MIRA JAM contó esta historia:
Vivía en Shiraz un joven estudiante de teología llamado Saufe que era sumamente inteligente y de
corazón puro. Leyendo y releyendo el Corán llegó a ensimismarse de tal modo en el pensamiento de
los ángeles que su alma convivía con ellos más que con su madre o sus hermanos, sus profesores y
compañeros de clase, y que con ninguna otra persona de Shiraz.
Se repetía a sí mismo las palabras del Libro Sagrado: «... Por los ángeles que arrancan con
violencia las almas a los hombres, y por los que a otros hacen salir el alma con dulzura, por aquellos
que cruzan con agilidad los aires llevando órdenes de Dios, por aquellos que preceden y anuncian la
llegada del justo al Paraíso, y por aquellos que, subordinadamente, gobiernan los asuntos de este
mundo...»
«El trono de Dios», pensaba, «ha de estar situado tan alto en el cielo que los ojos del hombre no
alcancen a distinguirlo, y su mente sienta vértigo ante él. Pero los ángeles resplandecientes se
mueven entre los salones azules de Dios y nuestras oscuras casas y escuelas. Deberíamos poder
verles y comunicarnos con ellos.»
«Las aves», meditaba, «deben de ser, de todas las criaturas, las más parecidas a los ángeles.
¿Acaso no dicen las Escrituras: ‘Cualquier ser que se mueve en el cielo y en la tierra adora a Dios, y
los ángeles también’? Desde luego, las aves se mueven en el cielo y en la tierra. ¿Y no dicen además
de los ángeles: ‘No están poseídos de orgullo hasta el extremo de desdeñar su servicio, sino que
cantan y cumplen lo que se les ordena’? Pues sin duda las aves hacen lo mismo. Si nos esforzamos en
imitar a las aves en todo esto, llegaremos a asemejarnos a los ángeles más de lo que nos parecemos
ahora.
»Pero además de estas cosas, las aves tienen alas, como las tienen los ángeles. Estaría bien que los
hombres pudiesen construirse unas alas, elevarse hacia las altas regiones donde mora una luz
radiante y eterna. Un pájaro, si fuerza al máximo la capacidad de sus alas, puede cruzarse con un
ángel en alguno de los senderos inexplorados del éter. Quizá el ala de la golondrina ha rozado el pie
de algún ángel; o se ha cruzado la mirada de un águila, en el momento en que sus fuerzas estaban casi
exhaustas, con los ojos serenos de los mensajeros de Dios.
»Dedicaré mi tiempo», decidió, «y mis conocimientos a la empresa de construir unas alas así para
mis semejantes.»
De modo que decidió abandonar Shiraz para estudiar las costumbres de las aladas criaturas.
Hasta ahora, enseñando a los hijos de los hombres ricos y copiando antiguos manuscritos, había
mantenido a su madre y a sus hermanos más pequeños; y se lamentaron de que sin él caerían en la
pobreza. Pero él replicó que algún día su éxito les compensaría sobradamente de las actuales
privaciones. Sus maestros, que le habían pronosticado una carrera excelente, fueron a visitarle, y
trataron de hacerle ver que si el mundo llevaba funcionando tanto tiempo sin que los hombres se
comunicasen con los ángeles sería porque estaba hecho para que fuese así, y podía seguir estándolo
también en el futuro.
El joven softa les contradijo respetuosamente.
—Hasta hoy —dijo—, nadie ha visto a las aves migratorias alzar el vuelo hacia esferas más
cálidas, que no existen, ni a los ríos abrirse paso por entre rocas y llanuras, y correr hacia un océano
imposible de encontrar. Pues Dios no crea un anhelo y una esperanza sin que exista una realidad
dispuesta a satisfacerlos. Pero nuestro anhelo es nuestra garantía; y bienaventurados los que añoran
el hogar, porque ellos volverán a él. Además —exclamó, llevado por el curso de sus propios
pensamientos—, ¿cuánto mejor no iría el mundo del hombre si pudiese pedir consejo a los ángeles y
aprender de ellos a comprender la marcha del universo, que tan fácilmente leen porque lo ven desde
arriba?
Tan sólida era la fe que tenía en su empresa que al final sus maestros renunciaron a rebatirle, y
pensaron que la fama de su discípulo podía, con el tiempo, hacerles famosos a ellos también.
