Cuando las puertas de la prisión se cerraron tras el paso de
Eddie Wanamaker, él sabía que Hilda estaría esperándole. Ella no había dejado
de acudir ninguno de los días de visita a lo largo del año de cárcel al que él había
sido condenado por homicidio involuntario, lo que en el caso de Eddie no
significaba sino una terminología legal para definir el hecho de haber matado a
un hombre con un automóvil, aunque él no se acordaba de que lo iba conduciendo;
es más, estaba seguro de que esa noche se hallaba en otra parte.
-Cariño…
El abrazo de Hilda, y sus besos, le hicieron olvidar toda la
amargura. Fue aquél un momento maravilloso. Por primera vez en un año el sueño
de la caricia se hacía realidad, parecía como si nada hubiera sucedido.
Sin embargo, claro que había ocurrido. En cuanto acabó el
contacto amoroso, el recuerdo amargo le vino a la memoria. Luego, se metió en
el Ford, junto a Hilda.
-Tengo todo nuestro equipo de camping y tus aparejos de pesca en
el portaequipajes -dijo ella-. La temporada de la trucha se abrió en Indian
George la semana pasada.
-Prefiero ir a casa -dijo Eddie.
-Pero las truchas…
-Quiero empezar enseguida. He tenido todo un año para darle
vueltas al asunto. Ahora mismo voy a ponerme manos a la obra.
Hilda estaba guapísima. Llevaba seis años casada con Eddie
Wanamaker, y todavía parecía sacada de una fotografía del anuario del colegio
de Emerald City. Era de tez blanca pero, como le gustaba conducir con la capota
del Ford quitada, tenía la piel morena por el sol. Sus ojos eran grises, y la
barbilla era clavada a la del abuelo en el retrato que el doctor Huston tenía
colgado en su despacho. Sí, el mismo lugar donde le había pretendido la primera
vez. Pero ahora ella tenía miedo, y él había salido de la cárcel dispuesto a
hacérselo pasar mucho peor.
-Por favor, cariño, todo ha acabado. Déjalo estar.
-He pasado un año en la cárcel -recordó Eddie.
-Pero nadie te echa la culpa de lo que pasó. Papá no lo hace, y
Paul te está esperando para que vuelvas a trabajar con él. Por favor, intenta
olvidar.
-¡Olvidar!-repitió el ex convicto con amargura-. Me llamo Eddie
Wanamaker. Era un buen nombre hasta hace poco más de un año. No descansaré
hasta recuperar mi prestigio.
La miró, creyendo que esta acción le devolvería la calma; pero
sólo encontró temor en sus ojos. De repente, se dio cuenta de lo que no se
había atrevido a pensar durante todo aquel año largo y frío.
-Tú estás convencida de que yo conducía aquel coche. ¡Jamás me
has creído! -musitó con voz dolida.
Ella no negó nada. El año se interponía entre ellos como un muro
invisible; y sólo había un modo de echarlo abajo.
-¡Vámonos! -ordenó él-. Si salimos ahora, puede que lleguemos a
casa cuando empiece a oscurecer.
Emerald City había sido en tiempos una ciudad de polvo y de
adobe, y por entonces el sol y el viento conspiraban para llenarla de una
desolación casi infernal, hasta que el Ejército del Aire decidió que era un
lugar ideal para una base. La instalación militar, que en un principio fue de
entrenamiento, se llenó un día de misiles; y el adobe floreció en una ciudad
que contaba en aquellos momentos con más de 20.000 habitantes, en su mayoría de
menos de treinta y cinco años, que se reproducían con rapidez.
Hacía siete años, cuando todavía la población seguía creciendo a
un buen ritmo, Eddie había bajado del autobús en la terminal de la ciudad, con
poco más que la chaqueta de cuero de las Fuerzas Aéreas y sus pantalones.
Llevaba el pelo de un tono cobre rojizo, iba bien afeitado, y estaba solo en el
mundo. También lucía en el hombro una distinción por alguna batalla luchada con
valor en la guerra de Corea del Norte; y guardaba en su bolsillo una suma
estimable por su licencia. Había venido a Emerald City por dos razones: la
primera, porque no tenía ningún sitio adonde ir; la segunda, porque un día, dos
años antes, se había torcido el tobillo en Main Street y, en el despacho del
doctor Huston, le había curado la muchacha más adorable que jamás había visto
en toda su vida. Por entonces Eddie era más bien tímido; pero el uniforme, la
torcedura, y las dos cervezas que se había tomado antes de la caída le
concedieron el coraje suficiente. Le pidió una cita a la enfermera para esa
misma noche. Tres días después le dijo que se casara con él.
-Cuando yo acabe el bachiller -replicó Hilda-, y tú acabes el
servicio militar. Entonces, vuelve y búscame.
Dos años después, Eddie regresó. Ya no necesitó la ayuda de una
cerveza para fortalecer su ánimo, y la idea le hubiese parecido un poco
absurda. Pero él había estado buscando un hogar desde que a los doce años se
escapara de un orfanato. Además, Hilda y Emerald City suponían los sueños que
había estado cultivando durante toda la guerra de Corea.
La encontró en la sala de recepción de la clínica del doctor
Huston; pero no estaba sola. Un apuesto joven, que tendría unos diez años más
que Eddie, se encontraba hablando con ella utilizando unos modos que de ninguna
manera resultaban profesionales. El ex militar se echó atrás pero, entonces,
tuvo lugar el primer milagro de su vida. Hilda apartó la vista de aquel joven,
lo vio a él y, al reconocerlo, sonrió.
-¡Es Eddie! ¡Eddie Wanamaker!-exclamó-, ¡Has vuelto!
