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martes, 10 de octubre de 2023

MÁS POBRE QUE UN MUERTO, IMPOSIBLE

 

MÁS POBRE QUE UN MUERTO, IMPOSIBLE *

 

Flannery O’Connor

 

El tío de Francis Marion Tarwater llevaba muerto apenas media hora cuando el chico se emborrachó tanto que no pudo terminar de cavar su tumba y un negro llamado Buford Munson, que había ido a que le llenasen una damajuana, tuvo que terminar el trabajo, arrastrar el cuerpo desde la mesa del desayuno, donde seguía sentado, y enterrarlo como está mandado, cristianamente, con la señal de su Salvador en la cabecera de la tumba, y echarle encima tierra suficiente para impedir que los perros lo desenterraran. Buford se había presentado a eso de mediodía y, al atardecer, cuando se marchó, Tarwater, el chico, todavía no había vuelto del alambique.

El viejo era tío abuelo de Tarwater, o eso decía, y habían vivido juntos desde que el chico tenía uso de razón. Cuando lo había rescatado y se había comprometido a criarlo su tío le dijo que tenía setenta años; al morir tenía ochenta y cuatro. Tarwater calculó entonces que él andaría por los catorce. Su tío le había enseñado a sumar, restar, multiplicar y dividir, a leer y escribir, algo de historia, empezando por Adán cuando lo expulsan del Edén, pasando por los presidentes hasta Herbert Hoover, y de ahí a la especulación hasta llegar al segundo Advenimiento y el día del Juicio. Además de darle una buena educación, lo había rescatado de su otro pariente, el único que le quedaba, el sobrino del viejo Tarwater, un maestro de escuela que por entonces no tenía hijos y quería quedarse con el de su difunta hermana para criarlo según sus propias ideas. El viejo estaba en condiciones de saber cuáles eran esas ideas.

Había vivido tres meses en casa del sobrino gracias a lo que en su momento consideró caridad, pero más tarde, según contaba, había descubierto que no había sido por caridad ni nada parecido. Mientras vivió allí, el sobrino se había dedicado en secreto a hacer un estudio sobre su persona. El sobrino, que lo había acogido en nombre de la caridad, aprovechó la situación para colarse en su alma por la puerta trasera, le hacía preguntas que tenían más de un sentido, le ponía trampas por toda la casa y observaba cómo caía, y al final terminó escribiendo un estudio sobre él y lo publicó en una revista para maestros. El hedor de su comportamiento había llegado hasta el cielo y el Señor mismo había rescatado al viejo. Se le había presentado en una visión enfurecida para ordenarle que huyera con el huerfanito, se marchara al lugar más apartado del interior y lo criara para justificar su Redención. El Señor le había asegurado una larga vida y el viejo había raptado al niño en las mismas narices del maestro, y se lo había llevado a vivir a un claro del bosque del que tenía un título de propiedad vitalicio.

Con el tiempo, Rayber, el maestro de escuela, descubrió dónde estaban y fue hasta el claro a recuperar al niño. Tuvo que dejar el coche en el camino de tierra y atravesar más de un kilómetro de bosque, por un sendero que aparecía y desaparecía, antes de llegar al campo de maíz con la escuálida casucha de dos plantas que se levantaba en su mismo centro. Al viejo le gustaba contarle a Tarwater que había visto la cara enrojecida, sudorosa y picada de viruelas de su sobrino subir y bajar entre el maíz, seguida del sombrero de flores color rosa de la asistente social que había llevado para que lo acompañara. El maíz estaba plantado hasta dos palmos de los escalones del porche, y cuando el sobrino salió del campo, el viejo apareció en la puerta con la escopeta y le advirtió que le dispararía a los pies a todo aquel que pisara sus escalones; los dos quedaron cara a cara mientras la asistente social salía del campo de maíz, encrespada como una pava real a la que le han invadido el nido. El viejo decía que de no haber sido por la asistente social, su sobrino no habría dado un solo paso, pero ella se quedó allí de pie, esperando, mientras se apartaba los mechones teñidos de rojo que se le habían pegado a la frente ancha. Los dos sangraban y tenían la cara cubierta de arañazos por culpa de las espinas de los arbustos, y el viejo se acordaba de la ramita de zarzamora que a la asistente social le colgaba de la manga de la blusa. Bastó que ella soltara el aire despacio, como si con el aliento se le acabara toda la paciencia del mundo, para que el sobrino levantara el pie, lo apoyara en el escalón y el viejo le disparara en la pierna. La pareja salió corriendo y desapareció entre el maíz crujiente, y la mujer chilló: «¡Sabías que estaba loco!», pero cuando reaparecieron al otro lado del campo de maíz, desde la ventana del piso de arriba, el viejo Tarwater vio que ella lo rodeaba con el brazo y lo sostenía mientras él iba a los saltitos, y así llegaron al bosque; tiempo después, supo que el sobrino se había casado con ella, pese a que le doblaba la edad y a que no le daría tiempo a hacerle más que un hijo. Ella no lo dejó volver nunca más.

La mañana en que el viejo murió, bajó a la cocina y preparó el desayuno, como de costumbre, y se murió antes de llevarse la primera cucharada a la boca. Un cuarto amplio y oscuro ocupaba toda la planta de abajo de la casucha, y en el centro había una cocina de leña y una mesa de tablones puesta al lado. En los rincones se apilaban los sacos de pienso y malta, y por todas partes allí donde el viejo o Tarwater las iba dejando, se acumulaban la chatarra, las virutas de madera, las cuerdas viejas, las escaleras y la leña menuda. Habían dormido en esa cocina hasta que un lince entró una noche por la ventana y el viejo se asustó tanto que se llevó la cama al piso de arriba, donde había dos cuartos vacíos. Vaticinó entonces que las escaleras le quitarían diez años de vida. En el momento de morir, se sentó delante del desayuno, levantó el cuchillo con una mano cuadrada y enrojecida, y no alcanzó a llevárselo a la boca cuando, con una mirada de total asombro, lo bajó hasta que la mano se apoyó de golpe en el borde del plato, le dio la vuelta y lo tiró de la mesa.