Así, pues, el joven softa convivió durante un año entero con las aves. Se hizo un lecho en la yerba
alta de la llanura, donde canta la codorniz; trepó a los árboles viejos en los que anidan el tordo y la
paloma torcaz; encontró acomodo en el follaje, y permanecía tan inmóvil que no inquietaba los más
mínimo a las aves. Vagó por las altas montañas y, por debajo justo del límite de la nieve, vivió en la
vecindad de un par de águilas a las que observaba ir y venir.
Regresó a Shiraz enriquecido de ideas y conocimientos, y se puso a trabajar febrilmente en sus
alas.
Leyó en el Corán: «Alabado sea Dios, que dota a sus ángeles de dos, tres o cuatro pares de alas», y
decidió hacerse tres pares, uno para los hombros, otro para la cintura y otro para los pies. Durante
sus vagabundeos había recogido centenares de plumas de águila, de cisne y de buitre; se encerró con
ellas, y se puso a trabajar con tanto celo que durante mucho tiempo no vio ni habló con nadie. Pero
cantaba mientras trabajaba; y los transeúntes se detenían a escuchar, y se decían: «Ese joven softa
alaba a Dios y hace lo que está mandado.»
Pero cuando terminó su primer par de alas, y hubo probado y tanteado su fuerza de elevación, no
fue capaz de guardar su triunfo para sí, sino que lo contó a sus amigos.
Al principio, la gente importante de Shiraz, los teólogos y los altos oficiales, se rieron de los
rumores de su hazaña. Pero cuando estos rumores se extendieron, y los sostuvieron numerosos
jóvenes, empezaron a alarmarse.
—Si este muchacho volador —se dijeron unos a otros— llega a encontrarse y a comunicarse
efectivamente con los ángeles, las gentes de Shiraz, como suele ocurrir cuando acontece algo
excepcional, se volverán locas de admiración y alegría. Y quién sabe qué cosas nuevas y
revolucionarias podrán contarle los ángeles. Pues, al fin y al cabo —decían—, puede que haya
ángeles en el cielo.
Meditaron la cuestión, y el más anciano de todos, un ministro del rey llamado Mirzah Aghai, dijo:
—Este joven es peligroso, puesto que tiene grandes sueños. Pero es inofensivo, y será fácil de
manejar, puesto que ha abandonado el estudio del mundo real, en el que se ponen a prueba los
sueños. En una sola lección, le demostraremos la existencia de los ángeles. ¿O es que no hay mujeres
jóvenes en Shiraz?
Al día siguiente mandó buscar a una de las bailarinas del rey, llamada Thusmu. Le explicó el caso
hasta donde consideró conveniente que estuviese ella enterada, y prometió recompensarla si le
obedecía. Pero si fracasaba, otra bailarina, amiga suya, ocuparía su lugar en el cuerpo de bailarinas
reales durante la fiesta de la recolección de rosas para la fabricación de esencia.
Así fue como una noche en que el softa se había subido al tejado de su casa para contemplar las
estrellas y calcular la velocidad a la que podría desplazarse de una a otra, oyó que le llamaban por
su nombre desde atrás; y al volverse, descubrió una figura esbelta y radiante, vestida de oro y plata,
erguida, con los pies muy juntos, en el borde del tejado.
El joven tenía el pensamiento lleno de ideas sobre los ángeles; de modo que no dudó de la
identidad de su visitante, ni se sorprendió demasiado, sino que se sintió sencillamente embargado de
gozo. Echó una mirada al cielo para ver si el vuelo del ángel no había dejado una estela
resplandeciente tras él; y entretanto, los de abajo derribaron la escala por la que había subido la
bailarina. Entonces, cayó él de rodillas ante ella.
La bailarina le saludó con un movimiento de cabeza, y le miró con sus ojos negros bordeados de
espesas pestañas.
—Me has llevado en tu corazón durante mucho tiempo, mi siervo Saufe —susurró—. Ahora vengo
a inspeccionar esa pequeña morada mía. El tiempo que esté en tu casa, contigo, dependerá de tu
humildad y tu disposición para cumplir mis designios.
A continuación se sentó en el tejado con las piernas cruzadas, mientras él permanecía de rodillas.
