul de la pista dirigiéndose al extremo de la larga franja de luces blancas. Se detuvo y apagó las luces. Incluso con los prismáticos no se alcanzaba a ver la luz de la cabina; sólo una breve interrupción de la ordenada fila de luces azules indicaba la presencia del avión.

Al minuto siguiente el silencio fue interrumpido nuevamente por la voz que provenía del altavoz:

-Torre, tres cinco Bravo, ¿creen que pueden encontrarme sitio para despegar?

-Bromista -dijo el controlador y cogió el micrófono-: Quizás podamos conseguir algo, tres cinco Bravo. Vía libre para despegar, viento en calma, no hay tráfico.

-Roger, torre, tres cinco Bravo.

La mancha negra que se destacaba contra las luces avanzó mientras hablaba; era el único movimiento en la quietud de la pista. A los quince segundos las luces brillaban como antes y una parpadeante luz verde se alejaba hacia el oscuro horizonte.

-Hermosa noche -dijo pensativo el piloto al micrófono, y el lugar volvió a quedar en silencio.

Esas fueron las últimas palabras que escuchamos de tres cinco Bravo. Sus luces se desvanecieron en la noche. Nunca sabré de dónde era ni a dónde iba ni quién es. Pero en esa última comunicación, captada por el impersonal magnetofón de la torre, el piloto del Bonanza me hizo pensar que quizás los pilotos son realmente diferentes de las demás personas.

Comparten la misma intransferible experiencia de volar solos y si todos se sienten impresionados por la belleza de un mismo cielo, tienen demasiadas cosas en común como para llegar a ser enemigos alguna vez. Tienen demasiado en común como para no llegar a ser hermanos.

El aeropuerto volvía a esperar pacientemente el próximo avión.

¡Qué fraternidad sería ésa, una verdadera hermandad de todos los hombres que llevan aeroplanos por el cielo!

-Llega un vuelo de Lufthansa -dijo el controlador y señaló la pantalla del radarscopio.

El Lufthansa era una borrosa elipse de medio centímetro que penetraba lentamente desde un borde de la pantalla. Dejaba una espectral huella luminosa color verde que lo hacía aparecer como un pequeño cometa que se dirigía hacia nuestra torre, situada en el centro de la pantalla.

Miramos desde la torre de vidrio, escudriñamos al cristalino aire de la noche; no había una luz que se moviera en el cielo. El cometa se acercaba al centro de la pantalla. El reloj señaló que había transcurrido un minuto y todavía todas las luces en el cielo eran estrellas.

Luego, de pronto, el Lufthansa estaba ahí haciendo parpadear su luz roja anticolisión a la distancia. El primer oficial presionó el botón del micrófono de la palanca de mando.

-Torre, Lufthansa Delta Charlie Charlie Hotel, 24 kilómetros al Oeste para aterrizar.

El primer oficial habló con precisión y facilidad y cuando dijo “Lufthansa” pronunció la “h”.

La idea se apoderó de mí una vez más. También podría haber dicho: Deutsche Lufthansa für Landung, Fünfzehn Meilen zum Osten. Y con eso hubiese seguido siendo un miembro de la fraternidad, quizás un poco más que yo, parado en esa torre.

¿Qué pasaría, pensé, si todos los pilotos supieran que ya somos hermanos? ¿Qué pasaría si Vladimir Telyanin, cuando se sube a su MIG-21, lo supiera tan bien como Douglas Kenton en su Meteor y como Erhart Menzel en su Starfighter con la cruz de hierro y Ro Kum Nu abrochándose al atalaje de su YAK-23?

El Lufthansa descendió suavemente por el trayecto del ILS, con sus luces de aterrizaje brillando como dos ojos que buscan la pista.

¿Qué ocurriría si los miembros de la fraternidad rehusaran luchar entre ellos?

El Lufthansa se acercó al edificio de la terminal y desde la torre escuchamos como se silenciaba el zumbido de sus motores.

Las radios continuaban con su suave siseo, el cielo volvía a estar en silencio, la línea verde de la pantalla del radar nos aseguró que volvíamos a estar solos en la oscuridad. Cuando las agujas del reloj indicaron las cuatro, di las gracias, me despedí de los controladores y me dirigí a la salida. Nuevamente advertí que había dos clases de oscuridad; esa negra oscuridad exterior era la misma que se hallaba en las páginas de los periódicos al pie de la escalera.

Sobre mí y sobre ese campo de dormidos aviones, menos un aeroplano ligero norteamericano y más un avión de línea alemán, giraba el largo rayo de la baliza. Hermanos. Mis zapatos producían un sonido vibrante sobre los escalones de hierro. En la noche, en la oscuridad, a uno se le ocurren cosas extrañas.

¿Qué ocurriría si todos lo supieran?

 

FIN