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lunes, 5 de febrero de 2024

RECORDANDO Helen Nielsen

 


Cuando las puertas de la prisión se cerraron tras el paso de Eddie Wanamaker, él sabía que Hilda estaría esperándole. Ella no había dejado de acudir ninguno de los días de visita a lo largo del año de cárcel al que él había sido condenado por homicidio involuntario, lo que en el caso de Eddie no significaba sino una terminología legal para definir el hecho de haber matado a un hombre con un automóvil, aunque él no se acordaba de que lo iba conduciendo; es más, estaba seguro de que esa noche se hallaba en otra parte.

-Cariño…

El abrazo de Hilda, y sus besos, le hicieron olvidar toda la amargura. Fue aquél un momento maravilloso. Por primera vez en un año el sueño de la caricia se hacía realidad, parecía como si nada hubiera sucedido.

Sin embargo, claro que había ocurrido. En cuanto acabó el contacto amoroso, el recuerdo amargo le vino a la memoria. Luego, se metió en el Ford, junto a Hilda.

-Tengo todo nuestro equipo de camping y tus aparejos de pesca en el portaequipajes -dijo ella-. La temporada de la trucha se abrió en Indian George la semana pasada.

-Prefiero ir a casa -dijo Eddie.

-Pero las truchas…

-Quiero empezar enseguida. He tenido todo un año para darle vueltas al asunto. Ahora mismo voy a ponerme manos a la obra.

Hilda estaba guapísima. Llevaba seis años casada con Eddie Wanamaker, y todavía parecía sacada de una fotografía del anuario del colegio de Emerald City. Era de tez blanca pero, como le gustaba conducir con la capota del Ford quitada, tenía la piel morena por el sol. Sus ojos eran grises, y la barbilla era clavada a la del abuelo en el retrato que el doctor Huston tenía colgado en su despacho. Sí, el mismo lugar donde le había pretendido la primera vez. Pero ahora ella tenía miedo, y él había salido de la cárcel dispuesto a hacérselo pasar mucho peor.

-Por favor, cariño, todo ha acabado. Déjalo estar.

-He pasado un año en la cárcel -recordó Eddie.

-Pero nadie te echa la culpa de lo que pasó. Papá no lo hace, y Paul te está esperando para que vuelvas a trabajar con él. Por favor, intenta olvidar.

-¡Olvidar!-repitió el ex convicto con amargura-. Me llamo Eddie Wanamaker. Era un buen nombre hasta hace poco más de un año. No descansaré hasta recuperar mi prestigio.

La miró, creyendo que esta acción le devolvería la calma; pero sólo encontró temor en sus ojos. De repente, se dio cuenta de lo que no se había atrevido a pensar durante todo aquel año largo y frío.

-Tú estás convencida de que yo conducía aquel coche. ¡Jamás me has creído! -musitó con voz dolida.

Ella no negó nada. El año se interponía entre ellos como un muro invisible; y sólo había un modo de echarlo abajo.

-¡Vámonos! -ordenó él-. Si salimos ahora, puede que lleguemos a casa cuando empiece a oscurecer.

Emerald City había sido en tiempos una ciudad de polvo y de adobe, y por entonces el sol y el viento conspiraban para llenarla de una desolación casi infernal, hasta que el Ejército del Aire decidió que era un lugar ideal para una base. La instalación militar, que en un principio fue de entrenamiento, se llenó un día de misiles; y el adobe floreció en una ciudad que contaba en aquellos momentos con más de 20.000 habitantes, en su mayoría de menos de treinta y cinco años, que se reproducían con rapidez.

Hacía siete años, cuando todavía la población seguía creciendo a un buen ritmo, Eddie había bajado del autobús en la terminal de la ciudad, con poco más que la chaqueta de cuero de las Fuerzas Aéreas y sus pantalones. Llevaba el pelo de un tono cobre rojizo, iba bien afeitado, y estaba solo en el mundo. También lucía en el hombro una distinción por alguna batalla luchada con valor en la guerra de Corea del Norte; y guardaba en su bolsillo una suma estimable por su licencia. Había venido a Emerald City por dos razones: la primera, porque no tenía ningún sitio adonde ir; la segunda, porque un día, dos años antes, se había torcido el tobillo en Main Street y, en el despacho del doctor Huston, le había curado la muchacha más adorable que jamás había visto en toda su vida. Por entonces Eddie era más bien tímido; pero el uniforme, la torcedura, y las dos cervezas que se había tomado antes de la caída le concedieron el coraje suficiente. Le pidió una cita a la enfermera para esa misma noche. Tres días después le dijo que se casara con él.

-Cuando yo acabe el bachiller -replicó Hilda-, y tú acabes el servicio militar. Entonces, vuelve y búscame.

Dos años después, Eddie regresó. Ya no necesitó la ayuda de una cerveza para fortalecer su ánimo, y la idea le hubiese parecido un poco absurda. Pero él había estado buscando un hogar desde que a los doce años se escapara de un orfanato. Además, Hilda y Emerald City suponían los sueños que había estado cultivando durante toda la guerra de Corea.

La encontró en la sala de recepción de la clínica del doctor Huston; pero no estaba sola. Un apuesto joven, que tendría unos diez años más que Eddie, se encontraba hablando con ella utilizando unos modos que de ninguna manera resultaban profesionales. El ex militar se echó atrás pero, entonces, tuvo lugar el primer milagro de su vida. Hilda apartó la vista de aquel joven, lo vio a él y, al reconocerlo, sonrió.

-¡Es Eddie! ¡Eddie Wanamaker!-exclamó-, ¡Has vuelto!