Y hablaron:
—Nosotros los ángeles —dijo ella— no necesitamos alas, en realidad, para desplazarnos entre el
cielo y la tierra, sino que nos bastan nuestras piernas. Si tú y yo nos hacemos verdaderos amigos, te
ocurrirá lo mismo; y podrás deshacerte de las alas en las que trabajas.
Todo tembloroso de éxtasis, el softa le preguntó cuándo podría efectuar semejante vuelo contra las
leyes de la ciencia. La bailarina se echó a reír, con una risa tintineante de campanilla.
—A vosotros los hombres —dijo— os gustan las leyes y los razonamientos, y tenéis gran fe en las
palabras que salen a través de vuestras barbas. Pero yo voy a convencerte de que nosotros tenemos
una boca para discusiones más dulces, y una boca más dulce para las discusiones. Voy a enseñarte
cómo los ángeles y los hombres llegan a un perfecto entendimiento sin discurso alguno, a la manera
celestial.
Y así lo hizo.
Durante un mes, la dicha del softa fue tan grande que su corazón se rindió a ella. Olvidó por
completo su trabajo, dado que, una y otra vez, se entregaba al celestial entendimiento. Y le dijo a
Thusmu:
—Ahora veo cuánta razón tenía el ángel Eblis, cuando le dijo a Dios: «Soy más excelente que
Adán. Tú le has formado del barro tan sólo, en cambio a mí me has sacado del fuego», y citando
nuevamente las Sagradas Escrituras, suspiró diciendo: «Quienquiera que sea enemigo de los ángeles,
será enemigo de Dios.»
Guardó al ángel en su casa; pues ella le había dicho que la visión de su belleza podría cegar a las
gentes no iniciadas de Shiraz. Sólo por las noches subía con él a lo alto de la casa, y juntos
contemplaban la luna nueva.
Ocurrió entonces que la bailarina le tomó mucho afecto al teólogo, ya que tenía un rostro hermoso,
y su inesperado vigor le convertía en un gran amante. Empezó a creerle capaz de todo. Además, por
su conversación con el viejo ministro, había comprendido que éste tenía miedo del joven y de sus
alas, y que lo consideraba peligroso para él, para sus colegas y para el Estado; y pensó que le
gustaría ver perder al viejo ministro y a sus colegas y al Estado. La ternura por su joven amigo le
ablandó tanto el corazón como se lo había ablandado a él.
Cuando la luna se hizo llena y bañó el pueblo entero con su luz, se sentaron los dos juntos en el
tejado. El softa posó sus manos sobre las de ella, y dijo:
—Desde que te conozco, mis manos han adquirido vida propia. Me doy cuenta de que Dios, al
hacer las manos de los hombres, les enseñó una dulzura tan grande como si les hubiese concedido
alas —y alzó las manos y se las miró.
—No blasfemes —dijo ella, y suspiró un poco—. No soy yo el ángel, sino tú; y efectivamente, tus
manos tienen una fuerza maravillosa y vida propia. Déjame sentirlas una vez más, y enséñame,
mañana, las cosas grandiosas que has hecho con ellas.
Para complacerla, al día siguiente la llevó completamente embozada a su taller. Entonces vio que
las ratas habían devorado sus plumas de águila, y que el armazón estaba roto y esparcido. Lo miró
todo, y recordó el tiempo en que había trabajado en ellas. Pero la bailarina lloró.
—¡Yo no sabía que era esto lo que te proponías hacer —exclamó—; Mirzah Aghai es un hombre
malvado!
Asombrado, el softa le preguntó qué quería decir; y sumida en el dolor y la indignación, se lo contó
todo.
—Amor mío —dijo—, yo no puedo volar, aunque dicen que cuando bailo lo hago con
extraordinaria ligereza. No te enojes conmigo, sino recuerda que Mirzah Aghai y sus amigos son
hombres importantes, contra los que nada puede una pobre muchacha. Y son ricos, y poseen cosas
muy bellas. Y no puedes esperar que una bailarina sea un ángel.
Al oír esto, el softa se echó de bruces, ocultó el rostro, y no dijo una palabra más. Thusmu se sentó
junto a él, y sus lágrimas cayeron sobre sus cabellos, con los que se envolvía ella los dedos.
—Eres un muchacho maravilloso —dijo—. A tu lado todo es grande y dulce y verdaderamente
celestial; y te amo. Así que no te atormentes, cariño.
Alzó él la cabeza, la miró, y dijo:
—Dios no ha designado sino a ángeles para presidir el fuego del infierno.
