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martes, 4 de noviembre de 2014

Cavalleria rusticana VERGA GIOVANNI


Turiddu Macea, el hijo de la «señá» Anuncia, al volver de servir al rey, pavoneábase todos los
domingos en la plaza, con su uniforme de tirador y su gorro rojo, que parecía «talmente» el hombre de
la buenaventura cuando saca la jaula de los canarios. A las mozas íbanseles tras él los ojos, según
entraban en misa, rescatadas bajo la mantilla, y los chiquillos revoloteaban como moscas a su
alrededor. Había traído hasta una pipa con el rey a caballo, que parecía de verdad, y encendía los
fósforos en la trasera de los pantalones, levantando la pierna como si diese un puntapié. Mas, con
todo, Lola la del señor Angel no se dejaba ver ni en misa ni en el balcón: que se había tomado los
dichos con uno de Licodia que era carretero y tenía en la cuadra cuatro machos de Sortino. Cuando
Turiddu lo supo, en el primer pronto, ¡santo diablo!, quería sacarle las tripas al de Licodia; pero no lo
hizo, y se desahogó yendo a cantar bajo la ventana de la bella cuantas canciones de desdenes sabía.
—¿Es que no tiene nada que hacer Turiddu, el de la «señá» Anuncia —decían los vecinos—, que
se pasa las noches cantando como un gorrión solitario?
Al cabo, topó con Lola, que volvía del viaje a la Virgen de los Peligros, y que al verle ni palideció
ni se puso colorada, cual si nada hubiera pasado.
—¡Ojos que te ven! —le dijo.
—Hola, compadre Turiddu; ya me habían dicho que habías vuelto a primeros de mes.
—¡A mí me han dicho otras cosas! —respondió—. ¿Es verdad que te casas con el compadre Alfio
el carretero?
—¡Si es la voluntad de Dios…! —contestó Lola, juntando sobre la barbilla las dos puntas del
pañuelo.
—¡La voluntad de Dios la haces con el tira y afloja que te conviene! ¡Y la voluntad de Dios ha sido
que yo tenía que venir de tan lejos para encontrarme con tan buenas noticias, Lola!
El pobrecillo intentaba aún dárselas de valiente; pero la voz casi le faltaba, e iba tras de la moza
contoneándose, bailándole de hombro a hombro la borla del gorro. A ella, en conciencia, le dolía verle
con una cara tan larga; pero no tenía ánimos para lisonjearle con buenas palabras.
—Oye, compadre Turiddu —le dijo, al fin—, déjame alcanzar a mis compañeras. ¡Qué dirían en el
pueblo si me vieran contigo!…
—Es verdad —respondió Turiddu—. Ahora que te casas con el compadre Alfio, que tiene cuatro
machos en la cuadra, no hay que dar que hablar a la gente. Mi madre, la pobre, ha tenido que vender
nuestra mula baya y el majuelillo de la carretera mientras yo era soldado. Pasó el tiempo en que Berta
hilaba, y tú ya no te acuerdas de cuando hablábamos por la ventana del corral ni de cuando me
regalaste el pañuelo aquél, antes de marcharme, que Dios sabe las lágrimas que lloré en él, al irme tan
lejos, tan lejos, que se perdía hasta el nombre de nuestro pueblo. Ahora, adiós, Lola; hagamos cuenta
que no hay más que decir, y que si te he visto, no me acuerdo.
La Lola se casó con el carretero, y los domingos se ponía en el corredor, con las manos en el
vientre, para enseñar todos los anillos de oro que le había regalado su marido. Turiddu seguía
paseando una y otra vez por la calleja, con su pipa en la boca y las manos en los bolsillos, con aire
indiferente y guiñándole a las mozas; pero roíale por dentro el que el marido de Lola tuviese todo
aquel oro y el que ella fingiese no verle cuando pasaba.
—¡Se la voy a hacer en sus mismos ojos a esa perra! —murmuraba.
Frente por frente al compadre Alfio vivía el señor Colás, el viñador, rico como un cerdo según
decían, el cual tenía una hija. Turiddu tanto dijo y tanto hizo, que intimó con el señor Colás, y
comenzó a andar por la casa y a decirle palabritas dulces a la muchacha.