A lo largo de todo el camino desde la estación de autobuses, él había estado ensayando un discurso agudo y brillante. En aquel momento lo soltó:

-Hola.

-Paul… Éste es Eddie Wanamaker.

Paul se apellidaba Fenton, y abandonó su postura informal para estrecharle la mano con fuerza. Siguieron los saludos típicos que se dan al extraño que regresa; y, luego, las preguntas: ¿Cuánto tiempo pensaba quedarse? ¿Qué planes tenía? Entretanto, Eddie no apartaba los ojos de Hilda a la vez que contestaba. Le gustaría quedarse si encontraba un trabajo. No tenía ni idea de lo que podía hacer, aparte de disparar una ametralladora. De pronto, Paul le enseñó una insignia de una guerra anterior, y le ofreció un trabajo de representante en su compañía.

-Sólo es necesario saber conducir y tener personalidad -explicó-. El producto se vende solo.

-¿Qué producto? -preguntó Eddie.

-Emerald City -dijo Paul-. Ten mi tarjeta. La oficina está en esta misma calle. Pásate mañana y hablaremos de los detalles. Y, respecto a ti, jovencita -miró a Hilda de un modo que puso a Eddie celoso-, pasaré a recogerte a las siete y media. No llegues tarde. Bastante nervioso estaré.

En el acto, salió de la clínica apresuradamente. Con el tiempo, Eddie se daría cuenta de que aquél siempre tenía prisa, pero de momento no se atrevió a preguntar el motivo. Había una cita en particular que ponía nervioso a cualquier hombre. Ahora bien, ¿se casaba la gente a las siete y media?

-Es la reunión de «Los Cien Hijos Predilectos» -explicó Hilda-, los hombres más importantes, en el mundo profesional y en el de los negocios, de Emerald City. Tienen su cena anual por la noche. Papá ha sido presidente este año. Y hoy nombran a Paul.

La alta sociedad. De repente, Eddie se sintió incómodo en su vieja chaqueta de las Fuerzas Aéreas.

-Bueno, supongo que me daré una vuelta para echar un vistazo al lugar -se le ocurrió-. Ya sabes cómo son las cosas. Recuerdas una ciudad y te crees que es maravillosa; y, luego, vuelves y se ha convertido en otro lugar. Quizá no me quede, después de todo.

Y    entonces ocurrió el segundo milagro en la vida de Eddie.

-¡No quiero que te vayas! -exclamó Hilda.

Aquella noche Eddie dio un paseo por unas calles tan oscuras y solitarias como las de tantas ciudades, aunque algo las había transformado en las más hermosas.

-¡No te vayas!

-Muy bien -había contestado él en voz alta-. Me quedo. ¿Oyes eso, Emerald City? ¡Me llamo Eddie Wanamaker, y voy a vivir en este lugar!

Sin embargo, los recuerdos ya tenían siete años…

De regreso a la ciudad, Hilda se metió por Main Street muy lentamente. Era tarde y todas las tiendas permanecían cerradas, pero ella se dirigió directamente hasta la oficina de Paul y disminuyó la velocidad para que Eddie pudiera ver el nuevo cartel: Fenton y Wanamaker, Compañía de Desarrollo de Terrenos.

Fenton y Wanamaker. Un año antes, Eddie hubiese obligado a Hilda a que parase el coche para así bajar y empezar a dar apretones de manos en la acera. Sin embargo, en aquel momento, el hecho de ver su nombre en el letrero sólo engordó las sospechas que había estado alimentando durante un año en una celda con barrotes de hierro en las ventanas.

«Es así como él tranquiliza su conciencia?» -pensó Eddie.

En cambio, dijo en voz alta:

-De acuerdo, ya lo he visto. Vamos a casa.

Sam Nickols había muerto en el acto. Aquello fue algo que todo el mundo agradeció… incluso su esposa y sus dos hijos. El pesado parachoques del Cadillac del doctor Huston, a una velocidad estimada en unos noventa y cinco kilómetros por hora, lanzó a Sam a unos siete metros de distancia, estrellándolo de cabeza contra una boca de riego que había en la esquina de Main Street y Joshua. Seis manzanas más abajo, en la misma Main Street, el vehículo agresor se estrelló contra una farola.

Y fue en aquel lugar donde, demasiado bebido para saber cómo había ido a parar allí, la policía había encontrado a Eddie echado contra el volante. Estaba aturdido; pero en el hospital en el que se le ingresó con carácter de urgencia sólo le encontraron una herida, de origen desconocido, encima de la oreja izquierda. Y un enfermero le extrajo un fragmento de cristal verde, que luego se averiguó que pertenecía a una botella. Su abogado habló mucho acerca de esta botella en el juicio. Eddie Wanamaker no aguantaba la bebida… todos los que le conocían podían atestiguarlo. Sin embargo, él había estado bebiendo; se detectó en las pruebas, tanto en el aliento como en la sangre, ya que se le hicieron inmediatamente después de arrestarle. Dónde pudo consumir el alcohol era algo que nadie podía explicarse. El abogado de Eddie aseguraba que, dondequiera que fuese, se habría producido alguna escena violenta.

Aquél fue el eje en torno al cual se articuló la defensa. Un ciudadano de reconocido prestigio en la comunidad… era impensable que se hubiera apoderado del automóvil de su suegro de un modo subrepticio, sacando el duplicado de la llave de contacto del parachoques trasero, donde él sabía que se guardaba, cuando le bastaba pedirla abiertamente.