A lo largo de todo el camino desde la estación de autobuses, él
había estado ensayando un discurso agudo y brillante. En aquel momento lo
soltó:
-Hola.
-Paul… Éste es Eddie Wanamaker.
Paul se apellidaba Fenton, y abandonó su postura informal para
estrecharle la mano con fuerza. Siguieron los saludos típicos que se dan al
extraño que regresa; y, luego, las preguntas: ¿Cuánto tiempo pensaba quedarse?
¿Qué planes tenía? Entretanto, Eddie no apartaba los ojos de Hilda a la vez que
contestaba. Le gustaría quedarse si encontraba un trabajo. No tenía ni idea de
lo que podía hacer, aparte de disparar una ametralladora. De pronto, Paul le
enseñó una insignia de una guerra anterior, y le ofreció un trabajo de
representante en su compañía.
-Sólo es necesario saber conducir y tener personalidad
-explicó-. El producto se vende solo.
-¿Qué producto? -preguntó Eddie.
-Emerald City -dijo Paul-. Ten mi tarjeta. La oficina está en
esta misma calle. Pásate mañana y hablaremos de los detalles. Y, respecto a ti,
jovencita -miró a Hilda de un modo que puso a Eddie celoso-, pasaré a recogerte
a las siete y media. No llegues tarde. Bastante nervioso estaré.
En el acto, salió de la clínica apresuradamente. Con el tiempo,
Eddie se daría cuenta de que aquél siempre tenía prisa, pero de momento no se
atrevió a preguntar el motivo. Había una cita en particular que ponía nervioso
a cualquier hombre. Ahora bien, ¿se casaba la gente a las siete y media?
-Es la reunión de «Los Cien Hijos Predilectos» -explicó Hilda-,
los hombres más importantes, en el mundo profesional y en el de los negocios,
de Emerald City. Tienen su cena anual por la noche. Papá ha sido presidente
este año. Y hoy nombran a Paul.
La alta sociedad. De repente, Eddie se sintió incómodo en su
vieja chaqueta de las Fuerzas Aéreas.
-Bueno, supongo que me daré una vuelta para echar un vistazo al
lugar -se le ocurrió-. Ya sabes cómo son las cosas. Recuerdas una ciudad y te
crees que es maravillosa; y, luego, vuelves y se ha convertido en otro lugar.
Quizá no me quede, después de todo.
Y entonces ocurrió el
segundo milagro en la vida de Eddie.
-¡No quiero que te vayas! -exclamó Hilda.
Aquella noche Eddie dio un paseo por unas calles tan oscuras y
solitarias como las de tantas ciudades, aunque algo las había transformado en
las más hermosas.
-¡No te vayas!
-Muy bien -había contestado él en voz alta-. Me quedo. ¿Oyes
eso, Emerald City? ¡Me llamo Eddie Wanamaker, y voy a vivir en este lugar!
Sin embargo, los recuerdos ya tenían siete años…
De regreso a la ciudad, Hilda se metió por Main Street muy
lentamente. Era tarde y todas las tiendas permanecían cerradas, pero ella se
dirigió directamente hasta la oficina de Paul y disminuyó la velocidad para que
Eddie pudiera ver el nuevo cartel: Fenton y Wanamaker, Compañía de Desarrollo
de Terrenos.
Fenton y Wanamaker. Un año antes, Eddie hubiese obligado a Hilda
a que parase el coche para así bajar y empezar a dar apretones de manos en la
acera. Sin embargo, en aquel momento, el hecho de ver su nombre en el letrero
sólo engordó las sospechas que había estado alimentando durante un año en una
celda con barrotes de hierro en las ventanas.
«Es así como él tranquiliza su conciencia?» -pensó Eddie.
En cambio, dijo en voz alta:
-De acuerdo, ya lo he visto. Vamos a casa.
Sam Nickols había muerto en el acto. Aquello fue algo que todo
el mundo agradeció… incluso su esposa y sus dos hijos. El pesado parachoques
del Cadillac del doctor Huston, a una velocidad estimada en unos noventa y
cinco kilómetros por hora, lanzó a Sam a unos siete metros de distancia,
estrellándolo de cabeza contra una boca de riego que había en la esquina de
Main Street y Joshua. Seis manzanas más abajo, en la misma Main Street, el
vehículo agresor se estrelló contra una farola.
Y fue en aquel lugar donde, demasiado bebido para saber cómo
había ido a parar allí, la policía había encontrado a Eddie echado contra el
volante. Estaba aturdido; pero en el hospital en el que se le ingresó con
carácter de urgencia sólo le encontraron una herida, de origen desconocido,
encima de la oreja izquierda. Y un enfermero le extrajo un fragmento de cristal
verde, que luego se averiguó que pertenecía a una botella. Su abogado habló
mucho acerca de esta botella en el juicio. Eddie Wanamaker no aguantaba la
bebida… todos los que le conocían podían atestiguarlo. Sin embargo, él había
estado bebiendo; se detectó en las pruebas, tanto en el aliento como en la
sangre, ya que se le hicieron inmediatamente después de arrestarle. Dónde pudo
consumir el alcohol era algo que nadie podía explicarse. El abogado de Eddie
aseguraba que, dondequiera que fuese, se habría producido alguna escena
violenta.
Aquél fue el eje en torno al cual se articuló la defensa. Un
ciudadano de reconocido prestigio en la comunidad… era impensable que se
hubiera apoderado del automóvil de su suegro de un modo subrepticio, sacando el
duplicado de la llave de contacto del parachoques trasero, donde él sabía que
se guardaba, cuando le bastaba pedirla abiertamente.