El viejo era recio como un toro, el cuello corto le salía directamente de los hombros y los ojos plateados y saltones miraban como dos peces que luchan por escaparse de una red de hilos rojos. Llevaba un sombrero grisáceo con toda el ala doblada hacia arriba, y encima de la camiseta, una chaqueta gris que en otros tiempos había sido negra. Sentado a la mesa, enfrente de su tío, Tarwater vio que en la cara le salían un montón de venitas rojas y que un temblor lo recorría entero. Fue como el temblor de un terremoto que había partido del corazón hacia fuera y acababa de llegar a la superficie. De repente, la boca se le hizo a un lado y el viejo se quedó tal y como estaba, en perfecto equilibrio, la espalda a medio palmo del respaldo de la silla, la barriga metida justo debajo del borde de la mesa. Los ojos fijos, como monedas de plata, estaban clavados en el niño, sentado frente a él.

Tarwater sintió que el temblor no cesaba y lo recorría ligeramente a él también. Supo que el viejo estaba muerto sin tocarlo, siguió sentado a la mesa, enfrente del cadáver, y terminó de desayunar sumido en una especie de vergüenza huraña, como si se encontrara en presencia de una personalidad nueva y no supiera qué decir. Al final dijo con voz quejumbrosa:

-¡Para el carro! Ya te dije que lo haría bien.

La voz sonó como la de un forastero, como si la muerte lo hubiera transformado a él y no al viejo.

Se levantó, salió con el plato por la puerta trasera, lo puso en el último escalón y dos gallos de pelea negros cruzaron como flechas el patio y se acabaron los restos de comida. Se sentó encima de una larga caja de pino que estaba en el porche trasero; distraído, empezó a desanudar un trozo de cuerda, mientras la cara larga, en forma de cruz, se volvía hacia el claro y miraba más allá del bosque que se extendía en pliegues grises y violáceos hasta rozar la línea azul celeste de los árboles, que, como una fortaleza, se alzaban contra el cielo despejado de la mañana.

El claro no sólo estaba lejos del camino de tierra, sino del camino de ruedas y de la senda, y, para llegar a él, los vecinos más próximos, negros, no blancos, tenían que cruzar el bosque, apartando del paso las ramas de los ciruelos. Hacia la izquierda, el viejo había empezado a sembrar un campo de algodón que iba hasta más allá de la alambrada y llegaba casi hasta un costado de la casa. Las dos hileras de alambre espino pasaban justo en medio del campo. Un brazo de niebla en forma de joroba reptaba hacia la alambrada, dispuesto como un perro de caza blanco a pasar por debajo y cruzar el patio pegado al suelo.

-Voy a cambiar es’alambrada de sitio -dijo Tarwater-. No voy a dejar que mi alambrada me parta el campo en dos.

La voz le sonó fuerte, todavía extraña y desagradable, y concluyó la reflexión para sus adentros: «Porque ahora este lugar es mío, sea o no sea yo el dueño, porque estoy aquí y nadie me va echar. Si llega venir un maestro de escuela a reclamar la propiedad, lo mato».

Llevaba puesto un mono desteñido y un sombrero gris calado hasta las orejas como un gorro. Fiel a la costumbre de su tío, nunca se quitaba el sombrero más que para ir a la cama. Hasta la fecha siempre había seguido las costumbres de su tío pero: «Si quiero cambiar de sitio es’alambrada antes d’enterrarlo, ni Dios me lo impediría -pensó-, nadie diría ni mu».

-Primero l’entierras y así acabas antes -dijo la voz potente y desagradable del forastero.

Se levantó y fue a buscar la pala.

La caja de pino en la que se había sentado era el ataúd de su tío, pero no pensaba utilizarlo. El viejo era demasiado pesado para que un muchacho flaco lo levantara y lo metiera dentro, y aunque el viejo Tarwater lo había hecho unos años antes con sus propias manos, le había dicho, que, cuando llegara el momento, si no era posible meterlo dentro, que lo echara al agujero tal como estaba, y que se asegurara solamente de que el agujero fuera bien hondo. Lo quería de tres metros, dijo, no de dos y medio. Había dedicado mucho tiempo a hacer la caja y, cuando la terminó, le grabó en la tapa mason tarwater, con dios; luego se metió dentro y ahí se quedó tendido un buen rato en el porche trasero, sin que se le viera más que la barriga que sobresalía por el borde como el pan cuando fermenta demasiado. El muchacho se había quedado al lado de la caja, observándolo.

-Así acabamos tos -dijo el viejo con satisfaccción, la voz ripiosa y bullanguera dentro del ataúd.

-Eres demasiao grande pa la caja -observó Tarwater-. Me tendré que sentar encima de la tapa o esperar que te pudras un poco.

-No esperes -le había dicho el viejo Tarwater-. Prest’atención. Cuando llegue el momento, si no es posible usar la caja, si no me puedes levantar o lo que sea, échame al hoyo, pero lo quiero bien hondo. Lo quiero de tres metros, no de dos y medio, de tres. Me puedes llevar rodando, aunque más no sea. Rodaré. Coge dos tablas, las pones al final de los escalones y empiezas a hacerme rodar y ahí donde me pare, empiezas a cavar. No dejes que me caiga dentro el hoyo hasta que no esté bien hondo. Me pones unos ladrillos pa que no salga rodando y me caiga dentro y no dejes que los perros me empujen dentro antes que esté terminao. A los perros mejor los encierras -dijo.

-¿Y si te mueres en la cama? -preguntó el chico-. ¿Cómo voy a hacer pa bajarte por las escaleras?

-Yo en la cama no me pienso morir -dijo el viejo-. En cuant’oiga la llamada, voy a bajar las escaleras corriendo. Me voy a poner cerca de la puerta to lo que pueda. Si me quedo seco arriba, me vas a tener que bajar rodando por las escaleras, no habrá más remedio.

