Más allá de las disquisiciones sobre si existe un Derecho natural o no, pudiéndose abordar tanto desde una perspectiva iusnaturalista como una iuspositivista, parece verosímil afirmar que en cierto modo tenemos inscrito en nuestros genes, en nuestro ser una noción de justicia que nos hace estremecer ante la condena del justo y aborrecer la tergiversación de la justicia, y más cuando esta se usa para conculcar los derechos de un inocente.
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Una mirada jurídica: el juicio a JesucristoAtendiendo al contexto, en aquella época Palestina estaba bajo el yugo del Imperio Romano, por lo cual el pueblo palestino tenía derecho a administrar justicia según su derecho consuetudinario pero no a ejecutar a los culpables; responsabilidad la cual correspondía a las autoridades romanas. Por lo tanto, la ley aplicable fue la Ley de Moisés a la cual los rabinos habían añadido un gran número de leyes orales que después fueron recopiladas en el Talmud.
Empezando por el arresto, para proceder a este era necesaria la declaración de dos testigos imputando al acusado un delito específico. No obstante, en el momento de la detención a Jesucristo todavía no se le había formulado acusación alguna. Por primera vez, esta se produjo cuando se reunió el Sanedrín a pesar de que este no podía reunirse en el tiempo Pascual ni tampoco le correspondía buscar a los testigos. Incluso estos eran falsos y contradictorios entre ellos (Mateo 26:59) y el reo en ningún momento contó con defensa alguna.
Todo el procedimiento se realiza a puerta cerrada y con gran secretismo en lugar de llevarlo a cabo a la luz del día y de forma pública. Tampoco Caifás respetó la interrupción legal estipulada y ni tan solo se votó la setencia del Sanedrín.
Posteriormente, Jesús fue llevado ante la autoridad romana, el gobernador Poncio Pilato. Como los judíos no tenían potestad para ejecutarlo, lo llevaron ante él pero ante la pregunta:
“¿Qué acusación traen contra este hombre?”
inmediatamente cambiaron de acusación, sabedores de que la blasfemia no era delito en Roma. Esto les obligó a fabricar el siguiente cargo:
“A este hombre lo hallamos subvirtiendo a nuestra nación, y prohibiendo pagar impuestos a César, y diciendo que él mismo es Cristo, un rey” (Lucas 23:2).
Sin embargo, este cargo no estaba penado con la pena de muerte, a menos que hubiese mediado sedición armada, cosa que manifiestamente no hizo Jesús. Para concluir esta retahíla de irregularidades, el procurador romano mandó a la muerte al reo sin pronunciar tampoco sentencia.
Taylor Innes declaró:
“Un juicio que iniciara, concluyera y en el que se pronunciara formalmente la condena, entre la medianoche y el mediodía siguiente, se oponía por completo a las reglas de la ley hebrea y a los principios de justicia”.
Todo el proceso, lleno de crasas y flagrantes ilegalidades, no podía tener como resultado otro que el de cometer una de las más atroces injusticias de la historia de la humanidad y cometer una de las violaciones más descaradas y palpables de un ordenamiento jurídico de las que se tiene constancia.
Autor: Joaquim Vandellós para revistadehistoria.es
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