Richard
Bach
Cerré la puerta tras de mí en el momento
preciso en que el reloj situado junto al proyector de control de tráfico
indicaba las 0300. Estaba oscuro en la torre, por supuesto, pero era una
oscuridad muy diferente al color negro de la noche de donde yo venía. La
oscuridad de esa noche era algo que uno podía usar para cualquier cosa: para
jugar a las cartas, para cometer un crimen o para la guerra que se insinuaba
amenazante desde los titulares de los periódicos.
En cambio, la oscuridad en este nido de
vidrio y acero poseía un aire especializado; todo lo que tocaba tenía en sí
algo de intención profesional: el reloj, el ligero silbido de los receptores
instalados a lo largo de un muro bajo, el silencioso e interminable movimiento
de la pálida línea verde del campo del radar. Era una oscuridad profesional
destinada a envolver el mundo de la gente que pilota aviones. No había maldad
en ella, no estaba allí para precipitar los aviones a tierra ni para hacer las
cosas más difíciles a los pilotos. Era una oscuridad práctica, seria,
dispuesta. La baliza que rotaba con su atareado zumbido encima de nosotros no
giraba para combatir esa oscuridad, sino para señalar un campo de aterrizaje en
un mapa negro.
Los dos operadores que trabajaban por la
noche me esperaban y extendieron sus manos desde atrás del brillo anaranjado de
sus cigarrillos
-¿Qué te trae aquí a esta hora? -preguntó
uno en voz baja.
En este turno todas las conversaciones se
hacían en ese tono, como si se quisiera evitar despertar a la ciudad que dormía
a nuestras espaldas.
-Siempre quise saber cómo era -repliqué.
El otro se rió, también en tono bajo.
-Ahora lo sabes -dijo-. Este preciso
minuto es un ejemplo bastante bueno de lo que ocurre durante todo el turno.
El estático silbó ligeramente en los
altavoces, el proyector colgaba inmóvil del techo y la pálida línea del radar
giraba interminablemente, incansablemente. El aeropuerto esperaba. En ese
momento, en algún lugar de ese cielo estrellado, un avión de línea avanzaba
imperturbable, con el largo morro de aluminio señalando el aeropuerto
custodiado por esta torre. No era todavía ni siquiera una imagen en el
penetrante ojo del radar, pero el primer oficial pedía informes sobre el tiempo
en nuestra pista y hojeaba su portadocumentos en busca de las fichas de
aproximación. Sus motores rugían uniformemente en la oscuridad exterior y las
agujas que indicaban la cantidad de aceite habían bajado, confirmando la
duración del vuelo.
Pero en la torre todo era inmovilidad y
silencio. Las estrellas azules que iluminaban la pista permanecían paralizadas
en su ordenada constelación, esperando para guiar a cualquier piloto que
aterrizase a esa hora.
Abajo, en la rampa de los aviones
ligeros, se encendió de pronto una linterna que arrojó un pequeño ojo amarillo
sobre el hormigón. Mientras observaba, el ojo saltó sobre el fuselaje de un
Bonanza, encontró la puerta y desapareció en el interior de la cabina.
Reapareció al momento y por un segundo vi la borrosa forma del piloto con la
luz cuando saltó del ala.
Los operadores de la torre continuaban su
silenciosa conversación acerca de los lugares donde habían estado y las cosas
que habían visto. Observé fascinado el ojo de la linterna. ¿A dónde se dirigía
el piloto? ¿Por qué salía tanto tiempo antes del amanecer? ¿Era un piloto de
paso que vuelve a su casa o un piloto local que viaja?
El pequeño charco de luz amarilla
permaneció un momento sobre las bisagras de los alerones, se derramó por el
borde del ala derecha y desapareció bajo ella en dirección hacia la cavidad en
que se guardan las ruedas. Apareció repentinamente sobre la cubierta y esperó
pacientemente hasta que se abrieran los broches Daus y se levantara el capó,
saltó impaciente sobre el motor y comprobó los terminales de las bujías y el
nivel del aceite; vagó un momento por los cilindros de aletas y el soporte del
motor. El capó volvió a bajar y quedó asegurado con los cierres. La luz se hizo
brillante cuando se movió a lo largo de la hélice y desapareció durante un
minuto al otro lado del avión. Reapareció sobre el fuselaje y se deslizó dentro
de la cabina.
Las construcciones que rodeaban la pista
se veían tan oscuras como lo habían estado a mi llegada, pero allí afuera en
esa oscuridad había ahora un hombre y estaba preparando su avión para volar.
Con los prismáticos descubrí el débil resplandor de las luces de la cabina en
el momento que se encendieron; luego apareció el rojo y el verde de sus luces
de posición y con ellas las dimensiones del avión. Y de pronto se interrumpió
el silencio.
-Torre, Bonanza cuatro siete tres cinco
Bravo, en la rampa, se desplaza para despegar. -La voz se detuvo en forma tan
abrupta y repentina como había empezado.
En nuestro elevado cubo de vidrio la
tranquila voz profesional del operador de la torre respondió como si se hubiese
tratado de la milésima llamada que recibía esa mañana y no la primera.