-Dios me libre -dijo el chico.

El viejo se incorporó dentro de la caja y dio un puñetazo en el borde.

-Prest’atención -dijo-. Nunca te pedí na. Te acogí, te crié y te salvé de ese burro de la ciudad, y ahora lo único que te pido a cambio es que cuando me muera m’eches a la tierra, donde deben estar los muertos, y me pongas una cruz encima pa que se vea que estoy ahí. Es lo único que te pido que hagas por mí.

-Bastante haré con echarte al hoyo -dijo Tarwater-. Reventao voy a quedar pa poner cruces. No voy a perder tiempo con tonterías.

-¡Tonterías! -masculló su tío-. ¡Ya sabrás lo que son tonterías el día que junten esas cruces! Mira que enterrar a los muertos como está mandao tal vez sea el único honor que te hagas. Te traje hasta aquí pa hacer de ti un cristiano -gritó-, ¡maldita sea si no lo consigo!

-Si no tengo fuerzas pa hacerlo -adujo el chico observándolo con calculada indiferencia-, le voy avisar a mi tío de la ciudad pa que venga y se ocupe de ti. El maestro de escuela… -aclaró arrastrando las palabras, y vio que las marcas de viruela de la cara de su tío habían palidecido- se va encargar de ti.

Los hilos que sujetaban los ojos del anciano se hicieron más gruesos. El viejo aferró ambos lados del ataúd y empujó hacia delante como si fuera a sacarlo del porche.

-Ése me quemaría -dijo, y se le quebró la voz-. Me mandaría cremar en un horno y aventaría mis cenizas. «Tío», me dijo, «¡eres una especie a punto de extinguirse!». Con tal de aventar mis cenizas, ése es muy capaz de pagarle a la funeraria pa que me quemen -dijo-. No cree en la Resurrección. No cree en el día del Juicio. No cree en…

-Los muertos no están pa detalles -lo interrumpió el muchacho.

El viejo lo agarró por el peto del mono, lo levantó en peso contra el costado de la caja y sus caras casi se tocaron.

-El mundo se creó pa los muertos. Piensa en tos los muertos que hay -dijo y luego, como si hubiera concebido la respuesta a todas las insolencias, añadió-: ¡Los muertos son un millón de veces más que los vivos y el tiempo que los muertos se pasan muertos es un millón de veces más que el tiempo que los vivos se pasan vivos! -Y soltó al chico lanzando una carcajada.

Apenas un temblor de los ojos permitió adivinar que el chico había quedado impresionado por aquello, y al cabo de un instante había dicho:

-El maestro de escuela es mi tío. La única persona de mi misma sangre que voy a tener y está vivo y, si me da la gana acudir a él, acudo ara mismo.

El viejo lo miró en silencio durante un tiempo que se hizo eterno. Luego golpeó con las palmas abiertas los costados de la caja y rugió:

-¡Quien la peste llame, por la peste perecerá! ¡Quien la espada empuñe, por la espada perecerá! ¡Quien el fuego provoque, por el fuego perecerá! -Y el niño tembló a ojos vistas.

«Está vivo -pensó mientras iba a buscar la pala- pero más le vale que ni asome por aquí pa echarme d’estas tierras, porque lo mato». «Acude a él y púdrete en el infierno -le había dicho su tío-. Te salvé d’él hasta ahora y, si acudes a él en cuanto yo esté en el hoyo, no hay na que yo pueda hacer».

La pala estaba apoyada contra la pared del gallinero.

-Nunca más voy a poner los pies en la ciudad -dijo Tarwater-. Nunca acudiré a él. Ni él ni nadie me va sacar d’estas tierras.

Decidió cavar la tumba debajo de la higuera porque el viejo le iba a ir bien a los higos. Al principio, el suelo era arenoso, pero más abajo era duro como la piedra y la pala soltó un sonido metálico cuando la hundió en la arena. «Tengo que enterrar un fardo muerto de cien kilos», pensó, y se quedó con un pie en la pala, inclinado hacia delante, mientras observaba el cielo blanco a través de la copa de la higuera. Tardaría todo el día en cavar en aquella piedra un agujero lo bastante grande; el maestro de escuela lo quemaría en un momento.

Tarwater nunca había visto al maestro de escuela, pero sí a su hijo, un niño que se parecía al viejo Tarwater. Aquella vez que Tarwater y su tío fueron a verlos, el viejo se había quedado tan pasmado por el parecido que no había pasado de la puerta, se había quedado mirando al chico y mojándose los labios con la lengua como un viejo chocho. Aquélla fue la primera y la última vez que el viejo había visto al niño. «Tres meses -decía-. Tres meses pasé en su casa. Qué vergüenza. Una traición que duro tres meses, traicionao por alguien de mi propia familia, y si cuando yo me muera me quieres entregar a quien me traicionó, y ver mi cuerpo arder, así sea. ¡Así sea, muchacho! -le había gritado, incorporándose en la caja de muerto con la cara lívida-. ¡Que así sea, pero cuídate del cangrejo que vendrá a agarrarte del cuello con sus tenazas! -Y con la mano había agarrado el aire para enseñarle a Tarwater cómo sería

-. A mí me amasaron con la levadura en la que él no cree -dijo-, y no voy arder. ¡Y cuando yo me vaya, vas a estar mejor aquí, en estos bosques, tú solo, con la luz qu’ese sol enano quiera arrojar sobre ti, que en la ciudad con ése!».

La niebla blanca avanzó por el patio hasta desaparecer en una hondonada, y el aire quedó limpio y claro.

-Los muertos son pobres -dijo Tarwater con la voz del forastero-. Más pobre que un muerto, imposible. Va tener que conformarse con lo que le toque.

«Nadie me vendrá molestar -pensó-. Nunca. Nadie alzará la mano pa detenerme». Muy cerca, un perro de caza de rubia pelambre golpeaba el suelo con la cola y unas cuantas gallinas negras escarbaban en la tierra desnuda que el chico acababa de cavar. Rodeado de un halo amarillo, el sol se elevaba por encima de la línea azul de los árboles y cruzaba lento el cielo.