Se trataba de un hombre herido, que conducía un coche… Eso era
lo que había pasado. Una persona aturdida… no la vieja historia del borracho
irresponsable. El jurado escuchó todo aquello, y lo creyó hasta el punto de
dictar una sentencia leve; pero Eddie jamás consiguió recordar la escena
violenta, o cuándo se introdujo en el auto del doctor Huston, y ni siquiera en
qué momento atropelló a Sam Nickols. Y a él le parecía que incluso un hombre
que estuviera completamente borracho debía acordarse de cosas tan importantes.
El día siguiente al regreso de Eddie a Emerald City era domingo.
Como se sentía exhausta después del largo viaje, Hilda durmió hasta muy tarde;
pero Eddie tenía cosas que hacer. Sam Nickols vivía en una de las casas
construidas antes de la guerra, en East Fourth Street. Probablemente estaba
pagada, ya que había sido el único contratista de fontanería de la ciudad hasta
hacía cinco años. A su viuda, que había quedado con dos hijos, no podía haberla
dejado sin nada de dinero. Pero sólo para asegurarse de que no iría a
encontrarse con unos desconocidos, Eddie consultó la guía telefónica y
averiguó, para su sorpresa, que la señora Nickols vivía en Mustang Road. Esto
formaba parte de la sección del «Panorama del Desierto», una urbanización que
todavía era un proyecto de Paul cuando Sam encontró la muerte. Eddie dejó a
Hilda durmiendo y sacó el coche del garaje.
El «Panorama del Desierto» había desbordado ampliamente el
proyecto de Paul. Mustang Road se hallaba atiborrada de construcciones; los
alrededores se veían en distintos estados de construcción. El ex convicto
aparcó el Ford enfrente de la casa de la señora Nickols. Era uno de los
edificios más ricos, y estaba situado en una esquina. Cuando se hallaba a punto
de llegar a la puerta, oyó voces que venían de la parte de atrás. Se acercó a
un lateral y vio a los hijos de los Nickols, que subían a un autobús que les
aguardaba allí mismo. Esperó a que se alejaran y, al darse la vuelta, comprobó
que la viuda le estaba observando.
-Señora Nickols -dijo-, tanto usted como sus hijos tienen un
aspecto magnífico.
-Vamos tirando -se justificó ella-. Salimos del paso.
Eddie miró a su alrededor. Era una buena casa. Todas las que se
alzaban en la zona del «Panorama del Desierto» eran aún más grandes que las de
la «Vista de la Montaña». Parecía que la señora Nickols estaba sacando a su
familia adelante.
-Llegué aquí anoche -expuso Eddie-, Decidí coger el coche y
echar un vistazo a esta área, para ver cómo iba el negocio por aquí.
Ella no era ninguna estúpida. Sabía que no obedecía a la
casualidad el hecho de que él hubiese venido hasta su casa.
-Señora Nickols, ya sé que probablemente no le guste hablar de
lo sucedido; pero hay algo que quiero saber. ¿Vio usted a Sam…? Quiero decir…
si habló con él… en algún momento, hacia las tres de la tarde, el mismo día en
que murió.
La viuda no se esperaba la pregunta. Pareció aturdida.
-¿Las tres? Por supuesto. Vi a mi marido durante la cena.
-¿Y le pasaba algo?
-¿A qué se refiere?
-¿Estaba disgustado? ¿Parecía preocupado o enfadado por alguna
razón?
-No recuerdo… -comenzó, y luego sus ojos brillaron-, Claro que
estaba algo nervioso. Era la noche de la elección de miembros para «Los Cien
Hijos Predilectos»… pero eso no se lo tengo que decir a usted. Lo sabe
perfectamente. Sam siempre se mostraba tenso cuando tenía que pronunciar algún
discurso. Yo me sentía tan contenta de que hubiera llegado el fin de su
presidencia…
-Sí -reflexionó Eddie-. Eso podía explicar ciertas cosas.
-Perdone, señor Wanamaker.
El ex convicto no se explicó. En lugar de eso, formuló otra
pregunta:
-Entonces, ¿no dijo esa tarde nada sobre una discusión que había
tenido con Paul?
-¿Una discusión con el señor Fenton? ¿Por qué iba a…? No…
-¿Acaso mencionó que habían aparecido algunas dificultades con
los contratos de la «Vista de la Montaña»?
-No recuerdo nada de eso. Sam y Paul Fenton habían hecho
negocios juntos durante más de diez años. ¡Pero si mi marido instaló las
cañerías en la primera casa que Paul construyó en Emerald City! Y eso fue mucho
antes de que usted llegase aquí, señor Wanamaker. Se enfrentaban a algunos
problemas, como es lógico. Todos los hombres de negocios los tienen. Y es
verdad que sufrían algún conflicto laboral…
-Lo sé, lo sé -dijo Eddie-; pero el caso es que el trabajo de
Sam salió por más de lo que se había presupuestado en las obras de la «Vista de
la Montaña». Unos veinte mil dólares más de lo previsto.
-¿Veinte mil dólares?
-Parte de ellos se debían a problemas laborales; pero para Paul
el principal motivo era el que Sam se ocupaba de más trabajos de los que su
empresa podía llevar adelante. ¡Y los dos se enfrentaron en una discusión la
misma tarde en que su marido murió!
La señora Nickols se puso pálida.
-No le creo, señor Wanamaker; ¡me niego a creer lo que acabo de
oírle!
-Me crea o no, es la verdad -insistió Eddie-. Yo entré en medio
de la discusión. Cuando Sam se marchó, Paul me dijo que había terminado con él
y que a partir de entonces se proponía contratar a George Carlson.
-¿Que había terminado con Sam?
-Eso es lo que dijo Paul. Traté de convencerle de lo contrario.
Sabía que eso arruinaría a Sam; pero él me respondió: «Si uno de los dos ha de
arruinarse, no .quiero ser yo el primero».