Una luz blanca y brillante ahuyentó la
oscuridad de la rampa y el hormigón mostró su verdadero color blanco y el color
amarillo de la línea pintada. La luz se desplazó con facilidad a través de la
constelación azul de la pista dirigiéndose al extremo de la larga franja de
luces blancas. Se detuvo y apagó las luces. Incluso con los prismáticos no se
alcanzaba a ver la luz de la cabina; sólo una breve interrupción de la ordenada
fila de luces azules indicaba la presencia del avión.
Al minuto siguiente el silencio fue
interrumpido nuevamente por la voz que provenía del altavoz:
-Torre, tres cinco Bravo, ¿creen que
pueden encontrarme sitio para despegar?
-Bromista -dijo el controlador y cogió el
micrófono-: Quizás podamos conseguir algo, tres cinco Bravo. Vía libre para
despegar, viento en calma, no hay tráfico.
-Roger, torre, tres cinco Bravo.
La mancha negra que se destacaba contra
las luces avanzó mientras hablaba; era el único movimiento en la quietud de la
pista. A los quince segundos las luces brillaban como antes y una parpadeante
luz verde se alejaba hacia el oscuro horizonte.
-Hermosa noche -dijo pensativo el piloto
al micrófono, y el lugar volvió a quedar en silencio.
Esas fueron las últimas palabras que
escuchamos de tres cinco Bravo. Sus luces se desvanecieron en la noche. Nunca
sabré de dónde era ni a dónde iba ni quién es. Pero en esa última comunicación,
captada por el impersonal magnetofón de la torre, el piloto del Bonanza me hizo
pensar que quizás los pilotos son realmente diferentes de las demás personas.
Comparten la misma intransferible
experiencia de volar solos y si todos se sienten impresionados por la belleza
de un mismo cielo, tienen demasiadas cosas en común como para llegar a ser
enemigos alguna vez. Tienen demasiado en común como para no llegar a ser
hermanos.
El aeropuerto volvía a esperar
pacientemente el próximo avión.
¡Qué fraternidad sería ésa, una verdadera
hermandad de todos los hombres que llevan aeroplanos por el cielo!
-Llega un vuelo de Lufthansa -dijo el
controlador y señaló la pantalla del radarscopio.
El Lufthansa era una borrosa elipse de
medio centímetro que penetraba lentamente desde un borde de la pantalla. Dejaba
una espectral huella luminosa color verde que lo hacía aparecer como un pequeño
cometa que se dirigía hacia nuestra torre, situada en el centro de la pantalla.
Miramos desde la torre de vidrio,
escudriñamos al cristalino aire de la noche; no había una luz que se moviera en
el cielo. El cometa se acercaba al centro de la pantalla. El reloj señaló que
había transcurrido un minuto y todavía todas las luces en el cielo eran
estrellas.
Luego, de pronto, el Lufthansa estaba ahí
haciendo parpadear su luz roja anticolisión a la distancia. El primer oficial
presionó el botón del micrófono de la palanca de mando.
-Torre, Lufthansa Delta Charlie Charlie
Hotel,
El primer oficial habló con precisión y
facilidad y cuando dijo “Lufthansa” pronunció la “h”.
La idea se apoderó de mí una vez más.
También podría haber dicho: Deutsche Lufthansa für Landung, Fünfzehn Meilen zum
Osten. Y con eso hubiese seguido siendo un miembro de la fraternidad, quizás un
poco más que yo, parado en esa torre.
¿Qué pasaría, pensé, si todos los pilotos
supieran que ya somos hermanos? ¿Qué pasaría si Vladimir Telyanin, cuando se
sube a su MIG-21, lo supiera tan bien como Douglas Kenton en su Meteor y como
Erhart Menzel en su Starfighter con la cruz de hierro y Ro Kum Nu abrochándose
al atalaje de su YAK-23?
El Lufthansa descendió suavemente por el
trayecto del ILS, con sus luces de aterrizaje brillando como dos ojos que
buscan la pista.
¿Qué ocurriría si los miembros de la
fraternidad rehusaran luchar entre ellos?
El Lufthansa se acercó al edificio de la
terminal y desde la torre escuchamos como se silenciaba el zumbido de sus
motores.
Las radios continuaban con su suave
siseo, el cielo volvía a estar en silencio, la línea verde de la pantalla del
radar nos aseguró que volvíamos a estar solos en la oscuridad. Cuando las
agujas del reloj indicaron las cuatro, di las gracias, me despedí de los
controladores y me dirigí a la salida. Nuevamente advertí que había dos clases
de oscuridad; esa negra oscuridad exterior era la misma que se hallaba en las
páginas de los periódicos al pie de la escalera.
Sobre mí y sobre ese campo de dormidos
aviones, menos un aeroplano ligero norteamericano y más un avión de línea
alemán, giraba el largo rayo de la baliza. Hermanos. Mis zapatos producían un
sonido vibrante sobre los escalones de hierro. En la noche, en la oscuridad, a
uno se le ocurren cosas extrañas.
¿Qué ocurriría si todos lo supieran?
FIN
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