Se trataba de un hombre herido, que conducía un coche… Eso era lo que había pasado. Una persona aturdida… no la vieja historia del borracho irresponsable. El jurado escuchó todo aquello, y lo creyó hasta el punto de dictar una sentencia leve; pero Eddie jamás consiguió recordar la escena violenta, o cuándo se introdujo en el auto del doctor Huston, y ni siquiera en qué momento atropelló a Sam Nickols. Y a él le parecía que incluso un hombre que estuviera completamente borracho debía acordarse de cosas tan importantes.

El día siguiente al regreso de Eddie a Emerald City era domingo. Como se sentía exhausta después del largo viaje, Hilda durmió hasta muy tarde; pero Eddie tenía cosas que hacer. Sam Nickols vivía en una de las casas construidas antes de la guerra, en East Fourth Street. Probablemente estaba pagada, ya que había sido el único contratista de fontanería de la ciudad hasta hacía cinco años. A su viuda, que había quedado con dos hijos, no podía haberla dejado sin nada de dinero. Pero sólo para asegurarse de que no iría a encontrarse con unos desconocidos, Eddie consultó la guía telefónica y averiguó, para su sorpresa, que la señora Nickols vivía en Mustang Road. Esto formaba parte de la sección del «Panorama del Desierto», una urbanización que todavía era un proyecto de Paul cuando Sam encontró la muerte. Eddie dejó a Hilda durmiendo y sacó el coche del garaje.

El «Panorama del Desierto» había desbordado ampliamente el proyecto de Paul. Mustang Road se hallaba atiborrada de construcciones; los alrededores se veían en distintos estados de construcción. El ex convicto aparcó el Ford enfrente de la casa de la señora Nickols. Era uno de los edificios más ricos, y estaba situado en una esquina. Cuando se hallaba a punto de llegar a la puerta, oyó voces que venían de la parte de atrás. Se acercó a un lateral y vio a los hijos de los Nickols, que subían a un autobús que les aguardaba allí mismo. Esperó a que se alejaran y, al darse la vuelta, comprobó que la viuda le estaba observando.

-Señora Nickols -dijo-, tanto usted como sus hijos tienen un aspecto magnífico.

-Vamos tirando -se justificó ella-. Salimos del paso.

Eddie miró a su alrededor. Era una buena casa. Todas las que se alzaban en la zona del «Panorama del Desierto» eran aún más grandes que las de la «Vista de la Montaña». Parecía que la señora Nickols estaba sacando a su familia adelante.

-Llegué aquí anoche -expuso Eddie-, Decidí coger el coche y echar un vistazo a esta área, para ver cómo iba el negocio por aquí.

Ella no era ninguna estúpida. Sabía que no obedecía a la casualidad el hecho de que él hubiese venido hasta su casa.

-Señora Nickols, ya sé que probablemente no le guste hablar de lo sucedido; pero hay algo que quiero saber. ¿Vio usted a Sam…? Quiero decir… si habló con él… en algún momento, hacia las tres de la tarde, el mismo día en que murió.

La viuda no se esperaba la pregunta. Pareció aturdida.

-¿Las tres? Por supuesto. Vi a mi marido durante la cena.

-¿Y le pasaba algo?

-¿A qué se refiere?

-¿Estaba disgustado? ¿Parecía preocupado o enfadado por alguna razón?

-No recuerdo… -comenzó, y luego sus ojos brillaron-, Claro que estaba algo nervioso. Era la noche de la elección de miembros para «Los Cien Hijos Predilectos»… pero eso no se lo tengo que decir a usted. Lo sabe perfectamente. Sam siempre se mostraba tenso cuando tenía que pronunciar algún discurso. Yo me sentía tan contenta de que hubiera llegado el fin de su presidencia…

-Sí -reflexionó Eddie-. Eso podía explicar ciertas cosas.

-Perdone, señor Wanamaker.

El ex convicto no se explicó. En lugar de eso, formuló otra pregunta:

-Entonces, ¿no dijo esa tarde nada sobre una discusión que había tenido con Paul?

-¿Una discusión con el señor Fenton? ¿Por qué iba a…? No…

-¿Acaso mencionó que habían aparecido algunas dificultades con los contratos de la «Vista de la Montaña»?

-No recuerdo nada de eso. Sam y Paul Fenton habían hecho negocios juntos durante más de diez años. ¡Pero si mi marido instaló las cañerías en la primera casa que Paul construyó en Emerald City! Y eso fue mucho antes de que usted llegase aquí, señor Wanamaker. Se enfrentaban a algunos problemas, como es lógico. Todos los hombres de negocios los tienen. Y es verdad que sufrían algún conflicto laboral…

-Lo sé, lo sé -dijo Eddie-; pero el caso es que el trabajo de Sam salió por más de lo que se había presupuestado en las obras de la «Vista de la Montaña». Unos veinte mil dólares más de lo previsto.

-¿Veinte mil dólares?

-Parte de ellos se debían a problemas laborales; pero para Paul el principal motivo era el que Sam se ocupaba de más trabajos de los que su empresa podía llevar adelante. ¡Y los dos se enfrentaron en una discusión la misma tarde en que su marido murió!

La señora Nickols se puso pálida.

-No le creo, señor Wanamaker; ¡me niego a creer lo que acabo de oírle!

-Me crea o no, es la verdad -insistió Eddie-. Yo entré en medio de la discusión. Cuando Sam se marchó, Paul me dijo que había terminado con él y que a partir de entonces se proponía contratar a George Carlson.

-¿Que había terminado con Sam?

-Eso es lo que dijo Paul. Traté de convencerle de lo contrario. Sabía que eso arruinaría a Sam; pero él me respondió: «Si uno de los dos ha de arruinarse, no .quiero ser yo el primero».

