Era un gato, un gato persa color gris. No
tenía nombre y se hallaba cuidadosamente sentado sobre la crecida hierba del
extremo de la pista. Observaba a unos cazas que aterrizaban en Francia por
primera vez.
El gato no se asustaba cuando las diez
toneladas de los cazas a reacción pasaban rugiendo confiadamente, con la rueda
de morro todavía en el aire y los paracaídas de frenado esperando para saltar
de sus pequeños casilleros bajo los tubos de escape. Sus ojos amarillos miraban
tranquilamente y apreciaban la calidad de los aterrizajes con las orejas
inclinadas a la espera del débil ¡paf! del tardío florecer de los paracaídas;
después de cada aterrizaje volvía serenamente la cabeza para seguir la
aproximación final y el aterrizaje del siguiente. A veces, cuando el piloto no
había hecho la corrección necesaria para enfrentar el viento de costado,
algunos de ellos tocaban tierra con demasiada violencia y los ojos del gato se
empequeñecían ligeramente al sentir en las patas el choque entre el avión y la
pista, y ver los grandes jirones de humo azul que se desprendían de las
torturadas ruedas.
En el frío de esa tarde de octubre, el
gato permaneció tres horas observando los aterrizajes hasta que los veintisiete
aviones hubieron descendido y el cielo quedó vacío y se hubo apagado el quejido
del último motor que se detenía en los aparcamientos, al otro lado de la pista.
Luego el gato se levantó repentinamente y sin ni siquiera estirar su grácil
cuerpo felino, se alejó corriendo hasta desaparecer entre la hierba. El 167
Escuadrón Táctico de Cazas había llegado a Europa.
Cuando se reactiva un escuadrón de cazas
después de quince años, se presentan algunos problemas. Con un núcleo mínimo de
aviadores experimentados en un escuadrón de treinta, los problemas del 167 se
centraban en torno a la pericia de los pilotos. Veinticuatro de los miembros de
la tripulación habían salido de escuelas de artillería, en el curso del año
anterior a la reactivación.
-Podemos hacerlo, Bob, y hacerlo bien
-dijo el mayor Carl Langley al comandante de su escuadrón-. No es la primera
vez que soy oficial de operaciones y puedo decirte que nunca he visto un grupo
de pilotos tan impacientes por aprender su oficio como los que tenemos aquí.
El mayor Robert Rider dio un ligero golpe
con el puño contra la áspera pared de madera del que iba a ser su despacho.
-En eso estoy de acuerdo contigo -dijo-,
pero nos espera un trabajo difícil. Esto es Europa y tú conoces el clima en
invierno. Aparte de nuestros comandantes, el joven Henderson es el que tiene
más horas de vuelo con mal tiempo en todo el escuadrón, y son sólo once. ¡Once!
¿Carl, te sientes realmente ansioso de guiar una formación de estos pilotos, en
viejos F-
Los ojos azules de Carl Langley
chispeaban con el desafío. Daba lo mejor de sí haciendo un trabajo que todo el
mundo hubiese considerado imposible.
-Tienen los conocimientos. Probablemente
saben volar con instrumentos mejor que tú y yo; acaban de salir de la escuela.
Todo lo que necesitan es experiencia. Tenemos un Link. Podemos hacerlo
funcionar diez horas diarias y enseñar a nuestros pilotos la aproximación por
instrumentos para todas las bases de Francia. Todos se presentaron como
voluntarios para incorporarse al 167 y quieren trabajar por el escuadrón. De ti
y de mí depende que reciban el entrenamiento que necesitan.