-Ahora puedo hacer lo que me dé la gana -dijo, y suavizó la voz del forastero para que le resultara soportable.

«Puedo matar toas esas gallinas, si me diera por ahí», pensó mientras observaba a los negros gallos Bantam que no valían nada y a los que tan aficionado había sido su tío.

-Se iba con muchas tonterías -dijo el forastero-. La verdá es que era un crío. Vaya, a la final, el maestro de escuela nunca le hizo daño. Por ejemplo, lo único que hizo fue estudiarlo y escribir lo que había visto y ponerlo en una revista pa que lo leyeran otros maestros de escuela. ¿Qué tiene eso de malo, eh? Na ¿A quién l’importa lo que lee un maestro de escuela? Y el viejo chocho se comportaba como si le hubieran arrancao el alma y la vida. Ya ves tú, no estaba tan muerto como él se pensaba. Vivió quince años más y crió a un niño pa que lo enterrara como él quería.

Y mientras Tarwater hundía la pala en la tierra, la voz del forastero se cargó de furia contenida y empezó a repetir:

-Tú tienes qu’enterrarlo solo y a pulso y ese maestro de escuela lo quemaría en un momento.

Después de cavar una hora o así, la sepultura tenía poco más de un palmo de profundidad, no era lo bastante honda para contener el cuerpo. Se sentó en el borde a descansar un momento. El sol era como una ampolla blanca y febril en medio del cielo.

-Los muertos traen montones de problemas, muchos más que los vivos -dijo el forastero-. Ese maestro d’escuela ni se pararía a pensar que el día del Juicio se van a reunir tos los cuerpos señalaos con una cruz. En el resto del mundo no hacen las cosas como te las han enseñao a ti.

-Ya lo sé, yo ya estuve -masculló Tarwater-. No hace falta que nadie me lo diga.

Hacía dos o tres años, su tío había ido allí a hablar con los abogados para ver si conseguía evitar que la finca fuese para el maestro de escuela y le quedara a Tarwater. Tarwater se había esperado sentado delante de la ventana del abogado, en el piso doce, con la vista clavada en el agujero de la calle, allá abajo, mientras su tío cerraba el trato. Cuando fueron de la estación de tren a la oficina, había caminado bien erguido entre la masa de hormigón y metal en movimiento moteada con los ojillos de la gente. El brillo de sus propios ojos quedaba tapado por el ala rígida del sombrero gris, nuevecito, que le hacía de techo y se mantenía en perfecto equilibrio sobre las orejas de soplillo. Antes del viaje había leído algunos datos en el anuario y sabía que allí vivían sesenta mil almas que lo veían a él por primera vez. Tenía ganas de pararse y darle la mano a uno por uno y decirles que se llamaba Francis M. Tarwater y que había ido solamente a pasar el día y a acompañar a su tío, que tenía que ver a un abogado. Cada vez que pasaba un transeúnte se volvía a mirarlo hasta que comenzaron a pasar demasiado deprisa y observó que, cuando miraba, la gente de la ciudad no te clavaba los ojos como la del campo. Algunos tropezaban con él, y ese contacto, que hubiera bastado para entablar una relación de por vida, no servía de nada, porque aquellas moles se alejaban abriéndose paso a los empujones, las cabezas gachas, después de mascullar unas disculpas que él hubiera aceptado, si se hubiesen esperado. Se arrodilló delante de la ventana del abogado, asomó la cabeza por la ventana, dejándola colgar hacia abajo, y, así, había observado la calle flotante y moteada que fluía allá abajo como un río de hojalata, y lo había visto destellar bajo el sol que flotaba pálido en un cielo pálido. «Aquí tienes que hacer algo especial pa conseguir que te miren -pensó-. No te se quedarán mirando sólo porque Dios te ha hecho. Cuando venga y me quede pa siempre -se dijo-, voy a hacer algo pa que tos me se queden mirando por lo que hice»; y al inclinarse un poco, vio el sombrero planear despacio, perdido y tranquilo, mecido suavemente por la brisa fue cayendo hacia el suelo, donde los coches le iban a pasar por encima. Se tocó la cabeza desnuda y se metió para adentro.

Su tío discutía con el abogado, los dos daban golpes en el escritorio que los separaba, doblaban las rodillas y golpeaban con el puño al mismo tiempo. El abogado, un hombre alto, con cabeza de cúpula y nariz de águila, no se cansaba de repetir reprimiendo las ganas de gritar:

-No fui yo quien redactó el testamento. Las leyes no las hice yo.

Y la voz de su tío decía, ronca:

-Qué le vamos hacer. Mi padre no lo quiso así. Tiene que haber manera que no le quede a ése. Mi padre no hubiera permitido que un idiota heredase su propiedad. No era ésa su intención.

-Perdí el sombrero -dijo Tarwater.

El abogado se apoyó en el respaldo de la silla, la hizo avanzar hacia Tarwater con un chirrido, lo miró sin interés con sus ojos azul pálido, adelantó un poco más la silla con otro chirrido y le dijo a su tío:

-No puedo hacer nada. Pierde usted el tiempo y me lo hace perder a mí. Más vale que se resigne a este testamento.

-Escúcheme -dijo el viejo Tarwater-, hubo un tiempo que pensé que estaba acabao, viejo y enfermo, con un pie en la tumba, sin dinero, sin na, y acepté su hospitalidá porque era mi pariente más cercano y podía decirse que era su deber acogerme, y yo pensé que lo hacía por caridá, pensé que…

-Yo no puedo remediar lo que usted pensara o hiciera ni lo que su pariente pensara o hiciera -protestó el abogado, y cerró los ojos.

-Me se cayó el sombrero -dijo Tarwater.

-Soy abogado, nada más -dijo el abogado, y paseó la mirada por las filas de libros de derecho, color de la arcilla, que fortificaban su despacho.

-Seguro que un coche ya le pasó por encima.