-Señor Wanamaker -le interrumpió la viuda-, ¿por qué me está usted contando todo esto?

Eddie frunció el ceño.

-Hay algo que me ha venido preocupando durante más de un año. ¿Mencionó Sam el motivo por el que se encontraba en Main Street, a sólo unas pocas manzanas de la oficina de Paul, la noche de su muerte?

-Había ido a una reunión de los «Cien Hijos Predilectos» -contestó.

-Sí, pero ellos se reunían en el Community Hall, en Memorial Park, a ocho manzanas de allí.

-A Sam le gustaba caminar…

-Pero su casa estaba en Fourth Street, en sentido contrario -recordó Eddie.

-Claro que si había ido a ver a Paul Fenton… -Se detuvo en aquel punto, preocupada por sus propias palabras-. No. Eso carece de sentido. El señor Fenton también estaba en la reunión. ¡Ay, no lo sé! Deje de añadir leña al fuego, señor Wanamaker. Todo este tiempo he intentado no guardarle rencor. No lo estropee. No me venga con sus historias. Déjenos en paz, a mí y a mis hijos. Y haga el favor de olvidar todo aquello: se ayudaría a sí mismo y a los demás.

-Lo siento -dijo Eddie-, Quizá no debería haber venido.

-Quizá no… sobre todo si cree que puede sembrar cizaña entre Paul Fenton y yo. Él es un buen hombre, señor Wanamaker. ¡Espero que aprecie todo lo que ha hecho por usted! Al menos yo le agradezco lo que he recibido de él.

Eddie ya se había dado la vuelta para irse. Se detuvo y miró hacia atrás.

-¿Qué ha recibido de Paul?

-Bastantes cosas para los niños y para mí. Puede que lo que usted ha dicho de que Sam se salió del presupuesto fuera cierto. Se enfrentaba a un montón de dificultades laborales y perdió bastante dinero con esos contratos. No quedó mucho, después de pagar todas las deudas. Pero el señor Fenton dijo que los niños se merecían una casa decente. Y él nos dio ésta, señor Wanamaker, con la escritura y todo, ¡simplemente por los viejos tiempos!

Ella había querido impresionarle, y lo consiguió. La casa valía por lo menos 25.000 dólares. Paul había sido generoso. Desde el porche podía verse una hilera de nuevas edificaciones. Eddie las miró hasta que vio las chimeneas y las cañerías.

-Señora Nickols -dijo-, no puedo leer el cartel desde aquí. ¿Puede decirme quién está montando toda la fontanería en las construcciones de Paul?

Ella dudó unos minutos.

-¿No lo sabe?

-Sí -dijo en voz baja-, claro que lo sé. George Carlson.

Un nombre en un letrero y un nombre en una escritura… Dos magnánimos gestos por parte de Paul Fenton. Eddie dejó a la viuda de Sam Nickols y volvió a Main Street. Los domingos por la mañana sólo salían las gentes que iban a misa y los niños que se dirigían a la piscina municipal. La ciudad tenía un buen aspecto a la luz del día… Era su ciudad. Dejó atrás el Memorial Hall. En su interior, él lo sabía, en una de las paredes había una placa con los nombres grabados de todos los presidentes de los «Cien Hijos Predilectos». El nombre del doctor Huston estaba allí; el de Paul Fenton también; y el de Sam Nickols; y después de éste…

Una noche, hacía poco más o menos un año de aquello, Eddie llegó a casa borracho de alegría. Encontró a Hilda en la cocina, la estrechó entre sus brazos y le dio un beso que la dejó sin aliento.

-Eddie, ¿qué pasa?

-¡Te quiero! -exclamó él.

-Sí, ya lo sé; pero no lo demuestres con tanto entusiasmo. ¿Has estado tomando vitaminas?

Y entonces le contó lo de su almuerzo con Sam Nickols, presidente de los «Cien Hijos Predilectos», y lo de la elección que iba a tener lugar al cabo de seis semanas. Porque de repente Eddie se había vuelto muy importante, ya que Sam iba a proponer su nombre para la nominación a presidente. Hilda sonrió y le dijo lo orgullosa que estaba de él; pero no sabía hasta qué punto era importante para quien había hecho una promesa a la ciudad de quedarse y labrarse un nombre…

Eddie siguió Main Street abajo. Una o dos veces se encontró con una cara familiar y pasó de largo. No quería enfrentarse a sus amigos hasta que hubiera acabado con lo que debía hacer. Cruzó por delante de la oficina de Paul, que tenía un nombre nuevo, cargado de significado, en la puerta. Muy pronto llegó a la clínica del doctor Huston. Frenó y se quedó mirándola un rato. Había algo que no cuadraba. Una pieza grande se había perdido en aquella fatídica noche, porque es posible deshacer las cosas más grandes, y esconder sus fragmentos uno por uno.

Fue a casa. El Cadillac del doctor Huston estaba aparcado en la puerta. Eddie entró y le encontró en la cocina, tomando café con su hija. Hilda le miró ansiosamente.

-Eddie… ¿Dónde has estado? -preguntó-. Me he preocupado cuando me desperté y vi que te habías ido. Llamé a papá para ver si estabas con él. Como no te había visto, vino aquí.

-Me fui hasta el «Panorama del Desierto» para comprobar cómo marchaba todo por allí.

-¿El «Panorama del Desierto»?

Los dos parecían muy interesados.

-La viuda de Sam Nickols vive ahí ahora -añadió Eddie-. Tiene una casa magnífica, que hace esquina… Paul se la regaló, con escritura y todo.

