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jueves, 2 de noviembre de 2023

GENIOS ANTIGUOS Pilar Adón

 


 

1

No llevaba mucho tiempo caminando. Apenas veinte minutos. Pero ya notaba el cansancio en las piernas y cierto peso en alguna parte no localizada de la espalda. Los músculos se resistían a ejecutar los movimientos necesarios para seguir avanzando, y se le hacía inmenso, acaparador, el sonido de su propio cuerpo: la respiración, el roce del pelo y de la piel del rostro contra la capucha del impermeable, los pensamientos que no dejaban de generarse en su cabeza como agua en constante nacimiento y caída por el chorro de un caño abierto… Sabía que si se detenía, aunque fuera un instante, y se dedicaba a contemplar lo que había a su alrededor dejando de escucharse a sí misma, percibiría de inmediato, de forma casi invasiva, la auténtica realidad de un paisaje ajeno a ella. Un paisaje autónomo, que no la necesitaba para existir, y que seguiría allí, con sus paulatinas transformaciones de color, de textura, según la mayor o menor llegada de luz solar, estuviera ella o no para analizarlo. Así que lo hizo. Dejó de moverse y se fijó de una manera más consciente, más atenta, en la presencia de las encinas, de los enebros, de las alambradas que definían las fronteras entre una propiedad y la siguiente a pesar de tratarse de un mismo terreno constante e idéntico. El mismo musgo verde brillante adherido a las mismas rocas. Los mismos troncos inclinados de unos árboles semejantes entre sí. Las mismas hojas mojadas y diseminadas por el suelo. «Todo esto no sirve de nada», pensó mientras se quitaba la capucha del impermeable. «La actividad humana que traza límites. Tanto esfuerzo. Tanto medir y tanto planificar e inscribir y alardear.» Sintió la lluvia en el pelo, hasta el momento intacto, y apreció la libertad de poder mover la cabeza a su antojo, a derecha e izquierda, sin la protectora restricción del nudo con que se aseguraba la capucha al cuello. El agua le empapó la cara y las manos, y ella respiró profundamente, advirtiendo que el aroma del aire era allí un aroma virgen, tan puro que casi dolía.

Empezaba a llover con más fuerza. Así que volvió a ponerse la capucha del impermeable, y vio entonces, no muy lejos, en uno de los prados delimitados por muros de piedra y por nuevas alambradas, cómo tras una vaca blanca que caminaba pausada, en busca de pasto, avanzaba también su cría, hambrienta, acechando a la portadora de su alimento. Ella no iba a poder quedarse mucho más tiempo. Tardaría aún otros veinte minutos en regresar, y la lluvia arreciaba. Pero se mantuvo un rato allí, inmóvil, viendo cómo la vaca se detenía finalmente, sólida y brillante, mirando al frente, mirándola a ella, para que su pequeña perseguidora pudiera comer. La leche que no llegaba a ser tragada manaba de la boca de la cría y resbalaba por su cuello, en gruesos hilos, hasta caer al suelo, donde formaba un charco de líquido que perdía su color al mezclarse con la hierba y con las hojas esparcidas sobre el terreno empapado. Mientras, la enorme vaca blanca permanecía de pie con la mirada impertérrita, sin temor ni impaciencia.

Marina se llevó las manos a los labios para intentar calentarse los dedos con su propia respiración, y luego se frotó los ojos. Aquella misma mañana, muy temprano, había contemplado desde las ventanas de su casa cómo la niebla triunfaba sobre la espesura del monte más cercano. Había observado su descenso entre los árboles, como azúcar derramada sobre un postre de color verde oscuro, casi negro, y había llegado a la conclusión de que aquella materia tenía que saber a algo. No podría probarla ni tocarla ni conseguir que parte de ella se introdujera en el interior de una caja de metal. Y, sin embargo, ahí estaba, real y majestuosa, resbalando sobre los árboles sumisos, completamente resignados. Volvió a inspirar intensamente y pensó que la dignidad de la naturaleza era mayor que la del ser humano. En ese lugar no había espacio para la mentira, ni para la infidelidad, la cobardía o la avaricia. Los hechos se sucedían siguiendo una pauta estacional, podría decir que incluso lógica, pero en ningún caso desleal. La vanidad, la pompa, la altanería eran heroicidades reservadas para los hombres.