-Señor Wanamaker -le interrumpió la viuda-, ¿por qué me está
usted contando todo esto?
Eddie frunció el ceño.
-Hay algo que me ha venido preocupando durante más de un año.
¿Mencionó Sam el motivo por el que se encontraba en Main Street, a sólo unas
pocas manzanas de la oficina de Paul, la noche de su muerte?
-Había ido a una reunión de los «Cien Hijos Predilectos»
-contestó.
-Sí, pero ellos se reunían en el Community Hall, en Memorial
Park, a ocho manzanas de allí.
-A Sam le gustaba caminar…
-Pero su casa estaba en Fourth Street, en sentido contrario
-recordó Eddie.
-Claro que si había ido a ver a Paul Fenton… -Se detuvo en aquel
punto, preocupada por sus propias palabras-. No. Eso carece de sentido. El
señor Fenton también estaba en la reunión. ¡Ay, no lo sé! Deje de añadir leña
al fuego, señor Wanamaker. Todo este tiempo he intentado no guardarle rencor.
No lo estropee. No me venga con sus historias. Déjenos en paz, a mí y a mis
hijos. Y haga el favor de olvidar todo aquello: se ayudaría a sí mismo y a los
demás.
-Lo siento -dijo Eddie-, Quizá no debería haber venido.
-Quizá no… sobre todo si cree que puede sembrar cizaña entre
Paul Fenton y yo. Él es un buen hombre, señor Wanamaker. ¡Espero que aprecie
todo lo que ha hecho por usted! Al menos yo le agradezco lo que he recibido de
él.
Eddie ya se había dado la vuelta para irse. Se detuvo y miró
hacia atrás.
-¿Qué ha recibido de Paul?
-Bastantes cosas para los niños y para mí. Puede que lo que
usted ha dicho de que Sam se salió del presupuesto fuera cierto. Se enfrentaba
a un montón de dificultades laborales y perdió bastante dinero con esos
contratos. No quedó mucho, después de pagar todas las deudas. Pero el señor
Fenton dijo que los niños se merecían una casa decente. Y él nos dio ésta,
señor Wanamaker, con la escritura y todo, ¡simplemente por los viejos tiempos!
Ella había querido impresionarle, y lo consiguió. La casa valía
por lo menos 25.000 dólares. Paul había sido generoso. Desde el porche podía
verse una hilera de nuevas edificaciones. Eddie las miró hasta que vio las
chimeneas y las cañerías.
-Señora Nickols -dijo-, no puedo leer el cartel desde aquí.
¿Puede decirme quién está montando toda la fontanería en las construcciones de
Paul?
Ella dudó unos minutos.
-¿No lo sabe?
-Sí -dijo en voz baja-, claro que lo sé. George Carlson.
Un nombre en un letrero y un nombre en una escritura… Dos
magnánimos gestos por parte de Paul Fenton. Eddie dejó a la viuda de Sam
Nickols y volvió a Main Street. Los domingos por la mañana sólo salían las
gentes que iban a misa y los niños que se dirigían a la piscina municipal. La
ciudad tenía un buen aspecto a la luz del día… Era su ciudad. Dejó atrás el
Memorial Hall. En su interior, él lo sabía, en una de las paredes había una
placa con los nombres grabados de todos los presidentes de los «Cien Hijos Predilectos».
El nombre del doctor Huston estaba allí; el de Paul Fenton también; y el de Sam
Nickols; y después de éste…
Una noche, hacía poco más o menos un año de aquello, Eddie llegó
a casa borracho de alegría. Encontró a Hilda en la cocina, la estrechó entre
sus brazos y le dio un beso que la dejó sin aliento.
-Eddie, ¿qué pasa?
-¡Te quiero! -exclamó él.
-Sí, ya lo sé; pero no lo demuestres con tanto entusiasmo. ¿Has
estado tomando vitaminas?
Y entonces le contó lo de su almuerzo con Sam Nickols,
presidente de los «Cien Hijos Predilectos», y lo de la elección que iba a tener
lugar al cabo de seis semanas. Porque de repente Eddie se había vuelto muy
importante, ya que Sam iba a proponer su nombre para la nominación a
presidente. Hilda sonrió y le dijo lo orgullosa que estaba de él; pero no sabía
hasta qué punto era importante para quien había hecho una promesa a la ciudad
de quedarse y labrarse un nombre…
Eddie siguió Main Street abajo. Una o dos veces se encontró con
una cara familiar y pasó de largo. No quería enfrentarse a sus amigos hasta que
hubiera acabado con lo que debía hacer. Cruzó por delante de la oficina de
Paul, que tenía un nombre nuevo, cargado de significado, en la puerta. Muy
pronto llegó a la clínica del doctor Huston. Frenó y se quedó mirándola un
rato. Había algo que no cuadraba. Una pieza grande se había perdido en aquella
fatídica noche, porque es posible deshacer las cosas más grandes, y esconder
sus fragmentos uno por uno.
Fue a casa. El Cadillac del doctor Huston estaba aparcado en la
puerta. Eddie entró y le encontró en la cocina, tomando café con su hija. Hilda
le miró ansiosamente.
-Eddie… ¿Dónde has estado? -preguntó-. Me he preocupado cuando
me desperté y vi que te habías ido. Llamé a papá para ver si estabas con él.
Como no te había visto, vino aquí.
-Me fui hasta el «Panorama del Desierto» para comprobar cómo
marchaba todo por allí.
-¿El «Panorama del Desierto»?
Los dos parecían muy interesados.
-La viuda de Sam Nickols vive ahí ahora -añadió Eddie-. Tiene
una casa magnífica, que hace esquina… Paul se la regaló, con escritura y todo.