El comandante del escuadrón sonrió de
pronto y dijo:
-Cuando hablas así casi puedo acusarte de
impaciencia. -Luego hizo una pausa y continuó lentamente-: Recuerdo el antiguo
167, en Inglaterra, en 1944. Entonces teníamos el nuevo Thunderbolt y le
pintamos nuestro pequeño gato persa a un lado. No temíamos a nada de lo que
Un momento después el mayor Robert Rider
quedaba solo en la incipiente oscuridad de su despacho. Pensó con tristeza en
el antiguo 167: en el teniente John Buckner, atrapado en un Thunderbolt
incendiado, que siguió atacando y alcanzó a un par de incautos Focke-Wulf y
arrastró a uno de ellos hasta precipitarse sobre el duro suelo de Francia; en
el teniente Jack Bennett, con seis aviones derribados y la gloria asegurada,
que deliberadamente chocó contra un ME-109 que se acercaba a destruir un B-17
averiado, sobre Estrasburgo; en el teniente Alan Spencer, que volvió con un
Thunderbolt tan dañado por el fuego enemigo que tuvo que ser rescatado de los
escombros de su accidentado aterrizaje por un grupo equipado con sopletes para
cortar. Rider había visitado a Spencer después del accidente.
-Fue el mismo 190 que liquidó a Jim Park
-había dicho desde su blanca cama en el hospital-, uno con serpientes negras a
un lado del fuselaje. Y yo me dije: Hoy tendrás que ser tú o él, pero uno de
nosotros no va a volver. Yo fui el afortunado.
Cuando fue dado de alta, Alan Spencer se
presentó como voluntario para volver a los combates y no regresó de su primera
misión. Nadie le escuchó llamar ni vio cómo derribaban su avión. Simplemente no
regresó. A pesar de que la insignia era un gato, los pilotos del 167 no tenían
siete vidas. Ni siquiera dos.
La impaciencia en la paz es el valor en
la guerra, pensó Rider, mirando distraídamente la cicatriz que mostraba el
dorso de su mano izquierda, la mano del acelerador. Era ancha y blanca, el tipo
de cicatriz que sólo queda después de un encuentro con una bala de una
ametralladora calibre treinta de un Messerschmitt. Pero la impaciencia no
basta; si queremos pasar el invierno sin perder un piloto, vamos a necesitar
algo más. Tenemos que conseguir pericia y experiencia. Pensando en eso, se
alejó bajo la encapotada noche.
Los días transcurrían veloces para el
teniente segundo Jonathan Heinz. Toda esta preocupación por el tiempo y el
clima europeo en invierno eran tonterías, nada más que tonterías. Noviembre se
presentaba luminoso y lleno de sol. Diciembre estaba listo para apoderarse del
calendario y en la base sólo habían tenido dos días de cielo bajo. Los pilotos
los habían pasado respondiendo el último examen sobre instrumentos preparado
por el oficial de operaciones. Los exámenes de instrumentos del mayor Langley
se habían convertido en una norma del escuadrón: uno cada tres días, veinte
preguntas, sólo se permitía un error. Los que no aprobaban debían permanecer
tres horas más estudiando los manuales hasta que conseguían salir bien en un
segundo examen, en el que también se permitía sólo un error.
Heinz presionó el botón de arranque de su
viejo Thunderstreak, se estremeció con la sacudida del motor y se dirigió a la
pista siguiendo al avión de Bob Henderson. Pero ésa es la manera de llegar a
conocer los instrumentos, pensó. Al comienzo todo el mundo tenía que quedarse
durante esas tres horas y maldecían el día en que se habían ofrecido como
voluntarios para el Escuadrón Táctico de Cazas. Lo llamaban el Escuadrón
Táctico de Instrumentos. Luego uno aprendía la maña y de algún modo parecía que
empezaba a saber cada vez más respuestas. Y finalmente raras veces le tocaban
las tres horas.
Cuando Heinz replegó las persianas antes
del despegue, advirtió un ligero golpe sordo en el zumbido del motor, pero
todos los instrumentos indicaban normalidad y no es raro escuchar ruidos
extraños y suaves golpes en un F-84. Sin embargo, resultó curioso que en un
momento en que habitualmente no advertía otra cosa que no fueran los
instrumentos y el avión del guía sacudiéndose por la aceleración y los frenos
trabados, Jonathan Heinz viera un gato persa color gris sentado tranquilamente
al extremo de la pista, a unos pocos cientos de pies delante de su avión. Ese
gato debe ser completamente sordo, pensó. Su motor unido al grueso y negro
acelerador bajo su guante izquierdo crepitó y rugió, y lanzó un fuego azul a
través de las paletas de acero de la turbina para desencadenar siete mil
ochocientas libras de empuje.