—¿Por qué no le dices todas esas cosas tan bonitas a la Lola? —contestaba Santa.
—¡La Lola es una señorona! ¡La Lola se ha casado con un rey!
—Yo no merezco reyes…
—Tú vales por cien Lolas, y conozco yo a uno que no miraría a la Lola ni al santo de su nombre
cuando estás tú, porque la Lola no sirve ni para descalzarte. ¡Qué va a servir!
—La zorra que no podía alcanzar las uvas…
—Dijo: ¡qué guapa estás, rica mía!
—¡Quietas las manos, compadre Turiddu!
—¿Tienes miedo de que te coma?
—¡Ni a ti ni a tu Dios tengo miedo!
—¡Ya sabemos que tu madre era de Licodia! ¡Tienes sangre de pelea! ¡Uy, te comería con los
ojos!—
Cómeme con los ojos, si quieres, que no me harás migas; pero mientras, carga con este haz.
—¡Por ti cargaría yo con la casa entera!
Ella, por no ponerse colorada, le tiró un leño que tenía a mano, y no le dio por milagro.
—Vamos, despacha, que la charla no gavilla sarmientos.
—Si fuera rico, Santa, buscaría una mujer como tú.
—Yo no me casaré con un rey, como la Lola; pero tengo mi dote para cuando el Señor me mande
novio.
—¡Ya sabemos que eres rica, ya lo sabemos!
—Pues si lo sabes, despacha, que está para llegar mi padre y no quiero yo que me encuentre en el
corral.
El padre empezaba a torcer el gesto; pero la muchacha no se daba por enterada, porque la borla del
gorro del tirador le había hecho cosquillas en el corazón y le bailaba continuamente ante los ojos.
Como el padre puso a Turiddu en la puerta, la hija le abrió la ventana, y todas las noches estaba de
charla con él, que no se hablaba de otra cosa en la vecindad.
—Estoy loco por ti, y hasta el sueño pierdo y el apetito.
—Cháchara.
—¡Quisiera ser el hijo de Víctor Manuel para casarme contigo!
—Cháchara.
—¡Por la Virgen que como pan te comería!
—Cháchara.
—¡Por mi honra te lo juro!
—¡Ay madre mía!
Lola, que lo oía todo, palideciendo y ruborizándose, escondida tras el tiesto de albahaca, un día
llamó a Turiddu.
—¡Vaya, compadre Turiddu! ¿Es que ya no se saluda a los amigos?
—¡Ay! —suspiró el mozo—. ¡Dichoso el que puede saludarte!
—¡Pues si tal intención tienes, ya sabes dónde vivo!… —respondió Lola.
Turiddu volvió a verla con tanta frecuencia, que Santa se enteró y le dio con la ventana en los
hocicos. Los vecinos le señalaban con una sonrisa o con un movimiento de cabeza cuando pasaba el
tirador. El marido de Lola andaba por las ferias con sus mulas.
—¡El domingo quiero ir a confesarme, que esta noche he soñado con uvas negras! —dijo Lola.
—¡Déjalo, déjalo! —suplicaba Turiddu.
—No, que como se acerca la Pascua, mi marido querría saber por qué no me confieso.
—¡Ay! —murmuraba Santa, la del señor Colás, esperando turno de rodillas ante el confesionario,
donde Lola estaba haciendo la colada de sus pecados—. ¡Por mi alma, que no quiero mandarte a Roma
en penitencia!
El compadre Alfio volvió con sus mulas, cargado de dineros, y trajo a su mujer un vestido nuevo,
muy majo, para las fiestas.
—Haces bien en traerle regalos —le dijo su vecina Santa—, ¡porque mientras estás fuera, tu mujer
te adorna la casa!
El compadre Alfio era uno de esos carreteros que llevan la montera a la oreja, y al oír hablar de su
mujer de aquel modo mudó de color, como si le hubiesen dado una puñalada.
—¡Santo diablo! —exclamó—. ¡Como no hayas visto bien, no os dejo ni ojos para llorar a ti y a
toda tu parentela!