-Escúcheme -dijo su tío-, me estudió to el tiempo pa un artículo que preparaba. Me tuvo en su casa pa estudiarme y escribir ese artículo. Me hacía pruebas en secreto, a alguien de su propia sangre, imagínese, me espiaba el alma como un mirón, y después va y me dice: «¡Tío, eres una especie a punto de extinguirse!» -ronqueó el viejo con un hilo de voz-. ¡Ya me dirá usté si estoy a punto de extinguirme o no!

El abogado cerró los ojos y sonrió con disimulo.

-Habrá otros abogaos -masculló el viejo.

Se marcharon y vieron a otros tres seguidos, y Tarwater había contado hasta once hombres que podían haber llevado o no su sombrero. Al final, cuando salieron del despacho del cuarto abogado, se sentaron en el alféizar de la ventana de un edificio donde había un banco y su tío hurgó en el bolsillo, sacó unas galletas que había llevado y le dio una a Tarwater. El viejo se desabrochó el abrigo y dejó que la barriga se le desparramara un poco y le descansara sobre el regazo mientras comía. Hacía muecas llenas de rabia; la piel entre las marcas de viruela iba del rosa al violeta y luego al blanco, y las marcas de viruela parecían cambiar de sitio. Tarwater estaba muy pálido y le brillaban los ojos con una profundidad hueca y extraña. Se cubría la cabeza con un viejo pañuelo de trabajo anudado en las cuatro puntas. No observaba a los transeúntes que ahora sí lo observaban a él.

-Gracias a Dios que terminamos, así podemos volver a casa -murmuró.

-Todavía no terminamos -dijo el viejo, se levantó de sopetón y echó a andar calle abajo.

-Jesús mío de mi alma -siseó el chico poniéndose en pie de un salto para alcanzarlo

-. ¿No nos podemos sentar un momento? ¿No entiendes cuando te hablan? Todos los abogaos te dicen lo mismo. La ley es una sola y no hay na qu’hacer. Hasta yo lo entiendo, ¿por qué tú no? ¿Qué te pasa?

El viejo siguió andando, a grandes zancadas, echando la cabeza hacia delante, como si husmeara al enemigo.

-¿Adónde vamos? -le preguntó Tarwater cuando dejaron atrás la zona comercial y pasaron entre filas de casas grises y protuberantes, con porches tiznados que se proyectaban encima de las aceras-. Oye -dijo golpeando a su tío en la cadera-, que yo no pedí venir.

-Tarde o temprano hubieras acabao pidiéndomelo -masculló el viejo-. Anda, come hasta hartarte.

-Yo no pedí que me dieras de comer. Yo no pedí venir. Vine aquí sin saber qu’esto estaba donde está.

-Recuerda -le dijo el viejo-, que te dije que te acordaras, cuando me pedistes venir, que esto no te gustó mientras estuvistes aquí. -Y siguieron caminando.

Cruzaron una acera tras otra, dejaron atrás una fila tras otra de casas salientes con las puertas entornadas por donde se colaba un poco de luz seca e iluminaba los pasillos manchados del interior. Al final llegaron a otro barrio de casas achaparradas, casi idénticas, todas tenían delante su cuadrado de césped que se agarraba como un perro a un filete robado. Después de andar unas cuantas manzanas, Tarwater se sentó en la acera y anunció:

-Yo no doy un paso más. ¡No sé ni adónde voy y no pienso dar un paso más! -le gritó a la figura pesada de su tío, que no se detuvo ni se volvió a mirar atrás.

Poco después se levantó de un salto y lo siguió mientras pensaba: «Si le llega pasar algo, yo aquí me pierdo».

El viejo siguió adelante con esfuerzo, como guiado por un rastro de sangre que lo acercara más y más al lugar donde se ocultaba su enemigo. De repente dobló por el sendero corto de una casa color amarillo claro y avanzó rígido hacia la puerta blanca; los hombros fuertes, encorvados, en posición de embestir como una topadora. Golpeó la puerta con el puño, haciendo caso omiso del llamador de bronce lustrado. Cuando Tarwater estuvo a sus espaldas, la puerta ya se había abierto y un niño gordo de cara sonrosada había salido a atender. Era un niño de cabellos blancos, llevaba gafas con montura metálica y tenía los ojos claros, color de la plata, como los del viejo. Los dos se quedaron ahí mirándose, el viejo Tarwater con el puño en el aire, la boca abierta, la lengua colgando como un viejo chocho. Por un instante, el niño gordito dio la impresión de estar paralizado por el asombro. Y después soltó una risotada. Levantó el puño, abrió la boca y sacó la lengua todo lo que pudo. Al viejo casi se le salieron los ojos de las órbitas.

-¡Dile a tu padre que no estoy a punto de extinguirme! -bramó.

El niño se echó a temblar como si lo hubiera golpeado una ráfaga, empujó la puerta hasta casi cerrarla y se ocultó detrás dejando ver sólo un ojo con la gafa. El viejo agarró a Tarwater del hombro, le dio la vuelta, lo empujó sendero abajo y se lo llevó de aquella casa.

Y nunca más regresó, nunca más volvió a ver a su primo, nunca más volvió a ver al maestro de escuela, y al forastero que se había puesto a cavar la tumba con él le contó que le había rezado a Dios para no volver a verlo nunca más y que, aunque no tenía nada contra él y no le hubiera gustado tener que matarlo, se iba a ver obligado a hacerlo si se presentaba allí y se metía en asuntos en los que no tenía nada que ver salvo porque lo decía la ley.

-Escúchame -dijo el forastero-, ¿pa qué iba a venir hasta aquí… si no hay na?

Tarwater se puso a cavar otra vez y no contestó. No escrutó la cara del forastero, pero ya sabía que era astuta, amable y sabia, y que un sombrero de ala ancha y rígida la ensombrecía. El sonido de la voz ya no le disgustaba. Sólo de vez en cuando le sonaba como la voz de un forastero. Empezó a tener la sensación de que acababa de conocerse, como si en vida de su tío lo hubiesen privado de entablar relación consigo mismo.