Estaba listo para rodar, e hizo un gesto
a Henderson. Luego, sin motivo alguno, presionó el botón del micrófono, bajo su
pulgar izquierdo en el acelerador.
-Hay un gato al extremo de la pista -dijo
al micrófono instalado en su máscara de oxígeno de goma verde.
Se produjo un breve silencio.
-Roger, hemos visto el gato -dijo
Henderson con serenidad.
Heinz se sintió estúpido. Vio al oficial
de control móvil en su pequeña torre, al lado derecho de la pista, coger sus
prismáticos. ¿Por qué dije una tontería como esa?, pensó. No volveré a abrir la
boca durante ese vuelo. ¡Disciplina en la radio, Heinz, disciplina! Soltó los
frenos ante una señal del casco blanco de Henderson y los dos aviones reunieron
una enorme reserva de velocidad y se levantaron hacia el cielo.
Ocho minutos más tarde, Heinz volvía a
hablar.
-Sahara Jefe, se ha encendido la luz del
indicador de recalentamiento y las rpm fluctúan en un cinco por ciento.
Compruebe si despido humo, por favor. -Qué voz tan calmada tienes, pensó.
Hablas mucho, pero por lo menos conservas la calma. Llevas sesenta horas en el
F-84 y debes conservar la calma. No te pongas nervioso y trata de no parecer un
niño por la radio. Daré una vuelta y dejaré caer los depósitos externos, haré
una trayectoria de incendio simulado y aterrizaré. No puedo estar
incendiándome.
-No hay señales de humo, Sahara Dos.
¿Cómo van las cosas?
Con voz calmada, Heinz.
-Sigue la fluctuación. El flujo del
aceite y la temperatura del tubo de escape cambian junto con ella. Voy a dejar
caer los depósitos y aterrizar.
-De acuerdo, Sahara Dos, me mantendré
atento para ver si hay humo y me encargaré de dar las indicaciones por radio,
si quieres. Debes estar listo para saltar si el aparato comienza a incendiarse.
-Roger.
Estoy listo para saltar, pensó Heinz.
Sólo tengo que levantar el brazo del asiento proyectable y apretar el
disparador. Pero creo que no tendré problemas para aterrizar con el avión.
Escuchó como Henderson anunciaba que se había producido una emergencia.
Mientras descendía lentamente, siguiendo la trayectoria, vio las rojas bombas
de incendios salir disparadas de sus garajes y dirigirse hacia sus puestos de
alerta junto a las pistas. Podía sentir en el acelerador la agitación del
motor. Esto va a ser difícil de decidir. Dejaré caer los depósitos en la
aproximación final antes de llegar a los
-Empieza a salir humo de tu tubo de
escape, Sahara Dos.
¡Lo que faltaba! Esto va a explotar y yo
estoy demasiado bajo para saltar. ¿Qué hago ahora? Oprimió el botón para soltar
los depósitos y el avión se sacudió un poco al dejar caer cuatro mil libras de
combustible. El motor rechinó ásperamente y Heinz advirtió de pronto que la
presión del aceite era cero.
¡Se ha parado el motor! No puedes
controlar el vuelo con un motor detenido. ¿Qué vas a hacer ahora? ¿Qué? La
palanca de mando se endureció bajo sus guantes, no podía moverla.
El oficial del control móvil no sabía lo
del motor detenido. No sabía que Sahara Dos giraría suavemente hacia la derecha
y caería a tierra dando vueltas y que Jonathan Heinz no podía hacer nada y
estaba destinado a morir.
-Tienes un gato en la pista -dijo el
oficial de control, con el tranquilo humor del que sabe que ha pasado el
peligro.
¡Y de pronto Heinz recordó y fue como una
explosión de luz! La bomba hidráulica de emergencia, la bomba eléctrica. El
avión comenzaba a balancearse a
El avión parecía desamparado y como si no
quisiera ser el centro de tan concentrada atención. Pero estaba en tierra y
entero. Jonathan Heinz se sentía lleno de vida, y un poquitín famoso.