Había perdido el calor acumulado durante la caminata, y con la sensación de frío llegaba ahora también la de extrañeza. ¿Qué estaba haciendo allí parada, casi hipnotizada, bajo una lluvia cada vez más feroz? ¿Había vuelto a transformarse en el ser ofuscado que ya conocía? El ser que corría, que se hacía preguntas inadecuadas y que se dejaba dominar por el ritmo de sus propias interrogaciones. Tenía que dar media vuelta y regresar. Con las manos hundidas en los bolsillos del impermeable y la mirada clavada en el suelo, tenía que asumir el mismo camino. La misma impresión de sofoco. El relieve conocido. Las piedras. Los troncos pelados. Los ladridos lejanos. La misma necesidad y la misma calle que llevaba a su propia casa.

Los árboles se mantendrían firmes bajo la lluvia y las rocas mostrarían sus formas aisladas, permanentes.

 

2

Al llegar, descubrió que había gente en el interior. Quiso marcharse. No entrar y no tener que ver a nadie. Pero supo que César estaría allí, con su expresión más vulnerable en los ojos y los mismos deseos que albergaba ella de no escuchar, de no saber. César, sentado en la sala de estar, en su sillón del rincón, bajo la lámpara que aún no había encendido, estaría recibiendo las voces de las mujeres que habían entrado en su casa como golpes contra su cuerpo, y estaría devolviéndolos con silencios o con alguna sonrisa esporádica, tristísima, con la que pretendía asentir y demostrar que sí, que estaba de acuerdo en todo, que las cosas sucedían tal y como los demás decían que iban a suceder… Que él no pondría problemas porque todo era, siempre, como los demás decían. Pero, por favor, que se fueran. No se negaría a nada pero, por favor, que se despidieran ya. No más visitas. No más información del exterior. No más palabras. Por favor.

Ella quiso no tener que entrar. Pero César estaba allí, fingiendo poseer unas habilidades que no poseía y procurando mostrar una naturaleza que no era la suya. Con su libro abierto sobre las rodillas, a la espera de poder retomar la línea en que se hallaba cuando llegaron esas mujeres que le pedían más datos acerca del reparto de la herencia, y que le intimidaban y le acorralaban en ese rincón de la sala en que él se sentaba para leer. Sin más aspiración que la de poder leer.

-Si quieres un consejo… -decían.

-Yo en vuestro caso… -decían.

-Habrá que hablarlo con Marina… -decían.

Y cuando Marina entró, ellas se callaron. Se pusieron de pie para acercarse a ella, una tras otra, y ofrecerle su compasión mostrándose cariacontecidas y susurrando que eran tan buenos, los dos, tan buenos, que aquello suponía una pérdida enorme. Una pérdida irrecuperable.

-Una pena tan grande…

Marina se apartó y se acercó a su hermano, que hablaba poco con las visitas como poco había hablado su padre, y que tanto se parecía a él. Se agachó y le dio un beso en la frente.

-Si no os importa… -comenzó-. Necesitamos descansar. Han sido unos días largos. Si no os importa…

Y les importaba. Pero se fueron.

Salieron de la casa con nuevas frases grandilocuentes, con nuevos intentos rayanos en la insolencia para poder averiguar más, para poder opinar más. Pero se fueron, y Marina regresó junto a César con la idea de preguntarle si quería que le preparara una infusión. Tal vez una tila. Aún quedaban unas horas antes de que pudiera tomarse las pastillas.

Él negó con la cabeza, y se hundió en las páginas de su libro.

-Qué impertinentes -dijo ella.

-Sí.

-¿Ha sido muy horrible?