No era una primicia para Hilda ni para su padre.
-Bueno, fue casi casi un regalo -admitió el doctor Huston-.
Supongo que a la viuda de Sam le parecerá algo caído del cielo pero, de hecho,
supuso un negocio. La casa de Sam, que Paul obtuvo a cambio, no vale gran cosa
en estos momentos. Pero si la zona comercial se desarrolla en aquella
dirección, seguro que recuperará su dinero.
-¿Qué estás diciendo?-sonrió Eddie-. ¡Triplicará lo invertido!
Así es como Paul trabaja, pues él nunca regala nada.
-Vaya una forma de hablar de Paul -saltó Hilda-. Piensa en todo
lo que ha hecho por ti, Eddie. Te consiguió un abogado para el juicio; ha
estado luchando por obtener tu libertad bajo palabra, y se ha esforzado lo
indecible por ayudarte desde el principio…
Para Hilda aquel «principio» empezó la noche en que murió Sam
Nickols. Eddie retrocedió aún más en el tiempo: seis años, cuando había sentido
la suficiente confianza en sí mismo como para pedir a la bella enfermera que se
casara con él. Ella puso la fecha: para Navidades, con Santa Claus y los
ciervos y el trineo. Al día siguiente, le dio la noticia a Paul. Y éste dijo lo
que se acostumbraba en estos casos, pero las palabras no concordaban con la
expresión. Eddie significaba el intruso que le había robado su chica… Eso es lo
que su gesto dejaba bien a las claras…
La voz del doctor Huston lo devolvió al presente.
-Hilda está preocupada, Eddie. Teme que te vayas a meter en
algún lío. Déjalo estar, hazme caso. Paul te nombró su socio como prueba de su
lealtad… Y quizá no saque ni un centavo de la propiedad de Fourth Street. Sólo
pretendía alejar a la señora Nickols de un lugar que le traía penosos
recuerdos. Paul y Sam trabajaron juntos durante años. Ya sabes que este último
instaló las cañerías en la primera casa que Paul construyó, y no le cobró un
centavo hasta que se vendió y se recibió el dinero.
-Y eso le concedía a Sam ciertos derechos sobre Paul, ¿o no?
-¿Derechos?
-Sí. Me refiero a la imposibilidad de Paul de dejar de contratar
con la empresa de Sam… Quizá se tratara de más de una casa. Puede que el
difunto tuviera a Paul en el bolsillo.
-¡Eddie, calla, por el amor de Dios! -suplicó Hilda-, ¿No ves lo
que quiere hacer, papá? Todavía sigue obsesionado con la idea de limpiar su
nombre. ¡Dile que lo olvide, por favor, aunque sólo sea por…!
-¿Limpiar su nombre?
-Yo no me acuerdo de haber atropellado a Sam -insistió el ex
convicto-. Y existen ciertos agujeros que no encajan en la historia. Por
ejemplo, se dijo en el juicio que yo le había robado a usted el coche, doctor
Huston, haciendo uso de la llave que guardaba en el parachoques trasero. Pero,
si hice tal cosa, y es algo de lo mucho que no recuerdo, ¿dónde sucedió? ¿En
qué lugar estaba aparcado el Cadillac?
-En el Memorial Hall -apuntó Hilda-, Era la noche de la elección
de los «Cien Hijos Predilectos».
-No, tú sabes que la verdad es muy distinta. ¿Dónde estaba
aparcado, señor Huston?
-En Main Street -contestó.
-¿En Main Street? ¿Por qué, doctor?
-Porque yo estaba preocupada -intervino Hilda-, Tú viniste
temprano a casa aquella noche. Eso no me importó… Sabía que estabas muy
nervioso por lo de la elección; pero bebiste más de la cuenta; y eso sí que me
intranquilizó. Habías tomado mucho alcohol. Tenías una botella…
-¿Una botella?-preguntó Eddie-. ¿Acaso era verde?
-No sé de qué color podía ser. Creo que de whisky… una pequeña.
No me quisiste dirigir la palabra. Sólo me dijiste que todo había terminado.
-¿A qué me refería al hablarte así?
-No lo sé. Intenté meterte en la ducha y vestirte para la
reunión; y, luego, te fuiste otra vez. No utilizaste nuestro coche; preferiste
ir a pie. Creí que caminar te sentaría bien, que te despejaría, con lo que
olvidarías tus preocupaciones, y pronto regresarías a casa. Pero no lo hiciste.
La reunión en el Memorial Hall comenzó a las ocho. Eran cerca de las ocho y
media cuando llamé a Paul, que se encontraba allí.
-¿Por qué precisamente a Paul? -preguntó Eddie.
-Yo puedo constatar esa llamada -dijo el doctor-. Estaba en el
hall cuando mi hija llamó. Paul volvió del teléfono y me dijo que tenía que
ausentarse un rato. Me preguntó si podía usar mi coche, porque las baterías del
suyo estaban descargadas. Le di mis llaves…
-Entonces fue Paul el que utilizó el Cadillac -saltó Eddie.
-Te estaba buscando -explicó Hilda-. Vino aquí primero y,
después, salió a localizarte. Yo quise acompañarle pero él pensó que sería
mejor que alguien se quedara en casa por si tú volvías. Te buscó por todos los
bares de la ciudad y, por último, regresó a la oficina. Dejó el coche fuera.
-¿Por qué nadie habló de todo esto en el juicio? -preguntó
Eddie.
-Debido a que tu abogado quería que todos asumieran lo que era
obvio: que tú habías ido a la reunión en el Memorial, y que por eso utilizaste
mi coche -intervino el doctor Huston-. Ésta era la clave de tu defensa. Si se
hubiera sabido que estuviste bebiendo antes de salir de casa aquella noche, no
te habrían dictado una sentencia tan favorable. De eso puedes estar bien
seguro.