-El viejo era una buena pieza, pa qué negarlo -comentó su nuevo amigo-, pero tú mismo lo dijistes, más pobre que un muerto, imposible. Tendrán que conformarse con lo que les toque. Su alma ya se ha ido del mundo de los mortales y su cuerpo no va sentir los pellizcos… ni del fuego ni de na.

-A él lo que le preocupaba era el día del Juicio -recordó Tarwater.

-Vamos a ver -dijo el forastero-, ¿no te parece a ti que las cruces que pongas en 1954, 1955 o 1956 estarán podridas el año que llegue el día del Juicio? ¿Podridas y convertidas en polvo igual que las cenizas de tu tío si lo reduces a cenizas? Y ya que estamos, deja que te pregunte una cosa: ¿Qué va hacer Dios con los marineros que se ahogaron en el mar y se los comieron los peces y a esos peces se los comieron otros peces y a esos otros más? ¿Y qué me dices de la gente que se quema así, naturalmente, en los incendios de las casas? ¿De la gente quemada de una forma o de otra o de la gente que se cae dentro de las máquinas y queda hecha papilla? ¿Y de los soldados que se quedan en na cuando les cae una bomba encima? ¿Qué pasa con tos esos que de forma natural quedan rotos en mil pedazos y no hay quien pueda volver a juntarlos?

-Si lo quemo -dijo Tarwater-, no sería natural, sería a propósito.

-Ah, ya lo entiendo -dijo el forastero-. A ti lo que te preocupa no es el día del Juicio de tu tío, sino el tuyo.

-Es asunto mío -dijo Tarwater.

-No, si yo no me meto en tus asuntos -dijo el forastero-. A mí qué m’importa. Te dejan sólo en este lugar desierto. Sólo pa siempre en este lugar desierto, iluminao por la luz que ese sol enano quiera darte. Por lo que veo, no l’importas a nadie.

-Redimío estoy -masculló Tarwater.

-¿Fumas? -preguntó el forastero.

-Si quiero, fumo, y, si no quiero, no fumo -le contestó Tarwater-. Si hace falta, lo entierro, y, si no, no.

-Vete a ver si no s’ha caído de la silla -le sugirió su amigo

Tarwater tiró la pala en la tumba y regresó a la casa. Entreabrió la puerta del frente y se asomó por la rendija. Su tío miraba ceñudo y de lado, como un juez concentrado en alguna prueba terrible. El chico cerró la puerta a toda prisa y volvió a la tumba. Tenía frío pese a que el sudor le pegaba la camisa a la espalda.

En lo alto del cielo, el sol, aparentemente quieto como un muerto, contenía el aliento esperando el mediodía. La tumba tenía medio metro de profundidad.

-Tres metros, no lo olvides -dijo el forastero, y se echó a reír-. Los viejos son unos egoístas. No se puede esperar na d’ellos. Ni de nadie -añadió, y soltó un suspiro desinflado, como una nube de arena que el viento levanta y deja caer de pronto.

Tarwater alzó la vista y vio dos siluetas que venían cruzando el campo, un hombre y una mujer de color; cada uno llevaba una damajuana de vinagre vacía colgando del dedo. La mujer, alta, con aspecto de india, tenía puesto un sombrero verde. Se agachó debajo de la alambrada y, casi sin detenerse, cruzó el patio en dirección a la tumba; el hombre aguantó el alambre, pasó por encima y la siguió de cerca. No apartaban los ojos del hoyo, se detuvieron en el borde y miraron la tierra desnuda con cara de asombro y satisfacción. Buford, el hombre, tenía la cara llena de arrugas, como un trapo quemado, más negra que el sombrero.

-El viejo s’ha ido -dijo.

La mujer levantó la cabeza y soltó un gemido quedo y prolongado, agudo y formal. Dejó la damajuana en el suelo, cruzó los brazos, los descruzó y volvió a gemir.

-Dile que se calle -pidió Tarwater-. Ahora el que mand’aquí soy yo y no quiero plañideras negras.

-Llevo dos noches viendo su espíritu -dijo la mujer-. Lo vi dos noches seguidas y no encontraba paz.

-Lleva muerto desd’esta mañana, na más -dijo Tarwater-. Si queréis que os llene las damajuanas, me las dais a mí y os ponéis a cavar hasta que yo vuelva.

-Se pasó años prediciendo que s’iba ir -dijo Buford-. Ella lo vio en sueños varias noches seguidas y el pobre no encontraba paz. Yo lo conocía bien. Lo conocía muy bien.

-Pobre, corazón mío -le dijo la mujer a Tarwater-, ¿qué vas hacer ahora, aquí sólito, en este lugar solitario?

-Meterm’en mis asuntos -masculló el chico. Le quitó la damajuana de la mano y se alejó tan deprisa que a punto estuvo de caerse. Cruzó a grandes zancadas el campo de atrás, en dirección a la hilera de árboles que bordeaba el claro. Los pájaros se habían refugiado en lo hondo del bosque para huir del sol del mediodía y un tordo, oculto unos metros más adelante de donde él estaba, cantaba una y otra vez las mismas cuatro notas intercalando un silencio. Tarwater empezó a andar más deprisa, alargó el paso, y, tras un instante, echó a correr como si lo persiguieran, se deslizó por pendientes enceradas con pinaza, se agarró de las ramas de los árboles para levantarse jadeante y subir por cuestas resbaladizas. Atravesó una pared de madreselvas, cruzó a los saltos el lecho arenoso de un arroyo, ya casi seco, y se dejó caer por un alto terraplén de arcilla que formaba la pared trasera de la cueva donde el viejo ocultaba el aguardiente sobrante. Lo escondía en un agujero del terraplén y lo tapaba con una piedra grande. Tarwater empezó a pelearse con la piedra para apartarla, mientras el forastero lo miraba por encima del hombro y jadeando le decía:

-¡Estaba loco! ¡Estaba loco! ¡En una palabra, loco de remate!