—No hay nadie —dijo ella— que recite el Libro Sagrado tan bellamente como tú.
Él volvió a mirarla.
—Si vieras —dijo— cómo los ángeles dan muerte a los incrédulos. Les golpean el rostro
diciéndoles: «Probad el dolor del fuego, pues esto sufriréis por lo que han hecho vuestras manos.»
Tras un silencio, dijo ella:
—Quizá puedas reparar todavía las alas y dejarlas tan bien como si fuesen nuevas.
—No puedo repararlas —dijo él—; y ahora que tu obra ha terminado, debes irte, ya que es
peligroso que sigas conmigo. Porque Mirzah Aghai y sus amigos son hombres importantes. Y debes
bailar en la fiesta de la recolección de rosas.
—¿Te olvidarás de Thusmu? —preguntó ella.
—No —dijo él.
—¿Vendrás a verme bailar? —preguntó Thusmu.
—Sí; si puedo —contestó él.
—No perderé la esperanza —dijo ella gravemente, mientras se levantaba— de que vengas. Porque
sin esperanza no se puede bailar.
Y dicho esto, se marchó entristecida.
Saufe no podía ahora estarse en casa; dejó abierta la puerta del taller y vagó por el pueblo. Pero
tampoco podía resistir el pueblo; de modo que se marchó a los bosques y a las llanuras. Pero
tampoco era capaz de soportar la visión de los pájaros, ni de oír sus cantos, y regresó a las calles. En
ellas se detenía a veces, en sus vagabundeos, delante de alguna pajarería, y observaba largamente a
los pájaros en sus jaulas.
Cuando los amigos le dirigían la palabra, no les reconocía. Pero cuando, en las calles, se reían de
él y le gritaban: «Mirad al softa, que creía que Thusmu era un ángel», él se detenía, les miraba, y
replicaba: «Yo lo creo todavía. No es mi fe en la bailarina lo que he perdido, sino mi fe en los
ángeles. Hoy no puedo recordar cómo, cuando era joven, imaginaba el aspecto de los ángeles. Creo
que serán una visión terrible. Quienquiera que sea enemigo de los ángeles, será enemigo de Dios, y
quienquiera que sea enemigo de Dios, carece de esperanza. Yo no tengo esperanza; y sin esperanza
no puedo volar. Esto es lo que me inquieta.»
De este modo, el desventurado softa vagó durante un año. Yo mismo, cuando era pequeño, le vi por
las calles envuelto en su capa negra y andrajosa y en otra capa aún más negra de perpetua soledad.
A finales de ese año se marchó, y no se le volvió a ver más en Shiraz.
—Esta es —dijo Mira Jama— la primera parte de la historia.
Pero sucedió —muchos años después, cuando empecé, de joven, a contar historias para deleitar al
mundo y hacerlo más sabio— que hice un viaje a las playas arenosas del mar, a los pueblos de los
pescadores de perlas, con objeto de escuchar las aventuras de estos hombres y hacerlas mías.
Pues son muchas las maravillas que les acontecen a quienes bajan buceando al fondo de los mares.
Las mismas perlas son cosas de misterio y de aventura; si seguís el curso de una simple perla, os
dará materia para cien relatos. Las perlas son como los cuentos del poeta: enfermedad transformada
en belleza, a la vez trasparentes y opacas, secretos de las profundidades sacados a la luz para
deleitar a las mujeres jóvenes, que reconocerán en ellas los secretos más profundos de sus propios
pechos.
Más tarde, he contado a los reyes, con mucho éxito, las historias que aquellos sencillos y pacíficos
pescadores me contaron a mí.
Ahora bien, en sus relatos aparecía a menudo un nombre que despertaba mi curiosidad, y les pedí
que me hablasen más de la persona a la que dicho nombre correspondía. Entonces me informaron que
aquel hombre se había hecho famoso entre ellos por su audacia y su suerte inexplicable y
excepcional. De hecho, el nombre de Elnazred, que ellos mismos le habían puesto, significaba en su
dialecto «el afortunado» o «el contento y feliz». Descendía a profundidades más grandes y
permanecía más tiempo que ningún otro pescador, y nunca dejaba de sacar ostras con las más bellas
perlas. En los pueblos de los pescadores de perlas decían que tenía un amigo en el fondo de las
aguas —quizá alguna hermosa sirena, o quizá algún demonio marino— que le guiaba. Mientras los
otros pescadores eran explotados por sus compañías comerciales y no salían de la pobreza, esta
persona feliz había hecho fortuna, se había comprado una casa con jardín, había traído a su madre a
vivir con él y había casado a sus hermanos. Pero conservaba para su propio uso una pequeña cabaña
junto al mar. Y pese a su fama demoníaca, en tierra y en la vida diaria era al parecer un hombre
pacífico.
