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martes, 28 de marzo de 2017

Ángel Ejarque Calvo


PATENTE DE CORSO

Era duro y bravo de verdad. Era pequeño y musculoso, con cara de boxeador. Era inequívocamente masculino, al estilo de cuando serlo no tenía connotación peyorativa como ahora. Era un hombre sólido, fiable, compacto, leal a sus amigos y a su modo de ver el mundo y la vida. Era de los que, también como se decía antes, se vestían por los pies. Pocas veces estuve tan seguro de la palabra lealtad como cuando, teniendo el privilegio de estar a su lado y de que me llamara colega, sentía su presencia cercana, noble y silenciosa. La sonrisa irónica y un punto chulesca de quien mucho ha vivido, mucho ha luchado y mucho sabe. Y se lo calla.
Cuando lo conocí, hace más de treinta años, Ángel entraba y salía por talegos y comisarías como si fueran su casa. Había crecido de golfo madrileño sin estudios, buscándose la vida en mercados, estaciones de tren y ambientes prostibularios, a punta de navaja y de echarle huevos. La ley no era más que una frontera imprecisa que él cruzaba a conveniencia. Su sangre fría, su aplomo legendario lo convirtieron en jefe de cuadrilla de trileros, y con ellos hacía la ronda de España, forrándose con la borrega, los cubiletes y los pringaos que le entraban incautos, y quemando luego la viruta en juergas y mujeres. Había sido boxeador de jovencito –tengo una foto en la que pelea como un jabato, maltrecho y derrotado pero nunca vencido–, y de esa época, afilada por la vida peligrosa que llevó después, conservaba una dureza física increíble y unos puños de acero. Una vez, cuando un animal como un armario nos buscó bronca en un bar de la Ballesta, Ángel lo tumbó sin darme tiempo a agarrar por el gollete la botella que yo buscaba con urgencia, dándole un solo y limpio izquierdazo en el hígado que tiró a aquel orangután sobre la lona. Era de los que están callados en un rincón de la barra, y si no sabes detectar ciertas cosas, nunca los identificas hasta que te parten la cara. Sí. Era tranquilo y letal.
Juntos hicimos durante cinco años, con un equipo de gente formidable, aquel programa mítico de RNE que se llamó La ley de la calle, y él era el alma de esa tertulia irrepetible, anterior a cuanto se hace ahora, cuando las noches de los viernes nos sentábamos a comentar la vida un policía, Manolo, una puta, Ruth, un yonqui, Juan, y un delincuente, Ángel. A veces él no podía asistir porque se estaba comiendo unos días de talego, y entonces le dedicábamos canciones de Los Chunguitos o La Mora y el legionario, que le ponían la piel de gallina oyéndolos en el chabolo. Paradójicamente, fue aquel programa el que lo retiró de la calle, pues un oyente le ofreció un empleo –una empresa de seguridad, lo que tenía su guasa–, y Ángel, alentado por una familia maravillosa que supo ser paciente, esperar y convencerlo, se volvió un hombre honrado. Los años, colega, decía. Los años.
Mantuvimos la relación. Muy estrecha. Nos juntábamos de vez en cuando para comer o calzarnos unas birras. Me hizo padrino de su nieta, y a la primera comunión de ésta acudí con los supervivientes de la vieja banda. Me seguía llamando doble, jefe, igual que en los viejos tiempos, como aquel día en que tuvo un desafío con un policía, incidente que transcurrió con nobleza por ambas partes, y tras unos dimes y diretes se juntaron para un combate de boxeo en La Ferroviaria –que ganó Ángel–, el madero con sus colegas jaleándolo y mi amigo con su público de choros dándole ánimos. Lo utilicé de modelo para el personaje el Potro del Mantelete en La Piel del tambor, y siempre se mostró orgulloso de ello.
La suya fue, como suele decirse, una larga y penosa enfermedad, que arrostró con el mismo cuajo y la misma calma con que había encarado la vida. Acudí a visitarlo en los últimos tiempos, y la última vez estaba en el hospital, flaco y apergaminado, la piel pálida pegada a los huesos. Sonreía débilmente llamándome colega, y supe que estaba listo de papeles. Lo besé y me fui. La noche antes de morir, me contó su yerno, pidió que le llevaran un canuto y se lo fumó despacio en el cuarto de baño. Quiero pensar que mientras despachaba ese último truja, antes de abrirse de una vida que exprimió como un limón de paella, sonrió para sí, recordando al crío que se buscaba la vida en el mercado de Legazpi, al joven boxeador que nunca se rendía, al golfo que tangaba incautos en Atocha, al macarra que quemaba billetes con mujeres guapas, al buen padre de familia que supo ser en el último tercio del asunto. Y también a los amigos fieles que tanto lo respetaron, y que hoy darían cualquier cosa por volver a acodarse a su lado en la barra de un bar y pedir unas cervezas.

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