El tirón de la sangre
De la novela 'Demonios familiares' de Ana María Matute surgen personajes nítidos e intensos
Demonios familiares es la novela que Ana María Matute estaba escribiendo cuando el pasado mes de junio le sobrevino la muerte. Quedó, por consiguiente, inacabada. Lo que no implica, en absoluto, que el lector tenga en sus manos sólo un borrador o unos esbozos o tentativas de un proyecto narrativo. Si prescindimos del elemento que la autora no pudo desplegar en todo su potencial desarrollo ni llevar hasta su final —la trama o intriga—, pronto advertimos el grado de redondez o perfección alcanzado en lo que respecta a otros de los elementos que componen una novela, lo cual denota la destilación de la idea en la mente de la autora. Porque no estoy hablando sólo de la “calidad de página”, de la escritura propiamente dicha. Es lo que se espera de Ana María Matute, dada su dilatada trayectoria previa. Aunque podía no haber sido así, estando la novela en una fase todavía lejana de su final. Y sin embargo, la autora procedía ya a una revisión y poda contundentes, a juzgar por las páginas del mecanoescrito corregido que se reproducen en el interior del tomo. La maduración de la fábula se aprecia asimismo en el pulso narrativo —apenas hay desfallecimientos—, en el modo en que se va desplegando una historia tensada por una serie de leit-motif deudores del singular mundo de la escritora y que incluyen espacios como el bosque o el desván, elementos de rango simbólico como el espejo o una luciérnaga, o temas y conflictos que atañen tanto a las ideas y sentimientos como a los impulsos inconscientes o las figuraciones de unos personajes a quienes vemos nítidos desde su primera aparición.
“Algunas noches el Coronel oía llorar a un niño en la oscuridad. Al principio se preguntaba quién sería, puesto que hacía muchos años que en la casa no vivía ningún niño. Sólo quedaba, en la mesilla de noche de Madre, una fotografía sepia, una sonrisa transparente y errática —quien sabía ya si de Madre o del niño—, flotando en la noche como una luciérnaga alada”.
Así arranca Demonios familiares, en los albores de la guerra civil española, cuando Eva, postulante a novicia en el convento donde había estudiado interna desde los siete años, es obligada a abandonarlo para regresar a casa de su padre, el Coronel, y se siente invadida por una oscura desazón y un ansia de venganza, aunque de momento ignore la causa. El relato prosigue hasta octubre de 1936, si bien ahora la guerra no entra en el primer plano del relato y resuena alejada, acaso porque ya Ana María Matute trató de ella en Luciérnagas y en Primera memoria, y sobre todo en Los hijos muertos, y porque lo medular aquí es la madeja de sentimientos que anuda y enreda las relaciones entre quienes viven bajo un mismo techo: los demonios familiares o los lazos de sangre tensados por un silencio sostenido que encubre un episodio lejano que de repente sale a la luz y lo trastorna todo. Justamente uno de los rasgos a destacar es la graduación con que se pauta ese conflicto y la naturaleza metafórica con que se expresa, haciéndolo repercutir en una conciencia a partir de impresiones, sensaciones y evocaciones o recuerdos.
Dividida en dos partes, en la primera —‘La ventana de los halcones’— queda asentado el pequeño mundo de Eva, reducido al marco familiar aunque a la vez inserto en el reducido círculo social del Coronel —presentado éste de manera escueta, acudiendo la escritora más a la sugerencia que a la crónica detallada— y planteado y resuelto el primer nudo narrativo: la etapa del asombro —en el sentido que Ana María Matute daba al término, denunciando así el desconocimiento o la falsedad en que habían crecido los niños de su generación— y de la sumisión y la obediencia, y la determinación de dar un paso hacia la vida, negando una parte de su historia, sus dieciséis años, y abriendo puertas para cruzarlas con firmeza. Podríamos pensar que estamos ante otra de esas adolescentes rebeldes —y solitarias y repletas de carencias de todo tipo— cuyo camino hacia la madurez pasa por el rechazo de los mandatos o de las prohibiciones que tiranizaron su infancia, sólo que ahora el rito de paso tiene lugar no fuera sino dentro de la casona familiar, poblada de espectros —portentosa presencia de Madre desde su retrato, “amasada con frases y palabras retenidas”—, donde “todas las paredes están hechas de silencio, hasta de aliento contenido”, y el tiempo parece haberse detenido. En la segunda parte —‘Vértigo’—, ya reventado el secreto, el foco narrativo se desplaza y el primer plano lo ocupan los jóvenes, apuntándose la aparición en paralelo de otra historia próxima —la amistad entre Yago y Berni—, al par que avanza el conflicto ético de Eva, agudizado por el drama de su amiga Jovita.
En el prólogo, Pere Gimferrer señala los hilos que anudan Demonios familiares a otras novelas de Ana María Matute; en un texto que se presenta a modo de epílogo, María Paz Ortuño abunda en datos y pormenores sobre las duras circunstancias en que se escribió. Poco se revela, sin embargo, sobre las posibles derivas de la trama. No importa. Nos basta con lo que tenemos: un mundo único en el que la autora precipita al lector a través de una escritura que es —como apunta Gimferrer— sortilegio.
Demonios familiares. Ana María Matute. Destino. Barcelona, 2014. 182 páginas. 20 euros (electrónico: 12,99)
No hay comentarios:
Publicar un comentario