Tarwater consiguió apartar la piedra, sacó una damajuana oscura y se sentó apoyándose en el terraplén.

-¡Loco! -siseó el forastero, y se dejó caer a su lado.

El sol asomó furtivo detrás de las copas de los árboles que se elevaban por encima del escondite.

-¿Cómo se le ocurre a un hombre de setenta años traer a un niño a este lugar tan dejao de la mano de Dios, pa criarlo como tiene que ser? ¿Y si el viejo se hubiera muerto cuando tenías cuatro años? ¿Hubieras podido cargar la malta hasta el alambique y mantenerte? Que yo sepa, ningún crío de cuatro años ha hecho funcionar un alambique.

»Que yo sepa, no existe ninguno -continuó-. Pa él tú no eras más que algo que iba a crecer lo suficiente pa enterrarlo cuando llegara el día, y ahora que está muerto, él ya te se quitó d’encima, pero a ti te queda cargar con los cien kilos ésos y meterlos bajo tierra. Y no te pienses que al viejo no se le encendería la sangre como un carbón de la cocina si te viera probar aunque fuera una gota d’aguardiente -añadió-. Te diría que te va sentar mal, aunque lo que de verdá te estaría diciendo es que puedes llegar a tomar tanto que ya no estarías en condiciones de enterrarlo. Dijo que te trajo aquí pa criarte según los principios, y el principio era ése: que cuando llegara el momento, estuvieras en condiciones de enterrarlo pa que él pudiera tener una cruz que señalara dónde está.

»A ver -dijo en un tono más suave, cuando el chico terminó de tomarse un buen trago de la damajuana oscura-, por un poquito no te va pasar na. La moderación no le hace mal a nadie.

Un brazo de fuego se deslizó por la garganta de Tarwater, como si el diablo le hurgara por dentro buscándole el alma. Con ojos bizcos miró el sol iracundo que se ocultaba detrás de la hilera más alta de árboles.

-Tómatelo con calma -dijo su amigo-. ¿T’acuerdas d’aquellos cantantes negros de gospel que vistes una vez, aquellos que estaban borrachos y cantaban y bailaban alrededor de aquel Ford negro? Sabe Dios que no hubieran estao ni la mitá de contentos si no se hubieran llenao la barriga d’aguardiente -dijo-. Algunos se toman las cosas muy mal.

Tarwater bebió más despacio. Se había emborrachado una sola vez y esa vez su tío le había dado una paliza con una tabla, y le había dicho que a los niños el aguardiente les quemaba las tripas; otra de sus mentiras, porque a él las tripas no se le habían quemado.

-Deberías tener bien claro -dijo el bueno de su amigo-, que ese viejo se pasó la vida engañándote. Estos últimos diez años podías haber sido un pisaverde de ciudad. Y en vez d’eso, t’han privao de toda compañía menos la suya, has vivido en un granero de dos pisos, en medio d’este campo de tierra pelada empujando el arado detrás de una mula, desde que cumplistes los siete. ¿Cómo sabes que la educación que te dio es fiel a los hechos? ¿Y si te enseñó un sistema de números que no usa nadie? ¿Cómo sabes que dos y dos son cuatro? ¿Y que cuatro y cuatro son ocho? A lo mejor los demás no usan ese sistema ¿Cómo sabes si hubo un Adán o si Jesús, cuando te redimió, mejoró tu situación en algo? ¿O cómo sabes que de verdá te redimió? Solamente tienes la palabra del viejo ese; a estas alturas deberías tener claro qu’estaba loco. En cuanto al día del Juicio -dijo el forastero-, todos los días son el día del Juicio.

»¿No estás ya mayorcito pa haberlo aprendío tú solo? ¿Acaso to lo que haces, to lo que has hecho, no resulta bien o mal ante tus propios ojos y casi siempre antes qu’el sol se ponga? ¿Alguna vez te las arreglastes con algo? No, ni te las arreglastes ni pensastes que te las arreglarías -dijo-. Ya qu’estás, te puedes acabar el aguardiente ahora que bebistes tanto. Cuando te saltas la barrera de la moderación, te la saltas, y esas vueltas que sientes que te bajan de lo alto de la cabeza -dijo-, eso es la mano de Dios que te da la bendición. Te ha liberao. Ese viejo era la piedra que no te dejaba abrir la puerta y el Señor la ha apartao. Pero no l’ha apartao del to, claro está. Serás tú quien termine de apartarla del to, aunque Él ya hizo la mayor parte. Alabao sea Dios.

Tarwater ya no se notaba las piernas. Dormitó un rato, la cabeza colgando a un lado, la boca abierta, con la damajuana ladeada sobre su regazo mientras el aguardiente se le iba escurriendo por la pernera del mono. Al final, del cuello de la damajuana salían sólo gotas, se formaban despacio, engordaban hasta caer, silenciosas, pausadas, del color del sol. El cielo brillante y despejado comenzó a apagarse y se llenó de nubes ásperas hasta que las sombras se instalaron en todas partes. Despertó al dar un respingo, sus ojos se clavaron en algo así como un trapo quemado que colgaba cerca de su cara, aunque no llegaba a verlo con nitidez.

-Vaya manera de comportarte -dijo Buford-. El viejo no se lo merece. Los muertos no descansan hasta que no los entierran. -Estaba agachado y con una mano aferraba a Tarwater del brazo-. M’acerqué a la puerta y lo vi sentao a la mesa, ni siquiera está acostao sobre una tabla pa que s’enfríe. Hay que acostarlo y ponerle un poco de sal en el pecho, si quieres que aguante toa la noche.

El chico entrecerró los párpados para que la imagen no se moviera y, al cabo de nada, distinguió los dos ojitos rojos y abultados.

-Se merece descansar en una tumba como Dios manda -dijo Buford-. Tenía un conocimiento profundo d’esta vida y del sufrimiento de Jesús.

-Negro -dijo el chico haciendo un esfuerzo por mover la lengua pastosa-, quítame la mano d’encima.