-Te portaste bien, as -solían decirle los
otros pilotos, y le preguntaban qué había sentido, qué había pensado y hecho en
cada momento. Habría una investigación rutinaria, pero no podía haber otra
conclusión que ¡Bien hecho, teniente Heinz! Nadie podía adivinar que había
estado a pocos segundos de morir porque había olvidado completamente, como un
piloto novato, la bomba hidráulica de emergencia. La había olvidado
completamente… ¿y qué se la había recordado? ¿Qué había llevado bruscamente su
pensamiento al interruptor rojo en el último instante cuando todavía podía
salvarse? Nada. Simplemente había acudido a su mente.
Heinz reflexionó un poco más. No había
sido así. El control me dijo que había un gato en la pista y yo me acordé de la
bomba. Eso sí que es curioso. Me gustaría conocer a ese gato. Examinó la larga
pista blanca y no lo vio. Incluso el oficial de control tampoco podía haberlo
visto con sus prismáticos, Más tarde el escuadrón lo iba a fastidiar sin
compasión por su infortunado gato, pero en ese momento, ni en la pista ni en la
base había un gato persa color gris.
Menos de una semana después le ocurrió a
otro teniente segundo. Jack Willis estaba a punto de terminar su primera misión
de combate simulado después de completar su vuelo de comprobación en el F-84.
Había sido una buena misión, pero en ese momento durante la trayectoria de
aterrizaje, estaba preocupado. Viento de costado de veinte nudos. ¿De dónde
había salido? Eran diez nudos en la dirección de la pista y se habían
convertido en veinte de través. Estabilizó el avión y lo llevó hacia la
aproximación final.
-Torre, el viento otra vez, por favor
-llamó.
-Roger… -el resto de la explicación era
completamente innecesario. El viento soplaba tan de costado como era posible.
-Bien, Dos, no perdamos de vista ese
viento -dijo el mayor Langley y comunicó-: Águila Jefe vuelve a la base, tren
de aterrizaje abajo, presión y frenos verificados.
-Vía libre para aterrizar -replicó el
operador de la torre.
Willis extendió el brazo izquierdo y con
fuerza colocó la palanca del tren de aterrizaje en ABAJO. Bien, bien, pensó, no
habrá problemas. Me limitaré a mantener muy inclinada el ala derecha durante el
giro, toco tierra con la rueda derecha y sigo adelante manejando el timón de
dirección, manejando cuidadosamente el timón de dirección.
Giró hacia la pista y presionó el botón
del micrófono. Hasta el momento nunca me he salido de una pista y no tengo
ninguna intención de hacerlo ahora.
-Águila Dos vuelve a la base…
El indicador de la rueda derecha, la luz
verde que debía estar brillando, no se había encendido. La izquierda estaba en
su lugar, la del morro también, pero la derecha no había bajado. La luz roja de
alarma brillaba detrás del plástico transparente del mango de la palanca del
tren de aterrizaje y el chillido de la bocina de alarma llenaba la cabina. La
escuchó en sus propios audífonos cuando presionó el botón del micrófono. Los
operadores de la torre lo habrían escuchado también. Levantó el pulgar y luego
volvió a presionar el botón.
-Águila Dos va a hacer una pasada a baja
altura. Pide a control móvil una inspección del tren de aterrizaje.
Algo le ocurría al avión, qué extraña
sensación le producía eso. El tren de aterrizaje siempre había funcionado muy
bien. Se enderezó a
-El tren de aterrizaje permanece trabado
arriba -dijo el control con voz monótona.
-Roger, intentaré bajarlo.
Willis quedó satisfecho con su tono de
voz. Ascendió lentamente hasta los
-Está arriba todavía -dijo el oficial de
control antes de que Willis hubiese pasado ante la torre.
La verde hierba ondeaba vigorosamente y
de pronto advirtió un pequeño punto gris al final de la pista. Con sobresaltada
sorpresa se dio cuenta de que era un gato. El gato de la suerte, pensó, y sin
motivo alguno sonrió bajo su máscara de oxígeno. Se sintió mejor y de alguna
parte le llegó una idea.
-Torre, Águila Dos declara una
emergencia. Voy a pasar una vez más e intentaré dar bote sobre la rueda
izquierda para conseguir que baje la derecha.
-Comprendida declaración de emergencia
-replicó la torre.