-¿Así opina Paul?
-Me parece lo más lógico, ¿no?
-Lógico… -Eddie parecía divertido-. Sí, lo mires por donde lo
mires, es lo más lógico. -Su semblante se endureció, y caminó en dirección a la
puerta-: Gracias. Si hubiera sabido eso hace un año…
-Eddie -le llamó Hilda-, ¿adónde vas?
-A buscar una botella -contestó él-, ¡Una botella verde!
Después, salió de allí dando un portazo. Hilda hizo un
movimiento como para seguirle pero su padre la detuvo.
-Deja que se vaya -aconsejó-. Permite que él mismo salga de este
embrollo. Luego, volverá.
-Pero va a beber…
Ella se soltó de la mano de su padre y se fue a un rincón.
Telefoneó a Paul… quien se sorprendió al saber que no estaba en compañía de
Eddie, hundidos en el agua hasta las rodillas y pescando truchas.
-El muy idiota insistió en volver a casa directamente -explicó
ella-. Se le ha metido en la cabeza averiguar lo que pasó la noche en que Sam
murió. Ha ido a ver a la señora Nickols, y papá le ha dicho que fuiste tú quien
utilizó el Cadillac.
Paul meditó un momento y respondió con ánimo de tranquilizarla:
-No te preocupes. Hablaremos mañana. Tengo que enseñar una casa
a un cliente esta tarde, y por la noche iré a la oficina a terminar un trabajo
atrasado.
-No. ¡Olvídate esta noche de ir a la oficina!
-¿Por qué?
-No vayas, Paul. ¡Por favor! Tengo miedo. ¿Y si Eddie recuerda…?
Había diecisiete bares en Emerald City, desde el nuevo en el
Motel Oasis Motor, que era de muy alto copete, hasta los tugurios del barrio
mejicano, pasando por el tranquilo local «del viajero». Eddie fue a verlos
todos. Primero, sólo entró a preguntar, en alguno de ellos, sobre si la noche
en que murió Sam Nickols a él le habían golpeado en la cabeza con una botella
verde… ¿Recordaba algún camarero el incidente? No podía esperar mucho más que
miradas suspicaces o divertidas cuando se atrevía a formular una pregunta
semejante. Hacía más de un año de ese suceso. La mayoría de los camareros ni se
acordaban de Sam Nickols, y menos aún de Eddie Wanamaker, aunque de este último
se acordaban únicamente por una asociación con la publicidad que se dio al
asunto. ¿Y Paul Fenton? ¿Le conocía usted? En el Oasis, la respuesta fue
afirmativa. No sólo resultó conocido, sino que se recordaba también la noche de
la muerte de Sam Nickols.
-Pensé en ello al día siguiente, cuando leí el periódico -le
dijo a Eddie uno de los camareros-. Fenton vino la noche anterior… Bueno, más o
menos hacia las nueve o las nueve y media. Había poca gente. Nunca hay
demasiada cuando se celebra la reunión de los «Cien Hijos Predilectos»… hasta
las once y pico, en el momento en que algunos de ellos se pasan por aquí a
tomar una copa. Me sorprendió ver al señor Fenton a esa hora. Me dijo que
buscaba al señor Wanamaker.
Estaba bastante oscuro en el Oasis. Por eso Eddie no fue
reconocido. Y ese lugar tampoco era un garito para no bebedores.
-¿Estuvo el señor Wanamaker por aquí? -preguntó sin mostrar un
excesivo interés.
-Que yo sepa, no… Eso es lo que le dije a Fenton. Llegaron
varios de los hombres de negocios que conozco… Fenton, Nickols, el doctor
Huston… No sé, unos cuantos. Pero Wanamaker no era un bebedor. Eso es lo que se
declaró en el juicio. Dígame, ¿a qué vienen todas estas preguntas? ¿Se ha
escapado el señor Wanamaker de la cárcel?
-Lo está intentando -respondió Eddie.
Así que Paul estuvo buscando por todos aquellos lugares que
frecuentaría cualquier hombre bebido. En alguno de ellos se debían haber
encontrado, y seguramente allí se habría roto la botella verde.
Eddie siguió con su investigación a lo largo de todo el día. Por
la tarde, las calles se transformaron en unos corredores despoblados, y el
calor se tornó insoportable. Sólo los chiquillos que habían ido a la piscina
municipal, y un hombre en busca de su pasado, se atrevieron con el sol de
mediodía. El último pasó por Main Street. A veces, Paul abría la oficina los
domingos. Se detuvo ante la puerta; estaba cerrada. En el interior, el teléfono
no cesaba de sonar. Sin la llave, Eddie no pudo sino esperar a que dejara de
sonar.
El teléfono sonó seis veces antes de que el contestador
automático informara a Hilda de que no se esperaba al señor Fenton hasta las
ocho de la noche. Ella miró el reloj. Eran casi las cuatro. Su padre había
salido para atender un aviso, y aquello significaba que todavía tendría que
esperar sola unas cuatro horas, a no ser que a Eddie se le ocurriera volver. Y
seguro que no lo haría antes de la noche…
El ex convicto se tomó su primera cerveza a eso de las seis.
Había estado luchando contra la sed toda la tarde, pero, al llegar a un bar que
había en la esquina de la terminal de autobuses, perdió la esperanza. Ya no
quedaba otro sitio donde buscar, y nadie recordaba, ni lo intentaba al menos,
un incidente que había ocurrido un año antes y que sólo le importaba a un
hombre. Se bebió la cerveza tan deprisa que se le subió a la cabeza enseguida.