Soy poeta, y algo en estos rumores me hizo volver a historias de mucho tiempo atrás. Decidí visitar
a esta persona afortunada y pedirle que me hablase de sí misma. Primero le busqué en vano en su
agradable casa con jardín; luego, una noche, recorrí la playa hasta dar con su cabaña.
La luna estaba llena en el cielo; las olas, largas y grises, llegaban una tras otra, y todo a mi
alrededor parecía haberse puesto de acuerdo para guardar un secreto. Yo lo miraba todo, y presentía
que iba a escuchar, y a componer, una historia muy bella.
El hombre no estaba en su cabaña, sino que sentado en la arena contemplaba el mar; de cuando en
cuando, arrojaba al agua un guijarro. La luna iluminaba su figura, y observé que era un hombre grueso
y agradable, y que su semblante sereno expresaba armonía y felicidad.
Le saludé con una reverencia, le dije mi nombre, y le expliqué que había salido a dar un paseo en
la clara y cálida noche. Me contestó al saludo con cortesía y benevolencia, y me dijo que ya había
llegado a él mi fama de joven deseoso de perfeccionarse en el arte de narrar. A continuación me
invitó a sentarme en la arena junto a él. Habló durante un rato de la luna y del mar. Tras un silencio,
comentó que hacía tiempo que no había oído contar ninguna historia. ¿Querría yo, aprovechando que
estábamos allí, sentados apaciblemente en aquella noche clara y cálida, contarle alguna?
Yo deseaba lucir mi habilidad, a la vez que confiaba en que pudiese favorecer mis propósitos
respecto a él. Así que busqué en mi memoria un buen relato. De alguna manera, no sé por qué, me
había estado rondando por la cabeza la historia del softa Saufe. Así que, en un tono sosegado acorde
con la luna y las olas, empecé:
—Vivía en Shiraz un joven estudiante de teología...
El hombre feliz escuchó con atención y en silencio. Pero al llegar al pasaje de los amantes en lo
alto de la casa, y citar el nombre de la bailarina Thusmu, alzó la mano y se la miró. Yo me había
esforzado en inventar esta preciosa escena a la luz de la luna, tan cara a mi corazón de poeta;
reconocí el gesto, y con gran sorpresa y alarma, exclamé:
—¡Tú eres el softa de Shiraz!
—Sí —dijo el hombre feliz.
Para un poeta, resulta pavoroso descubrir que es cierta su historia. Yo sólo era un muchacho, un
principiante en mi arte; de modo que se me erizó el cabello, y estuve a punto de echar a correr. Pero
había algo en la voz del hombre feliz que me retuvo.
—Una vez —dijo— me tomé muy en serio el bienestar del softa Saufe, de quien me acabas de
hablar. Hoy ya casi lo he olvidado. Pero me alegra saber que ha pasado a formar parte de un cuento;
pues probablemente nació para eso; en el futuro, dejaré que así sea. Prosigue tu relato, Mira Jama, y
déjame escuchar el final.
Temblé ante tal petición, pero otra vez me cautivó su actitud y me permitió retomar el hilo de mi
historia. Al principio comprendí que me estaba concediendo un gran honor, y poco después, mientras
proseguía, que se lo estaba haciendo yo a él también. Mi triunfo de narrador me inundó el corazón.
Conté la historia de manera muy conmovedora; y al terminar, allí, en aquella arena de mar, solos él y
yo bajo la luna llena, mi rostro estaba bañado en lágrimas.
El hombre feliz me consoló y me pidió que no me tomase mi historia demasiado a pecho. Así que,
cuando hube recobrado la voz, le rogué que me contase todo lo que le había sucedido después de
marcharse de Shiraz. Porque sus experiencias en las profundidades del mar, y la suerte que le había
reportado riqueza y fama entre los hombres, harían sin duda una historia tan hermosa como la que yo
le había contado, y más alegre. A los príncipes, a las grandes damas y a las bailarinas, le expliqué,
les gustan las historias tristes tanto como a los mendigos diseminados por las murallas de las
ciudades. Pero yo quería ser narrador para todo el mundo, y los mercaderes y sus esposas pedían
relatos que acabasen bien.
