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lunes, 13 de octubre de 2014

Lo inhabitable



Lo relativo a la vivienda me apasiona. ¿Puede hablarse de una neurosis inmobiliaria? Pasé la mayor parte de mi infancia en lugares exiguos (mi madre nos subalquilaba el sótano, a mi padre y a mí), y conservo cierta propensión a la claustrofobia, no menos perjudicial que las tendencias agorafóbicas fruto de frecuentes estancias en casa de mis abuelos paternos, una pareja de aeronautas fanáticos. En cuanto al hogar de mis abuelos maternos, prefiero no hablar; el médico que trata mi asma me ha recomendado que piense en ello lo menos posible.
Sin jactarme, he conocido momentos difíciles. Si hiciera las cuentas, los malos momentos en mi vida de inquilino superan, con creces, a los buenos. Viví algún tiempo entre las llamas. Vamos, ¡exagero! Se trataba apenas de chispas, pero de cualquier modo era irritante. A toda hora del día o de la noche, unos esbozos de incendio estallaban en casa, aquí y allá, espontáneamente, detrás de un cuadro, al fondo de un armario, bajo una silla, en el canasto de la ropa sucia. Mis pertenencias no estaban nunca a salvo. ¿Cuántas veces me encontré sin un centavo, cuántas veces tuve que rehacer mis documentos porque mi billetera se había consumido con mi abrigo mientras dormía? En el momento de vestirme hallaba mi pantalón quemado hasta las rodillas, mis camisas medio calcinadas, mis zapatos endurecidos y ampollados, mis guantes vueltos ceniza en el fondo del cajón donde los guardaba. Mi vida era un infierno en miniatura: olía permanentemente a chamusquina, ¡era la chamusquina en persona!
Sin embargo, como veréis, uno se acostumbra a todo: pasado el primer momento, fui haciendo una rutina en torno a estas catástrofes continuas. Guardaba siempre unos baldes llenos de agua y de arena, unas arpilleras y unas mantas mojadas, y cuando un foco de incendio se declaraba ya no llamaba a los bomberos, intervenía yo mismo con la eficacia de un experto. También podría haberme abstenido; los incendios acababan extinguiéndose solos. Cito como prueba esos que se originaban en mi ausencia, o de noche, y de los cuales encontraba rastros al volver o al despertarme: alfombras agujereadas, paredes o puertas teñidas de negro, muebles como mordidos por un roedor pronto saciado. Yo me limitaba a ventilar.
Podría haberme quejado ante el propietario. No me atrevía. Reclamar me repugna. ¡Qué orgullo absurdo! Pero ya me lo han dicho muchas veces, todo es absurdo en mí. Y, de hecho, si hubiera resuelto exponer mi situación ante el propietario, ¿no se habría valido de esto para actuar en mi perjuicio? Al fin y al cabo, ¿todas esas igniciones esporádicas eran imputables al piso, o a mí mismo, a mi inconsciente pirógeno? No creo tener el alma tan sulfurosa, pero esta clase de cosas no se demuestran fácilmente. Podríamos haber litigado largo rato, pero la justicia cuesta cara. Preferí callar e irme con el rabo ante las piernas, sin exigir mi saldo, es decir los tres meses de caución que tal vez hayan servido para poner de nuevo en condiciones el lugar, tras mi partida.
Una mañana, pues, me puse el menos dañado de mis trajes. Renuncié a meter en el bolsillo el cepillo de dientes casi nuevo, pero cuyo mango se había fundido la víspera. Con el primer pretexto que me vino a la mente le confié la llave a la portera y, no dejando a mis espaldas más que trozos de madera ennegrecida y andrajos carbonizados, me dirigí a paso firme hacia mi nueva vida. Una oportunidad se me había presentado: un chalet en las afueras, hecho de piedra molar, escondido tras una muralla de glicinas y lilas, ¡el sueño de mi vida!