No había comido nada desde el desayuno y, a medida que el calorcillo del
alcohol se le metía en la sangre, le vino a la mente una idea muy curiosa.
Agudizó los sentidos y todos los detalles que no eran esenciales se
difuminaron. Entonces, pudo enfocar lo más importante. Recordó una escena: un
bar pequeño y oscuro. Con un vaso en la mano y una botella ante sí… ¡Una
botella marrón! Eddie pidió otra cerveza, y llenó su vaso con cuidado para que
la espuma no se derramara. En dos taburetes a su izquierda, una pareja de
pilotos de la base estaban bebiendo cerveza que procedía de unas botellas
verdes… ¡Verdes! Mientras él tomaba otro trago, su mente intentó poner algunos
datos en orden. Le habían pegado un botellazo en la cabeza, y la botella era
verde. Esto era importante… ¿no? Paul Fenton le odiaba por haberse casado con
Hilda… también debía tenerlo muy presente. Para Eddie la prueba definitiva del
odio que se le tenía llegó el día en que Paul Fenton echó por tierra sus
posibilidades de ser elegido presidente de los «Cien Hijos Predilectos».
El poder de abstracción de Eddie, en aquel instante notablemente
incrementado, le permitió ausentarse del bar y volver a la oficina de Paul.
Eran las tres y pocos minutos de la tarde del día de la muerte de Sam, y éste
acababa de salir de la oficina.
-No puedes dejar de contratar a Sam -Eddie había protestado-. Le
arruinarías.
-¡Si uno de los dos ha de ir a la ruina, no seré yo el primero!
-Pero sólo por una discusión… Nada más por haber perdido la
cabeza…
-No mi cabeza, Eddie… He perdido 20.000 dólares… una cantidad
que no se puede despreciar. Lo siento por Sam; reconoce que él se lo ha
buscado. Siempre ha querido tener unos cuantos contratos de más… Muy bien, ya
no son suyos. A partir de ahora, haré los negocios con George Carlson.
Paul era un hueso duro de roer. Incluso entonces, Eddie sospechó
alguna intención oculta.
-Supongo que te darás cuenta de lo que esto significa para mí.
-¿Qué tienes que ver en todo este asunto, Eddie? -preguntó Paul.
-La elección de esta noche. Sam iba a proponerme para la
presidencia anual de los «Cien Hijos Predilectos». ¿Qué crees que hará ahora?
A esa pregunta Paul nunca respondió…
El ex convicto apartó la vista de su cerveza. Los dos pilotos
seguían atacando el contenido de sus botellas verdes. Le entró un repentino
sentimiento de nostalgia. Los uniformes cambiaban pero los hombres que los
vestían siempre parecían estar más solos que los demás. Conocía ese
sentimiento, aunque había luchado contra él y había llegado casi a vencerlo.
Vino a Emerald City y se labró un porvenir… un porvenir que se echó a perder en
una noche. Y no había averiguado nada en todo un día de investigaciones. En
aquel momento ya había oscurecido. Los dos pilotos pagaron la cuenta y
regresaron a la parada del autobús; y oyó a lo lejos el ruido de unos motores y
el alboroto de la gente que llegaba en el último minuto para marcharse. Un niño
gritó:
-¡Papá, aquí está nuestro autobús! ¡Papá…!
Entonces, Eddie se incorporó con un estremecimiento. Había
ocasiones en las que algo que estaba ocurriendo parecía haber sucedido antes.
Un niño gritando, un par de botellas verdes en la barra… Para entonces ya
estaba fuera, en la acera. Como si se hallara en trance, siguió las huellas de
su memoria, cuyo rastro había perdido y estaba reencontrando. Hacía más de un
año, la noche de la elección del presidente de los «Cien Hijos Predilectos»,
había ido también al bar de la esquina de la terminal de autobuses. Y se tomó
las primeras dos cervezas que Hilda le había olido en el aliento. Quizá la
mente seguía un esquema fijo. Llegó a un callejón sin salida y de ahí volvió al
primer punto de referencia, del mismo modo que acababa de regresar al mismo
bar…
Ya se encontraba en la acera. Un niño había gritado, pero este
sonido sólo era significativo porque le había recordado aquel otro bien
distinto…
-¡Cuidado! ¡Tiene una navaja!
De repente, la escena le vino a la mente con claridad. Había
sido una pelea callejera entre dos bandas de adolescentes endurecidos por la
vida prematuramente. Recordó el resplandor de un metal, y cómo él se adelantó y
agarró fuertemente la muñeca que sujetaba la navaja, hasta que el jovencito la
soltó de dolor y la dejó caer al suelo. Entonces, Eddie volvió la cabeza justo
a tiempo de ver la botella verde que estaba a punto de estrellarse contra su
cráneo…
El recuerdo fue tan intenso que le dolió la cabeza; sentía
punzadas en el cerebro. Involuntariamente, se llevó la mano a la cabeza, y la
puso sobre la oreja izquierda. Ya sólo tocó el exagerado corte de pelo que le
habían hecho en la cárcel. Seguía encontrándose en la acera, ante la puerta del
bar de la esquina de la terminal de autobuses… Sí, pero no había ninguna
pandilla de gamberros armando follón, ni botellas verdes… Porque aquello había
ocurrido un año atrás, y ya sabía cómo había perdido la memoria el día en que
murió Sam, pero poco más. ¿Qué había sucedido después? Todavía se hallaba a
varias manzanas del lugar donde el doctor Huston dejó el Cadillac. Como en un
trance, volvió caminando adonde aparcó el Ford.