El hombre feliz guardó silencio un rato.
«Lo que me ocurrió después de abandonar Shiraz —empezó entonces— no constituye ninguna
historia.
»Soy famoso entre los hombres —dijo—, porque puedo permanecer en el fondo del mar más
tiempo que ellos. Esta aptitud, en cierto modo, es una pequeña herencia del softa, de quien me has
hablado. Pero eso no constituye ninguna historia. Los peces han sido amables conmigo, y no
defraudan a nadie. Así que eso no constituye ninguna historia.
»De todos modos —prosiguió, tras un silencio más largo—, para corresponder a tu relato y no
desalentar a un joven poeta, aunque no constituye ninguna historia, te contaré lo que ocurrió al
marcharme de Shiraz.
»Empezó entonces su narración, y yo le escuché con interés.
«Suprimiré la explicación de cómo me fui de Shiraz y llegué aquí, y empezaré el relato de mis
experiencias sólo donde les guste a los mercaderes y a sus esposas.
»Pues verás: la primera vez que bajé al fondo del mar en busca de cierta perla rara en la que
entonces pensaba mucho, me cogió de la mano un viejo manatí con lentes de concha. De pequeñito
había sido atrapado por la red de dos viejos pescadores, y se había pasado toda una noche en el agua
del pantoque de la embarcación, oyendo a estos dos hombres, quienes sin duda alguna eran personas
piadosas y profundas. Pero por la mañana, al sacar a tierra la red, se escurrió por entre las mallas y
volvió al mar. Desde entonces se ríe de la desconfianza que muestran los demás peces hacia los
hombres. Porque en verdad, dice el manatí, si un pez sabe cómo comportarse, puede manejarles
fácilmente. Incluso ha llegado a interesarse por la naturaleza y las costumbres del hombre, y explica
a menudo estos temas a un auditorio de peces. También le gusta hablar de eso conmigo.
»Yo le debo mucho; pues ocupa un puesto importante en el mar, y como protegido suyo, soy
recibido en todas partes; a él le debo también casi toda mi riqueza y la fama que, como dicen, me han
hecho un hombre feliz. Le debo más que eso, porque en nuestras largas conversaciones me ha
transmitido la filosofía que me ha devuelto la serenidad.
»Y esto es lo que afirma el manatí.
»’El pez’, dice, ‘es, entre todas las criaturas, la más cuidadosa y exactamente creada a imagen del
Señor. Todas las cosas contribuyen a su bien, de lo cual podemos concluir que ha sido llamado según
su propósito.
»’El hombre puede moverse, aunque en un solo plan, y está sujeto a la tierra. Sin embargo, la tierra
le sostiene sólo con el reducido espacio que él cubre con las plantas de sus pies; tiene que soportar
su propio peso y suspira bajo él. Según he deducido por la charla de mis dos viejos pescadores,
debe subir trabajosamente las montañas de la tierra; si por ventura se cae de ellas, entonces la tierra
le recibe con dureza. Incluso los pájaros, que tienen alas, si no hacen esfuerzos con ellas, son
traicionados por el aire que los sostiene y se precipitan al suelo.
»’Nosotros los peces nos apoyamos y nos sostenemos por todas partes. Nos apoyamos confiada y
armoniosamente en nuestro elemento. Nos movemos en todas las dimensiones; sea cual sea el rumbo
que elijamos, las aguas poderosas modifican su forma por respeto a nuestra virtud.
»’No tenemos manos, de modo que no podemos construir nada y jamás nos tienta la vana ambición
de alterar nada de cuanto integra el universo del Señor. No sembramos ni trabajamos; por tanto,
ninguna estimación de nosotros mismos resulta equivocada, ni falla ninguna de nuestras previsiones.
Los más grandes de nosotros han alcanzado en su ámbito la absoluta oscuridad. Y leemos fácilmente
el curso del universo porque lo vemos desde abajo.