No era una primicia para Hilda ni para su padre.

-Bueno, fue casi casi un regalo -admitió el doctor Huston-. Supongo que a la viuda de Sam le parecerá algo caído del cielo pero, de hecho, supuso un negocio. La casa de Sam, que Paul obtuvo a cambio, no vale gran cosa en estos momentos. Pero si la zona comercial se desarrolla en aquella dirección, seguro que recuperará su dinero.

-¿Qué estás diciendo?-sonrió Eddie-. ¡Triplicará lo invertido! Así es como Paul trabaja, pues él nunca regala nada.

-Vaya una forma de hablar de Paul -saltó Hilda-. Piensa en todo lo que ha hecho por ti, Eddie. Te consiguió un abogado para el juicio; ha estado luchando por obtener tu libertad bajo palabra, y se ha esforzado lo indecible por ayudarte desde el principio…

Para Hilda aquel «principio» empezó la noche en que murió Sam Nickols. Eddie retrocedió aún más en el tiempo: seis años, cuando había sentido la suficiente confianza en sí mismo como para pedir a la bella enfermera que se casara con él. Ella puso la fecha: para Navidades, con Santa Claus y los ciervos y el trineo. Al día siguiente, le dio la noticia a Paul. Y éste dijo lo que se acostumbraba en estos casos, pero las palabras no concordaban con la expresión. Eddie significaba el intruso que le había robado su chica… Eso es lo que su gesto dejaba bien a las claras…

La voz del doctor Huston lo devolvió al presente.

-Hilda está preocupada, Eddie. Teme que te vayas a meter en algún lío. Déjalo estar, hazme caso. Paul te nombró su socio como prueba de su lealtad… Y quizá no saque ni un centavo de la propiedad de Fourth Street. Sólo pretendía alejar a la señora Nickols de un lugar que le traía penosos recuerdos. Paul y Sam trabajaron juntos durante años. Ya sabes que este último instaló las cañerías en la primera casa que Paul construyó, y no le cobró un centavo hasta que se vendió y se recibió el dinero.

-Y eso le concedía a Sam ciertos derechos sobre Paul, ¿o no?

-¿Derechos?

-Sí. Me refiero a la imposibilidad de Paul de dejar de contratar con la empresa de Sam… Quizá se tratara de más de una casa. Puede que el difunto tuviera a Paul en el bolsillo.

-¡Eddie, calla, por el amor de Dios! -suplicó Hilda-, ¿No ves lo que quiere hacer, papá? Todavía sigue obsesionado con la idea de limpiar su nombre. ¡Dile que lo olvide, por favor, aunque sólo sea por…!

-¿Limpiar su nombre?

-Yo no me acuerdo de haber atropellado a Sam -insistió el ex convicto-. Y existen ciertos agujeros que no encajan en la historia. Por ejemplo, se dijo en el juicio que yo le había robado a usted el coche, doctor Huston, haciendo uso de la llave que guardaba en el parachoques trasero. Pero, si hice tal cosa, y es algo de lo mucho que no recuerdo, ¿dónde sucedió? ¿En qué lugar estaba aparcado el Cadillac?

-En el Memorial Hall -apuntó Hilda-, Era la noche de la elección de los «Cien Hijos Predilectos».

-No, tú sabes que la verdad es muy distinta. ¿Dónde estaba aparcado, señor Huston?

-En Main Street -contestó.

-¿En Main Street? ¿Por qué, doctor?

-Porque yo estaba preocupada -intervino Hilda-, Tú viniste temprano a casa aquella noche. Eso no me importó… Sabía que estabas muy nervioso por lo de la elección; pero bebiste más de la cuenta; y eso sí que me intranquilizó. Habías tomado mucho alcohol. Tenías una botella…

-¿Una botella?-preguntó Eddie-. ¿Acaso era verde?

-No sé de qué color podía ser. Creo que de whisky… una pequeña. No me quisiste dirigir la palabra. Sólo me dijiste que todo había terminado.

-¿A qué me refería al hablarte así?

-No lo sé. Intenté meterte en la ducha y vestirte para la reunión; y, luego, te fuiste otra vez. No utilizaste nuestro coche; preferiste ir a pie. Creí que caminar te sentaría bien, que te despejaría, con lo que olvidarías tus preocupaciones, y pronto regresarías a casa. Pero no lo hiciste. La reunión en el Memorial Hall comenzó a las ocho. Eran cerca de las ocho y media cuando llamé a Paul, que se encontraba allí.

-¿Por qué precisamente a Paul? -preguntó Eddie.

-Yo puedo constatar esa llamada -dijo el doctor-. Estaba en el hall cuando mi hija llamó. Paul volvió del teléfono y me dijo que tenía que ausentarse un rato. Me preguntó si podía usar mi coche, porque las baterías del suyo estaban descargadas. Le di mis llaves…

-Entonces fue Paul el que utilizó el Cadillac -saltó Eddie.

-Te estaba buscando -explicó Hilda-. Vino aquí primero y, después, salió a localizarte. Yo quise acompañarle pero él pensó que sería mejor que alguien se quedara en casa por si tú volvías. Te buscó por todos los bares de la ciudad y, por último, regresó a la oficina. Dejó el coche fuera.

-¿Por qué nadie habló de todo esto en el juicio? -preguntó Eddie.

-Debido a que tu abogado quería que todos asumieran lo que era obvio: que tú habías ido a la reunión en el Memorial, y que por eso utilizaste mi coche -intervino el doctor Huston-. Ésta era la clave de tu defensa. Si se hubiera sabido que estuviste bebiendo antes de salir de casa aquella noche, no te habrían dictado una sentencia tan favorable. De eso puedes estar bien seguro.