-Mucho.

-Se sentirán satisfechas…

César no respondió, y ella se sentó en el otro extremo de la sala para atizar el fuego.

-No creo que vuelvan -susurró.

-Volverán. Ya lo verás. Y cada vez serán más.

Marina volvió a atizar el fuego. De entre los leños saltaron chispas de un rojo conocido, y ella pensó que pronto habría que encender la lámpara para que su hermano pudiera seguir leyendo sin quemarse los ojos, fuera de peligro. Alejado de la realidad. Como un quijote joven que no deseara salvar a nadie, ni que nadie le salvase a él, o como un monje en su retiro que sólo ansiara que le dejasen en paz, en la única compañía de sus historias de años pasados, tan indoloras y asépticas. Tan perfectas y cerradas en su estado plano de letras planas impresas sobre un papel plano e interminable. A lo largo de aquellos días interminables.

-No creo que pueda soportar esto -siguió César.

Ella no hizo ningún comentario. Pero sonrió porque intentaba sonreír a menudo. Y también a menudo asentía ante las afirmaciones de César. Luego se dedicó a observar los dibujos de la alfombra que, extendida bajo la mesa central de la sala, cubría gran parte del suelo, hasta llegar a sus pies. Aquella alfombra había estado allí siempre, creía recordar. Desde su infancia. Con las figuras geométricas que se desplegaban por su superficie dando lugar a formas imposibles, inacabadas, casi trampantojos sin vocación de serlo. Intentaba descifrar el laberíntico sentido de una de aquellas estructuras, cuando volvió a escuchar:

-¿Has oído lo que te he dicho? No creo que pueda soportar esto.

-Claro que podrás. Me tienes aquí. Para lo que sea. Ya lo sabes.

-Pero no se trata de ti. Se trata de mí. Y no creo que pueda. Es demasiado. Este peso. Es excesivo. No…

De momento no lloraba, pero Marina sabía que lo haría. Y ella tendría que hablar con él, y le escucharía, e intentaría darle la vuelta a su manera de plantear las cosas, tan punzante y angustiosa, y le ofrecería una nueva perspectiva para cada argumento, para cada dolor.

-Deja que pasen los días.

-¿Para qué?

-Para que esto te afecte menos. Para que sepas cómo asumirlo. Es muy pronto aún.

-No quiero que pase el tiempo. No quiero que me afecte menos. ¿Cómo va a afectarme menos? Nuestros padres, Marina… Esto no es como una herida en el brazo, de la que te olvidas y un buen día dices: «¡Vaya! Aquí antes había una herida que ha desaparecido». Esto no es así.

Ella ya lo sabía. Pero ¿qué podía decirle?

-Ya lo sé.

-Ya lo sabes.

-Claro que sí. Pero tenemos que…

-No «tenemos que» nada. Nada es forzoso. Ni necesario. Ellos se han ido, y de igual modo podré irme yo.

-¡Por Dios! Deja de decir esas cosas.

Se levantó de la silla y comenzó a caminar por la sala.

Siempre había pensado que la manera de ser de su hermano era la correcta. Tan silencioso y reservado. Tan metódico… Incansable en lo que a los estudios se refería. Siempre dispuesto a aprender, a indagar y a profundizar en cuestiones que a los demás les pasaban desapercibidas. Ella había sido más dispersa. Supo hacerse con un par de estrategias bastante elementales para ir aprobando exámenes, para ir pasando de curso, incluso en sus años de Universidad. Pero César no quería trucos ni buscaba sistemas para fingir que sabía lo que no sabía. Quería concentrarse, conocer, y quería, además, comprender. Pero ahora no comprendía nada. Su orden se había venido abajo. Todo su equilibrado sistema lógico se había desmoronado sin razón y sin previo aviso. Y era muy posible que algo así lograra acabar con él porque destruía la base en que él se apoyaba. Desde la raíz.

-Lo siento -dijo.

-No hace falta que te disculpes.