A las ocho en punto, Hilda telefoneó de nuevo a la oficina de
Paul. Esta vez recibió una contestación personal. No, aquél no había visto a
Eddie. Tampoco sabía nada de éste. Sí, había ido a hablar con la señora
Nickols. No, no podía irse todavía, le quedaban unas cartas por escribir. ¿Qué
podía hacerle Eddie si venía a la oficina? Hablarían, y luego Paul le mandaría
para casa.
-Pero si ha estado bebiendo -repuso Hilda-; ya sabes cómo se
pone con sólo un par de cervezas.
-Deja que sea yo el que se preocupe de eso -la tranquilizó
Paul-. Acabaré estas dos cartas y me iré. Me pasaré por tu casa y te ayudaré a
buscar a Eddie. No puede haber ido muy lejos.
Ella colgó el auricular y se sentó en silencio durante un rato.
Y este mismo silencio la atemorizó más y más a medida que se iba prolongando.
Cuando no pudo soportarlo, buscó en el armario algo con que abrigarse y salió a
la oscuridad. Fue caminando con paso rápido hacia Main Street…
Paul Fenton. Resultaba curioso que Eddie pudiese pensar sólo en
un nombre, y en el botellazo que había recibido en la cabeza un año antes. Era
como si el tiempo hubiera retrocedido y aquélla fuera la noche de la elección
del presidente de los «Cien Hijos Predilectos», cuando él no pudo acudir a la
cena, y no porque Paul Fenton se vengara de que le hubiera robado su chica, al
impedirle el honor de ser elegido presidente. Algo tiraba de él como un imán.
Paul Fenton. Eddie fue conduciendo hasta Main Street, y dobló
hacia la izquierda. Ya estaba representando un papel que había vivido antes. No
era tan tarde como el año anterior pero era domingo, por lo que las calles
también estaban desiertas y oscuras. Siguió llevando el Ford muy despacio,
hasta que divisó las luces de la oficina de Paul. Esperó en la curva, con las
manos apretando fuertemente el volante. Aunque no estaba seguro de lo que
quería hacer, se decidió en el momento en que vio apagarse las luces y su
enemigo salió a la calle. Le vio vacilar un segundo mientras echaba el cerrojo
a la puerta; luego, se dio la vuelta y salió caminando en dirección al
semáforo. Llevaba algo en las manos… unas cartas. Tendría que cruzar la calle
al final de la manzana para echarlas al buzón… Era tarde y los dos estaban
solos.
Eddie tenía el coche en marcha pero con las luces apagadas. Las
dejó así y salió de la curva. Paul había llegado a la esquina. Se detuvo antes
de cruzar la calle; de todos modos no vio el vehículo que se le echaba encima
sin los faros encendidos. El ex convicto sólo tenía que apretar el acelerador…
-¡Eddie, no! ¡Paul, cuidado!
Eddie oyó el grito de Hilda incluso antes de verla; y, cuando la
contempló no pudo hacer otra cosa que apretar el freno y darle gracias a Dios
por haber hecho que el Ford parase a tiempo. Ella había salido de la penumbra,
gritando y corriendo hasta meterse entre el coche y Paul; pero no fue el hecho
de descubrirla lo que puso fin a la búsqueda que el ex convicto había
emprendido para ordenar unos fragmentos de su memoria… ¡Recordó toda la verdad!
Algo que le obligó a apoyarse contra el respaldo, temblando. Y, entonces, supo
lo que había ocurrido hacía un año…
Paul abrió la oficina, y Hilda le ayudó a sentar a Eddie en una
silla. No estaba herido; tampoco borracho; pero en todos los días de su vida
nunca había sentido tanto pánico. Jamás se había considerado un cobarde ni
tenía miedo a un enemigo «exterior»; pero la verdad que llevaba dentro le
aterrorizó… Miró a Hilda.
-Tú lo sabías todo, ¿no? -preguntó.
-Intenté convencerte para que lo olvidaras -respondió ella.
-Pero tú sabías que yo había asesinado a Sam Nickols.
-No, Eddie. No fue un asesinato.
-Sí, Hilda. ¡Asesinato con toda la crudeza de la
palabra!-insistió Eddie-. Lo he recordado hace unos pocos minutos. Yo venía por
Main Street. La calle estaba oscura y desierta; y entonces vi a alguien salir
de la oficina, igual que esta noche. Creí que era Paul. Quería matarle.
-Eddie…
-¡Quería matarle!-repitió Eddie-. Entonces vi el coche de tu
padre aparcado en la curva y me acordé de dónde guardaba una llave. Atropellé a
Sam deliberadamente… No fue un accidente. Quería matar a Paul…
Eddie se volvió y miró a su enemigo de siempre. Lo mismo hizo
Hilda, pues aquél sabía la verdad. Debió haber visto el accidente desde la
oficina; pero guardó el secreto durante todo el tiempo. ¿Por qué? ¿Acaso para
perdonarle? ¿O fue porque odiaba a Eddie Wanamaker y se dio cuenta de que este
sentimiento acababa de destruir a Sam Nickols? Detrás de Paul, el nuevo nombre
en el letrero era como un chiste. Socios. Sí, desde luego que lo eran.
Quedaba una cosa más que Eddie quería saber.
-¿Por qué vino Sam aquí la noche en que murió? -preguntó.
-Por lo mismo que yo. Te estaba buscando -dijo Paul.
-¿A mí? ¿Para qué?
No por la misma causa que Paul… Tampoco porque Hilda se lo
hubiese pedido. Sólo podía haber un motivo por el cual Sam le quería ver; y
Eddie lo adivinó antes de que Paul se lo dijera:
-Sam no permitió que mi decisión de dejar de contratarle te
afectara a ti. Cuando yo salí de la reunión, te propuso para presidente. Pasó
por aquí para comunicarte que habías sido elegido presidente de los «Cien Hijos
Predilectos» de Emerald City.
FIN