»’Llevamos con nosotros, en nuestro flotante desenvolvimiento, una relación de sucesos
perfectamente ajustada que prueba nuestra situación de privilegio y sostiene nuestra solidaridad. El
hombre la conoce también, y hasta ocupa un importante lugar en su historia; pero debido a su modo
infantil de ver las cosas, no tiene de ella sino una noción confusa. Pero yo te la revelaré.
»’Cuando Dios hubo creado el cielo y la tierra, la tierra le causó un doloroso desencanto. El
hombre, propenso a la caída, cayó casi en seguida, y con él, todo lo que había en tierra seca. Esto
hizo que Dios se arrepintiese de haberle creado a él, a los animales de la tierra, y a las aves del aire.
»’Pero los peces no cayeron, ni entonces ni nunca; pues, ¿cómo o adónde podíamos caer? Así que
el Señor miró con benevolencia a Sus peces y se consoló al verlos, ya que de toda la creación, sólo
ellos no le habían decepcionado.
»’Decidió recompensar a los peces de acuerdo con sus méritos. Hizo que se rompieran todas las
fuentes de las profundidades, y que se abriesen todas las ventanas del cielo, y las aguas del diluvio
se precipitaron sobre la tierra. Se extendieron las aguas, y aumentaron y cubrieron las grandes
montañas que hay bajo el cielo. Y crecieron las aguas desmesuradamente, y ahogaron a cuanta carne
se movía sobre la tierra, aves y ganado, bestias y hombres. Y todo lo que pisaba la tierra feneció.
»’No me demoraré, en esta relación, en las delicias de aquellos tiempos y de aquel estado. Porque
tengo compasión del hombre, y tacto además. Tú mismo, antes de encontrar el camino que te ha traído
a nosotros, puedes haber puesto tu corazón en el ganado, en los camellos y caballos, o haber criado
palomas y pavos reales. Eres joven, y puede que hayas estado unido hace poco a alguna criatura de tu
propia especie, y no obstante parecida en cierto modo a un pájaro, como llamáis vosotros a las
mujeres jóvenes (aunque, a propósito, sería mejor para ti que no fuese así, porque recuerdo las
palabras de mis pescadores: una joven mujer hace que su amante pruebe el dolor de sentirse
abrasado; si no es así, quizá te llegues a interesar por una de mis sobrinas, criaturas
extraordinariamente sabrosas que jamás harán probar a un amante el fuego abrasador). Diré tan sólo
que durante ciento cincuenta días tuvimos de todo, y que la bendita abundancia apareció con su
cuerno rebosante.
»’Pasaré por alto además (esta vez por mí), a la manera discreta y probada de los peces, el hecho
de que el hombre, aunque caído y corrompido, consiguiera una vez más salir adelante con su astucia.
»’Queda la duda, sin embargo, de si, mediante este triunfo aparente, ha alcanzado el hombre su
verdadero bienestar. ¿Cómo conseguirá la verdadera seguridad una criatura perpetuamente ansiosa
acerca de la dirección en que se mueve, y que concede tan vital importancia a su elevación o caída?
¿Cómo puede lograr el equilibrio un ser que se niega a desechar la idea de esperanza y de riesgo?
«‘Nosotros los peces descansamos en silencio, sostenidos desde todas partes, en el seno de un
elemento que se nivela por sí solo de manera constante e indefectible. De un elemento que, puede
decirse, se ha impuesto a nuestra existencia personal en la medida que, sin tener en cuenta la forma
individual ni si somos planos o redondos, nuestro peso y nuestro cuerpo están calculados de acuerdo
con la cantidad de fluido que desplazamos.
»’Nuestra experiencia nos ha probado, como la vuestra os probará algún día a vosotros, que uno
puede flotar muy bien sin esperanza; sí, que incluso se flota mejor sin ella. Por tanto, también, nuestro
credo consigue que en nosotros toda esperanza quede eliminada.
»’No corremos ningún riesgo. Pues nuestro cambio de lugar en la existencia nunca crea, ni deja tras
de sí, lo que el hombre llama un camino, en cuyo fenómeno (en realidad, no es fenómeno sino ilusión)
malgastará deliberaciones incomprensiblemente apasionadas.
»’El hombre, en fin, está alarmado por la idea del tiempo, y desequilibrado por los incesantes
vagabundeos entre el pasado y el futuro. Los habitantes del mundo líquido han conciliado el pasado y
el futuro en la máxima: Aprés nous le déluge.’
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