-Lo siento -repitió él.

Y dirigió la cabeza hacia su libro como si se dispusiese a leer otra vez. Aunque Marina sabía que no iba a hacerlo.

Le observó durante unos minutos, y pudo comprobar que, ciertamente, no leía. Dejó que sus ojos reposaran sobre los de su hermano, y trató de imaginar lo que él podía estar imaginando. A pesar de las apariencias, a pesar de lo que un observador imparcial pudiera pensar, Marina era bastante consciente de lo que sucedía allí dentro y de lo que César estaba intentando hacer. El desmayo de sus ojos, los desfallecidos rasgos de su cara… Todo parecía indicar que lo único que deseaba era desaparecer. Deseaba -con todas sus fuerzas- distanciarse de la martirizante sensación que le oprimía al considerar que había dejado escapar todas las oportunidades que los acontecimientos y los demás le habían ido ofreciendo.

-¿Qué voy a hacer…? -murmuró entonces-. ¿Qué hacemos? -preguntó mientras giraba la cabeza para mirarla-. ¿Qué es lo más inteligente? Lo más prudente. No puedo tomar una decisión en estas condiciones… En un ambiente normal, de menor tensión, podría dar con la respuesta. Pero ahora. Así… Con esta incertidumbre, soy incapaz de pensar. ¿Tú quieres quedarte aquí? ¿Quieres que nos quedemos?

Arrastrando tras de sí un terror implacable, César se enzarzaba en razonamientos que se bifurcaban en tantas direcciones que, habiendo llegado a su final (final provocado, generalmente, por la repentina intrusión de un nuevo razonamiento que reclamaba su atención), resultaba casi imposible recordar el principio. Ella se había acostumbrado a advertir el asombro en sus ojos. Esos ojos de mirada perdida y sanguínea. A observar cómo se detenía petrificado, estático, para vigilar cualquier punto sin importancia de cualquier habitación. La puerta o el grueso marco de un cuadro. Concentrado en lo que parecía una reflexión urgente o una visión insólita.

«Qué hacemos…», se repitió Marina.

Dejar que pasase el tiempo. Unos días. O unos meses.

Ser pacientes.

Y beber agua fresca de riachuelos serpenteantes que pronto se helarían. Observar el inconcebible brillo de las estrellas en la oscuridad de un cielo despejado. Comprobar lo temprano que llega la confusión de la noche y lo portentoso que resulta el que vuelva a amanecer cada mañana. Dejarse empapar por la lluvia y caminar bajo un sol neblinoso. Soportar potentes ráfagas de viento en los ojos. Caminar hacia la nieve. Realizar esfuerzos excepcionales. Sufrir decepciones y gritar. Asistir a esos prodigiosos espectáculos de la naturaleza que resultan tan raros e impenetrables. Admirar durante horas la textura y el color de dos piedras distintas.

Construir pequeñas chozas con pequeños palos.

Llegar a la conclusión de que el viento es una criatura dotada de vida; un ser que chilla y solloza y se mofa de la fragilidad de los hombres.

Descubrir el resplandor violeta de las montañas más ásperas, donde las rocas y las hierbas sin nombre lo dominan todo y donde no prevalecen las voces articuladas de los seres humanos. Un lugar donde no se habla. Donde no se pregunta nada. Donde el único sonido es el del viento, inextinguible y enloquecedor…

Saber que pronto empezarían a sentirse dominados por una especie de pasividad creciente, una paralización de brazos y piernas, incluso mental, que les llevaría a permanecer largas horas inmóviles, en una contemplación eterna de lo que tenían delante, sin pensar en nada. Al menos sin pensar en nada de manera consciente.

 

3

César tenía razón: llegaron más mujeres con la pretensión de ofrecer nuevas condolencias y pedir más explicaciones. Entraban en su casa, se sentaban en su salón y hablaban. Hablaban… Pero César no quería ver a nadie ni quería sentir la presencia de nadie cerca. No deseaba oír más palabras vacías ni entablar conversaciones de circunstancias. Sólo quería seguir leyendo y encontrarse a mucha distancia. No estar allí.