-¿Así opina Paul?

-Me parece lo más lógico, ¿no?

-Lógico… -Eddie parecía divertido-. Sí, lo mires por donde lo mires, es lo más lógico. -Su semblante se endureció, y caminó en dirección a la puerta-: Gracias. Si hubiera sabido eso hace un año…

-Eddie -le llamó Hilda-, ¿adónde vas?

-A buscar una botella -contestó él-, ¡Una botella verde!

Después, salió de allí dando un portazo. Hilda hizo un movimiento como para seguirle pero su padre la detuvo.

-Deja que se vaya -aconsejó-. Permite que él mismo salga de este embrollo. Luego, volverá.

-Pero va a beber…

Ella se soltó de la mano de su padre y se fue a un rincón. Telefoneó a Paul… quien se sorprendió al saber que no estaba en compañía de Eddie, hundidos en el agua hasta las rodillas y pescando truchas.

-El muy idiota insistió en volver a casa directamente -explicó ella-. Se le ha metido en la cabeza averiguar lo que pasó la noche en que Sam murió. Ha ido a ver a la señora Nickols, y papá le ha dicho que fuiste tú quien utilizó el Cadillac.

Paul meditó un momento y respondió con ánimo de tranquilizarla:

-No te preocupes. Hablaremos mañana. Tengo que enseñar una casa a un cliente esta tarde, y por la noche iré a la oficina a terminar un trabajo atrasado.

-No. ¡Olvídate esta noche de ir a la oficina!

-¿Por qué?

-No vayas, Paul. ¡Por favor! Tengo miedo. ¿Y si Eddie recuerda…?

Había diecisiete bares en Emerald City, desde el nuevo en el Motel Oasis Motor, que era de muy alto copete, hasta los tugurios del barrio mejicano, pasando por el tranquilo local «del viajero». Eddie fue a verlos todos. Primero, sólo entró a preguntar, en alguno de ellos, sobre si la noche en que murió Sam Nickols a él le habían golpeado en la cabeza con una botella verde… ¿Recordaba algún camarero el incidente? No podía esperar mucho más que miradas suspicaces o divertidas cuando se atrevía a formular una pregunta semejante. Hacía más de un año de ese suceso. La mayoría de los camareros ni se acordaban de Sam Nickols, y menos aún de Eddie Wanamaker, aunque de este último se acordaban únicamente por una asociación con la publicidad que se dio al asunto. ¿Y Paul Fenton? ¿Le conocía usted? En el Oasis, la respuesta fue afirmativa. No sólo resultó conocido, sino que se recordaba también la noche de la muerte de Sam Nickols.

-Pensé en ello al día siguiente, cuando leí el periódico -le dijo a Eddie uno de los camareros-. Fenton vino la noche anterior… Bueno, más o menos hacia las nueve o las nueve y media. Había poca gente. Nunca hay demasiada cuando se celebra la reunión de los «Cien Hijos Predilectos»… hasta las once y pico, en el momento en que algunos de ellos se pasan por aquí a tomar una copa. Me sorprendió ver al señor Fenton a esa hora. Me dijo que buscaba al señor Wanamaker.

Estaba bastante oscuro en el Oasis. Por eso Eddie no fue reconocido. Y ese lugar tampoco era un garito para no bebedores.

-¿Estuvo el señor Wanamaker por aquí? -preguntó sin mostrar un excesivo interés.

-Que yo sepa, no… Eso es lo que le dije a Fenton. Llegaron varios de los hombres de negocios que conozco… Fenton, Nickols, el doctor Huston… No sé, unos cuantos. Pero Wanamaker no era un bebedor. Eso es lo que se declaró en el juicio. Dígame, ¿a qué vienen todas estas preguntas? ¿Se ha escapado el señor Wanamaker de la cárcel?

-Lo está intentando -respondió Eddie.

Así que Paul estuvo buscando por todos aquellos lugares que frecuentaría cualquier hombre bebido. En alguno de ellos se debían haber encontrado, y seguramente allí se habría roto la botella verde.

Eddie siguió con su investigación a lo largo de todo el día. Por la tarde, las calles se transformaron en unos corredores despoblados, y el calor se tornó insoportable. Sólo los chiquillos que habían ido a la piscina municipal, y un hombre en busca de su pasado, se atrevieron con el sol de mediodía. El último pasó por Main Street. A veces, Paul abría la oficina los domingos. Se detuvo ante la puerta; estaba cerrada. En el interior, el teléfono no cesaba de sonar. Sin la llave, Eddie no pudo sino esperar a que dejara de sonar.

El teléfono sonó seis veces antes de que el contestador automático informara a Hilda de que no se esperaba al señor Fenton hasta las ocho de la noche. Ella miró el reloj. Eran casi las cuatro. Su padre había salido para atender un aviso, y aquello significaba que todavía tendría que esperar sola unas cuatro horas, a no ser que a Eddie se le ocurriera volver. Y seguro que no lo haría antes de la noche…