Firmé sin verlo. Podrá decirse que eso fue prueba de una imprudente ligereza. Y no es erróneo. Pero temía que, por vacilar, otro me soplara el negocio. Ya que tenía todo el aspecto de ser una maravilla. Por el precio de un estudio, una verdadera casa de dos plantas y un sótano, rodeada de un jardín y situada a una distancia razonable de los comercios y del metro.
Se trataba en fin de aprovecharlo, y lo aproveché. Mi corazón, lo confieso, latía fuerte. Hasta entonces solamente había vivido en diminutos altillos, en estudios o en pequeños «dos ambientes». Allí había conocido innumerables sinsabores, y el episodio ya evocado constituye desde luego el ejemplo más ardiente, pero no el más atroz. Recuerdo que pasé un invierno en una vieja y embrujada chambre de bonne que atormentaba toda una familia de fantasmas. Cada noche, una smala infernal aparecía y discutía en croata en torno a mi cama. Por intermedio de la portera supe de qué se trataba. Algunos años atrás, mi habitación había sido ocupada por una familia de inmigrantes yugoslavos. Una noche de invierno, antes de acostarse, el padre se había olvidado de regular la estufa. Él mismo, su mujer, sus cuñados y sus tres hijos habían muerto asfixiados durante la noche. Quien nunca oyó a seis personas colmar de injurias a una séptima, en croata, al filo de la medianoche, en una pieza del tamaño de un pañuelo, ignora lo que son el ruido, el sueño y el impotente instinto homicida.
Un chalet, incluso embrujado, llegado el caso, era sin dudas otra cosa. Allá, uno tendría que poder aislarse, abstraerse de las fastidiosas querellas de las sombras. Y esto es lo que me decía mientras iba a mi nuevo domicilio con las manos en los bolsillos ya que me lo habían alquilado totalmente amueblado.
Llegué en poco tiempo: apenas diez minutos desde la estación del metro. De camino, pasé frente a muchas tiendas de bonito aspecto. Un reputado vendedor de vinos, una afable carnicería, una pastelería prometedora. Un buen pastel se distingue fácilmente de uno malo. Es más pequeño y más caro. Me frotaba las manos. Todo concordaba con los dichos de la mujer de la agencia.
Subí por la rue des Aubes, en adelante mi calle, y me detuve frente al número 40. Allí me despachurré de suerte. El tiempo estaba bellísimo. Una opulenta glicina (¡me enloquecen las glicinas!) decoraba la verja del jardín. Tras sus festones malva suave, se erguía la casa. No era Versalles, pero tenía un airecillo limpio, coqueto, de un gusto simple aunque eficaz. Al primer golpe de vista, uno sentía que la casa estaba cuidada, engalanada incluso. La pintura en los revestimientos de madera en las partes metálicas poseía el brillo y la densidad de lo nuevo. Abrí la puerta del jardín, la franqueé, la cerré a mis espaldas con un sentimiento de... de triunfo sereno, supuse. Ya que, al no haber triunfado jamás en nada ni haber alcanzado genuinamente la serenidad carecía de elementos de comparación. Iba avanzando hacia mi hogar. Un sendero de gravilla blanca me alejaba del potencial lodo de la calle. Algunos pasos más, aún. Una escalera de hormigón, de una decena de peldaños, alicatada con cuidado, me elevaba por encima de los fangos de la vida. Una marquesina de vidrio esmerilado me protegía de las inclemencias del cielo, por cierto muy improbables en ese hermoso día de verano. Con una mano temblorosa abrí la puerta vidriera, dotada de una rejilla de fundición del más delicioso estilo pequeño burgués. La puerta giró silenciosamente sobre sus goznes. Mi pecho se infló de júbilo. Mi existencia, de aquí en adelante, sería a imagen y semejanza de cuanto ya había descubierto en esta casa y de cuanto esperaba aún descubrir. Aceitada. Enguatada. Afelpada. Acolchada. Suave... Sin nada que chirríe o que se resista. Yo marcharía, en el futuro, con el paso firme y tranquilo del hombre confiado en sí mismo. Yo también tendría mi territorio, mi terruño, mi santuario.