Marina observaba cómo, durante aquellas reuniones, su hermano suspiraba largamente mientras dejaba caer la cabeza hacia atrás para clavar la mirada en el techo. Luego, a veces, cuando la situación se le hacía insoportable, se levantaba, salía del salón en dirección a la cocina y, una vez allí, se sentaba en uno de los dos taburetes de madera que habían colocado a ambos lados de una pequeña mesa, muy estrecha y también de madera. Y ya no hacía nada más. Tan sólo sumirse en lo más profundo de ese curioso comportamiento, tan áspero y huidizo, que con tantísima destreza sabía desplegar de vez en cuando.

-No es necesario que vengan. No hace falta…

Marina le escuchaba y comprendía que también ella deseaba desaparecer. Salir de aquella casa y no regresar en semanas.

-No admitiremos más visitas -dijo-. Se acabó.

De modo que, cuando oyeron los siguientes golpes en la puerta, decidieron que se trataba del furioso sonido de la tormenta y no renunciaron a los libros que estaban leyendo. No los dejaron sobre la mesa, no los cerraron, y se mantuvieron entre las líneas de la página en que se hallaban, como si al permanecer en el mundo resguardado de sus libros pudieran lograr que se marcharan aquellos que habían tenido la osadía de plantarse delante de su casa. Escucharon nuevos golpes en la puerta principal al cabo de unos instantes, y Marina suspiró y elevó la mirada por encima de la perfecta protección de su novela. Se había puesto un jersey de lana a rayas y una falda larga de color marrón que descendía hasta sus tobillos. Estaban en la sala y el fuego ardía con viveza pero, no obstante, a pesar de saber que llevaba encima la suficiente ropa de abrigo, sintió un frío terrible.

 

 

Repetía fragmentos de El rey Lear.

Porque me has engendrado, debo obedecerte. Porque me has engendrado y criado, debo amarte. Porque me has criado y amado debo, ante todo, honrarte.

 

«But goes thy heart with this?»

 

Los golpes se hicieron más rotundos, más obvios; golpes que ni el aguacero más violento podría causar y que evidenciaban una intencionalidad humana. Marina recordó entonces la mirada abandonada de la vaca que se había dejado perseguir por su dependiente cría, hasta ceder, detenerse y disponerse a entregar el alimento que se le demandaba. Recordó la quietud y la imperturbabilidad de un ser pacífico y casi melancólico. La limpidez. Y fue en ese momento cuando decidió que debían meterse en la cama y fingir que dormían. Apagar las luces y tal vez gritar que no querían ver a nadie. Debían aclararle a quien fuera que estuviera llamando que no era bienvenido. Porque los dos hermanos tenían el mismo propósito. Los dos compartían un deseo que era más fuerte que cualquier otra circunstancia o idea: el deseo de escapar de la sistemática contemplación de un segundo que se desliza circular junto a otro segundo hasta formar un minuto que conduciría, de manera ineludible, a otro minuto. Cada uno de ellos había perfilado sus propios métodos al respecto. Llevaban años aprendiendo, cada uno a su manera, a salvarse de la destrucción. Ambos luchaban por eludir el tormento de la espera, a pesar de ser conscientes de que su única opción era la de seguir esperando hasta que, en el instante adecuado, sin demora y sin dar ninguna explicación, se arriesgaran a salir corriendo y huir, deseando vivamente que todo aquello pudiera tener un final diferente. Un final algo menos angustioso.

 

Tomaré chocolate amargo

añadido al té verde de mi tazón de loza.

Contemplaré, desde la mesa de madera blanca

que me acoge,

cómo ruge la bestia que ha venido a arruinarme

y a engullir la paz de las campánulas.

A desdibujar la sonrisa inexpresiva de las enredaderas.

A gritar como sólo las bestias saben hacerlo

 

FIN

 

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