El ex convicto se tomó su primera cerveza a eso de las seis. Había estado luchando contra la sed toda la tarde, pero, al llegar a un bar que había en la esquina de la terminal de autobuses, perdió la esperanza. Ya no quedaba otro sitio donde buscar, y nadie recordaba, ni lo intentaba al menos, un incidente que había ocurrido un año antes y que sólo le importaba a un hombre. Se bebió la cerveza tan deprisa que se le subió a la cabeza enseguida. No había comido nada desde el desayuno y, a medida que el calorcillo del alcohol se le metía en la sangre, le vino a la mente una idea muy curiosa. Agudizó los sentidos y todos los detalles que no eran esenciales se difuminaron. Entonces, pudo enfocar lo más importante. Recordó una escena: un bar pequeño y oscuro. Con un vaso en la mano y una botella ante sí… ¡Una botella marrón! Eddie pidió otra cerveza, y llenó su vaso con cuidado para que la espuma no se derramara. En dos taburetes a su izquierda, una pareja de pilotos de la base estaban bebiendo cerveza que procedía de unas botellas verdes… ¡Verdes! Mientras él tomaba otro trago, su mente intentó poner algunos datos en orden. Le habían pegado un botellazo en la cabeza, y la botella era verde. Esto era importante… ¿no? Paul Fenton le odiaba por haberse casado con Hilda… también debía tenerlo muy presente. Para Eddie la prueba definitiva del odio que se le tenía llegó el día en que Paul Fenton echó por tierra sus posibilidades de ser elegido presidente de los «Cien Hijos Predilectos».

El poder de abstracción de Eddie, en aquel instante notablemente incrementado, le permitió ausentarse del bar y volver a la oficina de Paul. Eran las tres y pocos minutos de la tarde del día de la muerte de Sam, y éste acababa de salir de la oficina.

-No puedes dejar de contratar a Sam -Eddie había protestado-. Le arruinarías.

-¡Si uno de los dos ha de ir a la ruina, no seré yo el primero!

-Pero sólo por una discusión… Nada más por haber perdido la cabeza…

-No mi cabeza, Eddie… He perdido 20.000 dólares… una cantidad que no se puede despreciar. Lo siento por Sam; reconoce que él se lo ha buscado. Siempre ha querido tener unos cuantos contratos de más… Muy bien, ya no son suyos. A partir de ahora, haré los negocios con George Carlson.

Paul era un hueso duro de roer. Incluso entonces, Eddie sospechó alguna intención oculta.

-Supongo que te darás cuenta de lo que esto significa para mí.

-¿Qué tienes que ver en todo este asunto, Eddie? -preguntó Paul.

-La elección de esta noche. Sam iba a proponerme para la presidencia anual de los «Cien Hijos Predilectos». ¿Qué crees que hará ahora?

A esa pregunta Paul nunca respondió…

El ex convicto apartó la vista de su cerveza. Los dos pilotos seguían atacando el contenido de sus botellas verdes. Le entró un repentino sentimiento de nostalgia. Los uniformes cambiaban pero los hombres que los vestían siempre parecían estar más solos que los demás. Conocía ese sentimiento, aunque había luchado contra él y había llegado casi a vencerlo. Vino a Emerald City y se labró un porvenir… un porvenir que se echó a perder en una noche. Y no había averiguado nada en todo un día de investigaciones. En aquel momento ya había oscurecido. Los dos pilotos pagaron la cuenta y regresaron a la parada del autobús; y oyó a lo lejos el ruido de unos motores y el alboroto de la gente que llegaba en el último minuto para marcharse. Un niño gritó:

-¡Papá, aquí está nuestro autobús! ¡Papá…!

Entonces, Eddie se incorporó con un estremecimiento. Había ocasiones en las que algo que estaba ocurriendo parecía haber sucedido antes. Un niño gritando, un par de botellas verdes en la barra… Para entonces ya estaba fuera, en la acera. Como si se hallara en trance, siguió las huellas de su memoria, cuyo rastro había perdido y estaba reencontrando. Hacía más de un año, la noche de la elección del presidente de los «Cien Hijos Predilectos», había ido también al bar de la esquina de la terminal de autobuses. Y se tomó las primeras dos cervezas que Hilda le había olido en el aliento. Quizá la mente seguía un esquema fijo. Llegó a un callejón sin salida y de ahí volvió al primer punto de referencia, del mismo modo que acababa de regresar al mismo bar…

Ya se encontraba en la acera. Un niño había gritado, pero este sonido sólo era significativo porque le había recordado aquel otro bien distinto…

-¡Cuidado! ¡Tiene una navaja!

De repente, la escena le vino a la mente con claridad. Había sido una pelea callejera entre dos bandas de adolescentes endurecidos por la vida prematuramente. Recordó el resplandor de un metal, y cómo él se adelantó y agarró fuertemente la muñeca que sujetaba la navaja, hasta que el jovencito la soltó de dolor y la dejó caer al suelo. Entonces, Eddie volvió la cabeza justo a tiempo de ver la botella verde que estaba a punto de estrellarse contra su cráneo…

El recuerdo fue tan intenso que le dolió la cabeza; sentía punzadas en el cerebro. Involuntariamente, se llevó la mano a la cabeza, y la puso sobre la oreja izquierda. Ya sólo tocó el exagerado corte de pelo que le habían hecho en la cárcel. Seguía encontrándose en la acera, ante la puerta del bar de la esquina de la terminal de autobuses… Sí, pero no había ninguna pandilla de gamberros armando follón, ni botellas verdes… Porque aquello había ocurrido un año atrás, y ya sabía cómo había perdido la memoria el día en que murió Sam, pero poco más. ¿Qué había sucedido después? Todavía se hallaba a varias manzanas del lugar donde el doctor Huston dejó el Cadillac. Como en un trance, volvió caminando adonde aparcó el Ford.