Entré. Busqué a tientas un interruptor eléctrico. Suspendí mi ademán.
Por supuesto, la electricidad debía de estar cortada. Primero había que reestablecer la corriente. La mujer de la agencia me lo había advertido. El contador estaba en el sótano pero habían dejado un candelera y unas cerillas, bien visibles, sobre la mesa del salón que se extendía a la izquierda, nada más entrar en el vestíbulo. Empujé la primera puerta a mi izquierda y penetré en una vasta pieza inundada de penumbra. En ese mismo instante un detalle me impactó. Lo olvidamos pronto de tanto frecuentarlas pero, aun ventiladas convenientemente y aseadas meticulosamente, las casas tienen un olor. Esta no tenía ninguno. Y sin embargo nada de lo que se baña en el tiempo, una alfombra, unas cortinas, incluso un mueble vacío o un barral metálico, es totalmente inerte, todo se impregna de las exhalaciones de lo que vive allí, y se degrada... Tropecé contra el borde de lo que, al tacto, me pareció una mesa de mármol, y me olvidé de todo el resto. ¡Coño, mármol! ¡Y yo que no había conocido hasta allí sino la formica y el hule! Casi me desmayo de pensar que posaría cada mañana mi taza de café con leche sobre una mesa de mármol. En la penumbra, un reflejo (cobrizo) capturó mi mirada. Era el dichoso candelero. A tientas descubrí, en la mesa, la caja con las cerillas. Raspé una y encendí la vela allí plantada. Las tinieblas se retiraron. El salón, que ocupaba casi la mitad de la superficie de la planta, tenía ventanas en dos de sus paredes. Abrí la más cercana y el día entró a raudales.
Giré hacia la mesa. Superficie y patas: en efecto era mármol. Y no sólo ella, sino también las sillas que la flanqueaban, cuidadosamente ordenadas, salvo una retirada a medias, como si alguien se hubiera sentado allí un rato para garabatear una nota y al irse hubiese olvidado reacomodarla. Se me había cortado la respiración. ¡Sillas de mármol! ¡Qué refinamiento! Pero cuán frágiles debían de ser esos gráciles pies, esos delgados cilindros de mármol gris delicadamente veteados de blanco.
Me aproximé a la silla mal puesta y con la palma acaricié su respaldo liso y frío. Retiré la mano y di un paso atrás. ¿Tendría la osadía yo, tan torpe, de usar estas maravillas, de sentarme en ellas, de moverlas a riesgo de chocarlas, volcarlas, romperlas? Además, tenían que ser pesadas. Me arrimé más y, tímidamente, intenté sopesar la que ya había tocado. La silla se resistió a mi esfuerzo. Sorprendido, volví a intentarlo con las dos manos, sin mayor éxito. Por más que me afirmara bien, que tensara mis músculos, que emitiera unos «ay» de desenterrador, no hubo caso. Repetí el experimento con la silla vecina, después con otra, y otra más. En vano. Las ocho sillas formaban un bloque con la losa de mármol que recubría el suelo. Imposible levantarlas o desplazarlas ni siquiera un centímetro. Asombrado por esta aberración, me arrodillé para examinar de cerca la juntura de los pies y la losa. Hasta donde pude advertir, no había juntura. Se pasaba del suelo a las sillas sin solución de continuidad.
Una inmensa perplejidad me invadió. Me senté en la silla retirada a medias, sobre un glúteo, ya que esta se hallaba muy cerca de la mesa para que uno pudiera instalarse a gusto, y paseé mi mirada alrededor. Sólo entonces tomé conciencia de la extrema rareza del lugar en que me hallaba. Aparte de la mesa y sus dos filas de sillas, el mobiliario se componía de un gran aparador, un sofá, dos sillones y una mesa baja. Con excepción de los vidrios, de un espejo y de escasos accesorios como los pestillos de la puerta y de las ventanas, todo lo que contenía la pieza era de mármol gris.