La torre estaba fundamentalmente
preocupada de cumplir con una responsabilidad, la cual consistía en tocar un
timbre que haría que los equipos de accidentes se precipitaran a las bombas.
Cumplida su obligación, la torre se convertía en un observador interesado que
proporcionaba muy poca ayuda.
Curiosamente, Jack Willis se sintió una
persona renovada y con una tremenda confianza en sí mismo. Dar botes sobre la
rueda izquierda con un viento que sopla del costado derecho era un truco de
coordinación reservado para pilotos con miles de horas de vuelo, y Willis sólo
tenía un poco más de 4.000 horas en el aire y 68 en el F-84.
Los que vieron la maniobra la calificaron
como la actuación de un piloto veterano. Con el ala izquierda abajo, con
firmeza en el timón de dirección, con unos controles que sólo respondían
moderadamente a la velocidad de aterrizaje, el teniente segundo Jack Willis
hizo rebotar su avión de
En comparación, el aterrizaje con viento
de costado que siguió fue muy simple y el avión tocó suavemente la pista con la
rueda derecha, luego con la izquierda y finalmente con la del morro. Timón de
dirección a la izquierda durante el desplazamiento sobre la pista y una ligera
aplicación del freno izquierdo cuando el avión disminuía la velocidad y el
viento amenazaba convertirlo en una veleta. Había terminado la emergencia. Los
equipos de salvamento en sus blancos y abultados trajes de amianto resultaron
innecesarios y fuera de lugar en la normalidad que siguió.
-Buen trabajo, Águila Dos -dijo el
control simplemente.
El gato persa color gris, que había
observado el aterrizaje con un interés muy poco felino, casi podríamos decir
profesional, había desaparecido. El 167 Escuadrón Táctico de Cazas comenzaba
paulatinamente a ponerse en condiciones de combatir.
Vino el invierno. Las nubes llegaron
desde el mar y se convirtieron en compañeras inseparables de las cumbres de las
colinas que rodeaban la base. Llovía mucho y a medida que avanzaba el invierno
la lluvia se convertía en hielo y luego en nieve. La pista estaba helada y se
necesitaban paracaídas y un cuidadoso uso de los frenos para mantener esos
pesados aviones sobre el hormigón. La hierba esmeralda adquirió un aspecto
pálido y sin vida. Pero un escuadrón de cazas no suspende su misión todos los
inviernos; siempre hay que volar y entrenarse. Se producían algunos incidentes
a medida que los pilotos enfrentaban algunos insólitos problemas de los
aparatos y los cielos bajos, pero habían recibido un buen entrenamiento en el
uso de instrumentos, y de algún modo el gato persa se las arreglaba para estar
sentado al extremo de la pista cuando aterrizaba alguno de los aviones
afectados. Los pilotos empezaron a llamarlo simplemente “el gato”.
Una helada tarde, en que Wally Jacobs
acababa de aterrizar sin problemas después de una falla en el sistema
hidráulico y un descenso sin flap ni freno de velocidad a través de un techo de
quinientos pies, el capitán Hendrick, de turno como oficial de control móvil,
intentó capturar el gato. El animal estaba tranquilamente sentado mirando hacia
el comienzo de la pista, absorto en la contemplación del avión de Jacobs.
Hendrick se acercó por atrás y lo cogió suavemente. Apenas lo tocó el gato se
convirtió en un relámpago gris que arañó a Hendrick en la mejilla. Saltó
velozmente al suelo y desapareció entre la hierba.
Cinco segundos después fallaban los
frenos del avión de Jacobs y salía de la pista con un brusco viraje, rodando a
setenta nudos por el barro, que no se había congelado completamente. La rueda
de morro se enterró de inmediato y el avión desapareció bajo una nube de barro.
El aparato se desvió de tal manera que plegó la rueda derecha, partió el
depósito exterior y se deslizó hacia atrás otros
El resultado de las investigaciones
señaló que el teniente Jacobs era culpable por haber permitido que el avión
saliera de la pista y por haber olvidado cerrar el mando de gases, permitiendo
de ese modo que el motor originara el fuego. Si no hubiera descuidado, como un
piloto tremendamente inexperto, efectuar esa operación, el avión habría quedado
en condiciones de volver a volar.