A las ocho en punto, Hilda telefoneó de nuevo a la oficina de Paul. Esta vez recibió una contestación personal. No, aquél no había visto a Eddie. Tampoco sabía nada de éste. Sí, había ido a hablar con la señora Nickols. No, no podía irse todavía, le quedaban unas cartas por escribir. ¿Qué podía hacerle Eddie si venía a la oficina? Hablarían, y luego Paul le mandaría para casa.

-Pero si ha estado bebiendo -repuso Hilda-; ya sabes cómo se pone con sólo un par de cervezas.

-Deja que sea yo el que se preocupe de eso -la tranquilizó Paul-. Acabaré estas dos cartas y me iré. Me pasaré por tu casa y te ayudaré a buscar a Eddie. No puede haber ido muy lejos.

Ella colgó el auricular y se sentó en silencio durante un rato. Y este mismo silencio la atemorizó más y más a medida que se iba prolongando. Cuando no pudo soportarlo, buscó en el armario algo con que abrigarse y salió a la oscuridad. Fue caminando con paso rápido hacia Main Street…

Paul Fenton. Resultaba curioso que Eddie pudiese pensar sólo en un nombre, y en el botellazo que había recibido en la cabeza un año antes. Era como si el tiempo hubiera retrocedido y aquélla fuera la noche de la elección del presidente de los «Cien Hijos Predilectos», cuando él no pudo acudir a la cena, y no porque Paul Fenton se vengara de que le hubiera robado su chica, al impedirle el honor de ser elegido presidente. Algo tiraba de él como un imán.

Paul Fenton. Eddie fue conduciendo hasta Main Street, y dobló hacia la izquierda. Ya estaba representando un papel que había vivido antes. No era tan tarde como el año anterior pero era domingo, por lo que las calles también estaban desiertas y oscuras. Siguió llevando el Ford muy despacio, hasta que divisó las luces de la oficina de Paul. Esperó en la curva, con las manos apretando fuertemente el volante. Aunque no estaba seguro de lo que quería hacer, se decidió en el momento en que vio apagarse las luces y su enemigo salió a la calle. Le vio vacilar un segundo mientras echaba el cerrojo a la puerta; luego, se dio la vuelta y salió caminando en dirección al semáforo. Llevaba algo en las manos… unas cartas. Tendría que cruzar la calle al final de la manzana para echarlas al buzón… Era tarde y los dos estaban solos.

Eddie tenía el coche en marcha pero con las luces apagadas. Las dejó así y salió de la curva. Paul había llegado a la esquina. Se detuvo antes de cruzar la calle; de todos modos no vio el vehículo que se le echaba encima sin los faros encendidos. El ex convicto sólo tenía que apretar el acelerador…

-¡Eddie, no! ¡Paul, cuidado!

Eddie oyó el grito de Hilda incluso antes de verla; y, cuando la contempló no pudo hacer otra cosa que apretar el freno y darle gracias a Dios por haber hecho que el Ford parase a tiempo. Ella había salido de la penumbra, gritando y corriendo hasta meterse entre el coche y Paul; pero no fue el hecho de descubrirla lo que puso fin a la búsqueda que el ex convicto había emprendido para ordenar unos fragmentos de su memoria… ¡Recordó toda la verdad! Algo que le obligó a apoyarse contra el respaldo, temblando. Y, entonces, supo lo que había ocurrido hacía un año…

Paul abrió la oficina, y Hilda le ayudó a sentar a Eddie en una silla. No estaba herido; tampoco borracho; pero en todos los días de su vida nunca había sentido tanto pánico. Jamás se había considerado un cobarde ni tenía miedo a un enemigo «exterior»; pero la verdad que llevaba dentro le aterrorizó… Miró a Hilda.

-Tú lo sabías todo, ¿no? -preguntó.

-Intenté convencerte para que lo olvidaras -respondió ella.

-Pero tú sabías que yo había asesinado a Sam Nickols.

-No, Eddie. No fue un asesinato.

-Sí, Hilda. ¡Asesinato con toda la crudeza de la palabra!-insistió Eddie-. Lo he recordado hace unos pocos minutos. Yo venía por Main Street. La calle estaba oscura y desierta; y entonces vi a alguien salir de la oficina, igual que esta noche. Creí que era Paul. Quería matarle.

-Eddie…

-¡Quería matarle!-repitió Eddie-. Entonces vi el coche de tu padre aparcado en la curva y me acordé de dónde guardaba una llave. Atropellé a Sam deliberadamente… No fue un accidente. Quería matar a Paul…

Eddie se volvió y miró a su enemigo de siempre. Lo mismo hizo Hilda, pues aquél sabía la verdad. Debió haber visto el accidente desde la oficina; pero guardó el secreto durante todo el tiempo. ¿Por qué? ¿Acaso para perdonarle? ¿O fue porque odiaba a Eddie Wanamaker y se dio cuenta de que este sentimiento acababa de destruir a Sam Nickols? Detrás de Paul, el nuevo nombre en el letrero era como un chiste. Socios. Sí, desde luego que lo eran.

Quedaba una cosa más que Eddie quería saber.

-¿Por qué vino Sam aquí la noche en que murió? -preguntó.

-Por lo mismo que yo. Te estaba buscando -dijo Paul.

-¿A mí? ¿Para qué?

No por la misma causa que Paul… Tampoco porque Hilda se lo hubiese pedido. Sólo podía haber un motivo por el cual Sam le quería ver; y Eddie lo adivinó antes de que Paul se lo dijera:

-Sam no permitió que mi decisión de dejar de contratarle te afectara a ti. Cuando yo salí de la reunión, te propuso para presidente. Pasó por aquí para comunicarte que habías sido elegido presidente de los «Cien Hijos Predilectos» de Emerald City.

 

FIN

 

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