Me incorporé y fui al sofá. Era menos un mueble que una escultura representando un mueble. El artista se las había ingeniado para imitar las pequeñas particularidades o imperfecciones que habría presentado un verdadero sofá: el ligero deterioro de los cojines, la pátina más acentuada en ciertos puntos, las huellas casi invisibles de la afilada pata de un gato asustado por la entrada súbita de un niño... Me agaché y constaté que el sofá también estaba unido al suelo. En realidad, no había una mesa más unas sillas más un sofá más dos sillones etcétera, sino una sola «escultura». El aparador no era otra cosa que una excrecencia de la losa madre, y cuando quise alzar un jarrón apoyado en la repisa de la chimenea, este no se movió ni un ápice. Se «aferraba» a un soporte como el muñón de una rama cortada se aferra al árbol, o como un dedo a su mano. El excéntrico absoluto que había construido esta casa había obtenido del mismo bloque enorme (con suma paciencia) la loza, la chimenea, el jarrón y el resto de las cosas. La habitación entera, la casa tal vez, formaba un todo recubierto en su exterior de piedra molar, madera y tejas.
Después de restablecer la electricidad y de visitar todas las habitaciones, volví al salón y me planté ante el espejo de encima de la chimenea. Mi aspecto era tan contrito que no pude evitar sacarme la lengua. ¡Vaya suerte la mía! Había alquilado una obra de arte única en el mundo. Pero yo necesitaba tan sólo una vivienda, y el arte es inhabitable. Explorando el chalet había descubierto una cocina digna de un príncipe megalómano, provista de un horno y de un fregadero que podría haber firmado Miguel Ángel, y un cuarto de baño y un dormitorio que eran harina del mismo costal. Sobre un colchón desnudo, una pila de sábanas y de mantas esperaba al predestinado héroe, capaz de desplegarlas y de hacer la cama. En el sótano, cerca de una caldera pintada en trompe l'oeil, el mango de una pala para el carbón sobresalía de un montón de bolas incombustibles. Bajo el tejado, la buhardilla estaba repleta de viejos juguetes artísticamente desencajados, maniquíes de costura con las espaldas picadas de falsos pinchazos de alfileres, maletas entreabiertas sobre un desbarajuste de tesoros. Restos inamovibles. Todo en gris claro, veteado de blanco, y frío como la muerte.
Aguanté tres días en mi casa de mármol. Me había comprado un plumón y dormía en el suelo. Comía todo frío y no me lavaba, ya que nada funcionaba allí, salvo las luces. Incluso las lámparas, a través de las bombillas y las copelas de mármol ahuecado, no emitían más que una luz sórdida y deprimente.
El tercer día, al despertarme, me pareció que mi piel había cobrado un tinte grisáceo, con vetas blancas, marmóreo, por expresarlo de algún modo. Suelo decirme que soy muy impresionable, pero ¿qué hacer? Corrí al jardín. A la luz diurna no parecía más que un jardín. Y yo había vuelto a ser como antes. ¿Algo paliducho quizá? Como aquejado de un leve principio de anemia. Sentí, de golpe, ansias de sol. De arena ardiente. De agua azul. De pieles bronceadas. De chozas bajo los árboles. Una choza, eso sí que sería estupendo, me dije. Una choza. Una casa de paja y ramas, abierta a todos los vientos, a todas las brisas. Una casa ruidosa de insectos, con lagartijas en los muros y gallinas entre tus piernas y un perro que ronca bajo la mesa. Ah, ¡qué buena vida se debe llevar en una choza! Sin problemas, sin cuidados, sin mantenimiento... Cuando la paja de la choza se pudre, se esquiva el fuego y se construye otra un poco más lejos. Los amigos vienen a brindarte su ayuda y, terminado el trabajo, se bebe, se canta, se baila...
Esa misma tarde, al salir de la agencia de viajes, fui a devolver las llaves del chalet.
Me costó la garantía prevista en el contrato. Haga lo que haga, siempre me despluman. ¡Bah! Yo tenía la cabeza llena de chozas, de pareos y de collares de flores. Un día, a lo mejor, os contaré la historia de mi choza y del tifón Julia.

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