—¡No acostumbro llorar yo! —respondió Santa—; ni siquiera he llorado al ver con estos ojos
entrar a Turiddu, el de la «señá» Anuncia, en casa de tu mujer…
—Está bien —respondió el compadre Alfio—; muchas gracias.
Turiddu, ahora que había vuelto ya el marido, no rondaba de día por la calleja, y distraía el tedio
en la taberna con los amigos. La víspera de Pascua tenían sobre la mesa un plato de salchicha, cuando,
entrando en esto el compadre Alfio, con sólo ver el modo que tuvo de mirarle, comprendió Turiddu
que había ido a arreglar cuentas, y dejó el tenedor en el plato.
—¿Tienes algo que mandar, compadre, Alfio? —le dijo.
—Nada, compadre Turiddu, sino que hace ya tiempo que no te veo y quería hablarte de lo que
sabes.
Turiddu, al pronto, le había ofrecido una copa; pero el compadre Alfio la rehusó con la mano.
Entonces Turiddu se levantó y le dijo:
—Pues aquí me tienes, compadre Alfio.
El carretero le echó los brazos al cuello.
—Si quieres ir mañana a las chumberas de la Canziria, podremos hablar de nuestro asunto,
compadre.
—Espérame en la carretera, al salir el sol, e iremos juntos.
Con estas palabras se dieron el beso de desafío, y Turiddu le mordió la oreja al carretero,
haciéndole así promesa solemne de no faltar.
Los amigos, abandonando la salchicha, acompañaron silenciosos a Turiddu hasta su casa. La
«señá» Anuncia, la pobrecilla, esperábale hasta tarde todas las noches.
—Madre —le dijo Turiddu—, ¿se acuerda cuando me fui al servicio, que creía usted que ya no iba
a volver? Deme un beso muy fuerte como entonces, porque mañana temprano tengo que irme muy
lejos. Antes de ser de día cogió la faca, que había escondido en el heno cuando se marchó soldado, y se
puso en camino hacia las chumberas de la Canziria.
—¡Jesús María! ¿Adónde vas tan furioso? —lloriqueaba la Lola a punto de salir su marido.
—Voy ahí cerca —respondió el compadre Alfio—; pero mejor te sería que no volviese nunca.
Lola, en camisa, rezaba a los pies de la cama, llevándose a los labios el rosario que le había traído
fray Bernardino de los Santos Lugares, cuantas avemarías podía.
—Compadre Alfio —comenzó Turiddu luego que hubieron hecho un buen trecho de camino él y su
compañero, que iba callado y con la montera sobre los ojos—, como hay Dios que sé que no tengo
corazón y que me dejaría matar. Pero antes de salir he visto a mi vieja, que se ha levantado para verme
marchar, con el pretexto de arreglar el gallinero, como si se lo diera el corazón, y, como hay Dios que
te mataré como a un perro por no hacer llorar a mi viejecita.
—Eso está muy bien —respondió el compadre Alfio quitándose el farseto—; así pincharemos con
fuerza los dos.
Ambos eran buenos esgrimidores. Turiddu tiró el primer golpe y alcanzó al otro en un brazo; al
repetir, tiró a la ingle.
—¡Ah, compadre Turiddu! ¿Es que de veras quieres matarme?
—Sí, ya te lo he dicho; acabo de ver a mi vieja en el gallinero, y me parece tenerla continuamente
delante.
—¡Pues abre bien los ojos —le gritó el compadre Alfio—, porque vas a ir bien servido!
Según estaba en guardia, agachado, para contener la herida que le dolía, y arrastrando casi el codo
por el suelo, agarró un puñado de tierra y se lo echó a los ojos al adversario.
—¡Ah! —gritó Turiddu, cegado—, ¡soy muerto!
Intentaba salvarse dando saltos desesperados hacia atrás; pero el compadre Alfio le alcanzó con
otro golpe en el estómago y otro en el cuello.
—¡Y tres! ¡Éste, por haberme adornado la casa! Ahora, tu madre dejará en paz a las gallinas.
Turiddu se tambaleó un poco entre las chumberas y cayó luego como una piedra. La sangre le
borbotaba espumando en la garganta, y no pudo proferir ni un «¡Ay mi madre!».__

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