La decisión del comité no fue muy popular
en el escuadrón: se hizo responsable al piloto de la destrucción del avión.
Hendrick mencionó el gato y el escuadrón recibió una orden, no escrita, pero
oficial: nadie debe volver a acercarse al gato. Desde entonces, pocas veces se
volvió a hablar de él.
Pero de vez en cuando algún joven
teniente tenía dificultades con su avión y cuando volvía a la base en medio de
un cielo encapotado, preguntaba:
-¿Está el gato ahí?
Y el oficial de control móvil escudriñaba
el final de la pista en busca del animal, cogía el micrófono y decía:
-Sí, ahí está.
Y el avión aterrizaba.
El invierno seguía su curso. Los pilotos
jóvenes adquirieron experiencia y se hicieron veteranos. A medida que pasaban
las semanas, el gato se veía con menos frecuencia en el extremo de la pista.
Norm Thompson aterrizó con un aeroplano que tenía el parabrisas y la parte
superior de la cabina cubiertos de hielo. El gato no estaba esperándolo junto a
la pista, pero su aproximación controlada desde tierra fue profesional,
producto del entrenamiento y la experiencia. Aterrizó a ciegas, desprendió la
cubierta de la cabina para poder ver y rodó hasta detener el avión, sin
problemas. Jack Willis, que ahora tenía una experiencia de 130 horas de vuelo
en el F-84 volvió con un avión seriamente dañado por los rebotes que recibió
después de disparar sobre un campo de tiro situado sobre una base de roca. Sin
embargo aterrizó sin ningún problema. El gato no fue visto en ninguna parte.
La última vez que el gato apareció en la
pista fue en marzo. Una vez más era Jacobs el que aterrizaba. Comunicó que
disminuía la presión del aceite y que intentaría volver a la base.
El mayor Robert Rider se había dirigido
precipitadamente hacia el control móvil al enterarse de que se había declarado
una emergencia. De ésta no se escapa, pensó, voy a ver morir a Jacobs. Cerró la
puerta de vidrio tras de sí en el momento en que el piloto preguntaba:
-¿Estará ahí el gato por casualidad?
Rider cogió los prismáticos y escudriñó
el extremo de la pista. El gato persa esperaba tranquilamente sentado.
-El gato está aquí -dijo seriamente el
comandante del escuadrón al oficial de control móvil, y con la misma seriedad
la información fue transmitida a Jacobs.
-Presión del aceite cero -dijo con calma
el piloto. Luego agregó-: Se ha parado el motor, la palanca de mando está
trabada. Intentaré aterrizar con la bomba hidráulica de emergencia. -Un momento
después dijo repentinamente-: No lo conseguiré. Voy a saltar.
Hizo girar el avión hacia el bosque del
Oeste y salió expulsado de la carlinga. Dos minutos después se encontraba
tendido sobre el barro congelado de un campo arado, su paracaídas se posó
alrededor suyo como una blanca mariposa cansada. Había sido cuestión de
minutos.
Más tarde el consejo de investigación
descubrió que el avión se había estrellado con los dos sistemas hidráulicos
completamente trabados. La bomba de emergencia para el aceite había fallado
antes de llegar a tierra y los controles se hallaban totalmente fijos y era
imposible moverlos. Jacobs fue felicitado por su buen criterio al no intentar
aterrizar.
Pero todo eso iba a suceder después.
Mientras el paracaídas de Jacobs desaparecía tras una suave colina, Rider
enfocó los prismáticos en dirección al gato persa color gris, que de repente se
puso de pie y se estiró con placer, enterrando las garras en la congelada
tierra. Advirtió que el gato no era una escultura perfecta. Por su lado
izquierdo, desde las costillas al hombro, se extendía una ancha cicatriz blanca
que la piel gris batalla no podía esconder mientras se estiraba. La hermosa
cabeza se volvió y los ojos color ámbar miraron directamente al comandante del
167 Escuadrón Táctico de Cazas.
El gato parpadeó una vez, lentamente,
casi se podría decir divertido, y se alejó caminando para desaparecer por
última vez entre la hierba.
FIN
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