Buford levantó la mano e insistió:

-Tiene qu’encontrar paz.

-Ya lo creo que va encontrar paz cuando acabe con él -dijo Tarwater vagamente-. Vete d’una vez que ya m’ocupo yo de mis cosas.

-Nadie te va molestar -dijo Buford, y se puso en pie.

Esperó un momento, inclinado, mirando desde lo alto el cuerpo sin fuerza, despatarrado contra el terraplén. El chico tenía la cabeza hacia atrás y se apoyaba en una raíz que sobresalía de la pared de arcilla. Tenía la boca abierta, y el sombrero, levantado por delante, le dibujaba una línea recta en la frente apenas encima de los ojos entornados. Los pómulos se proyectaban estrechos y flacos, como los brazos de una cruz, y los huecos debajo de ellos tenían un aspecto antiguo, igual que si el cráneo del chico fuese viejo como el mundo.

-Nadie te va molestar -masculló el negro abriéndose paso por la pared de madreselvas, sin volver la vista atrás-. Ese va ser tu problema.

Tarwater cerró otra vez los ojos.

Muy cerca, el canto quejumbroso de un pájaro nocturno lo despertó. No era un ruido chirriante, apenas un silbo amortiguado como si el pájaro tuviera que recordar la queja del muchacho cada vez que éste la repetía. Las nubes recorrían convulsas el cielo negro, y la luna, rosada y vacilante, parecía subir un palmo para bajar otro y volver a subir. Pronto se dio cuenta de que era porque el cielo descendía y caía deprisa para aplastarlo. El pájaro chilló y salió volando a tiempo; Tarwater se precipitó en mitad del lecho del arroyo y se puso a cuatro patas. La luna se reflejaba como pálido fuego en los escasos charcos de la arena. Se abalanzó contra la pared de madreselvas y la cruzó a manotazos, confundiendo el perfume dulce y familiar con el peso que le caía encima. Cuando salió al otro lado, el suelo negro se balanceó un poco bajo sus pies y volvió a caer. El destello rosado de un relámpago iluminó el bosque y, entonces, vio que los bultos negros de los árboles perforaban la tierra y asomaban a su alrededor. El pájaro nocturno volvió a silbar desde el matorral donde se había posado.

Tarwater se levantó y empezó a caminar hacia el claro, a tientas de árbol en árbol, los troncos fríos y secos al tacto. Tronaba a lo lejos, y el titilar continuo y pálido de los relámpagos iluminaba una zona del bosque, luego otra. Por fin vio la casucha; se alzaba escuálida, negra y alta en medio del claro, con la luna rosada y temblorosa justo encima. Los ojos del chico destellaban como pozos abiertos de luz cuando avanzó por la arena, arrastrando a las espaldas su sombra comprimida. No volvió la cabeza hacia el lugar del patio donde había empezado a cavar la tumba.

Se detuvo en la parte de atrás de la casa, en la esquina más alejada, se agachó y miró los trastos que había allí amontonados, jaulas de gallinas, barriles, trapos, cajas. Llevaba cuatro cerillas en el bolsillo. Se arrastró bajo la casa y prendió varios fuegos pequeños, aprovechando el anterior para encender el siguiente y avanzando hacia el porche de adelante, mientras a sus espaldas el fuego devoraba con avidez la yesca seca y las tablas del suelo de la casa. Cruzó la parte de delante del claro, pasó debajo de la alambrada y recorrió el campo lleno de surcos, sin volverse a mirar atrás, hasta que estuvo en el lindero opuesto del bosque. Una vez allí, echó un vistazo por encima del hombro, vio que la luna rosada había caído por el tejado de la casa y estallaba, y entonces echó a correr, obligado a atravesar el bosque por dos ojos saltones del color de la plata que, a sus espaldas, en medio del fuego, se abrían inmensos, llenos de asombro.

A eso de medianoche llegó a la carretera, hizo autoestop y consiguió que lo recogiera un vendedor, representante de ventas en toda la zona del sureste de una fábrica de tiros de cobre para chimeneas, que le dio al chico silencioso lo que, según él era el mejor consejo que podía darle a cualquier jovencito que salía a buscar su lugar en este mundo. Mientras avanzaban por la negra recta de la carretera, vigilada a ambos lados por un oscuro muro de árboles, el vendedor le dijo que sabía por experiencia propia que no había manera de venderle un tiro de cobre a un hombre que no apreciaras. Era un tipo flaco, de cara angosta, escarpada como un barranco, que parecía haberse consumido hasta los rincones más abruptos. Llevaba un sombrero gris y rígido, de ala ancha, de esos que usan los hombres de negocios a los que les gusta parecerse a los vaqueros. Dijo que el amor era la única política que funcionaba en el noventa y cinco por ciento de los casos. Dijo que, cuando iba a venderle un tiro de cobre a un hombre, primero preguntaba por la salud de la esposa de ese hombre y cómo estaban sus hijos. Dijo que llevaba un libro en el que anotaba los nombres de los familiares de sus clientes y lo que les pasaba. La esposa de un hombre había tenido cáncer, él anotó en el libro el nombre de la mujer y al lado escribió la palabra «cáncer», y se interesó por ella todas las veces que visitaba la ferretería de aquel hombre hasta que la mujer se murió; entonces tachó su nombre y al lado escribió la palabra «fallecida».

-Y le doy gracias a Dios cuando se mueren -dijo el vendedor-, uno menos del que acordarme.

-A los muertos no le debe usté na -dijo Tarwater en voz alta; era casi la primera vez que hablaba desde que se había subido al coche.

-Ellos tampoco te deben nada a ti -dijo el forastero-. Y así deberían ser las cosas en este mundo… que nadie le debiera nada a nadie.

-Oiga -dijo Tarwater de pronto, y se sentó en el borde del asiento, con la cara cerca del parabrisas-, vamos en la dirección equivocada. Volvemos al lugar del que veníamos. Se ve otra vez el incendio. El incendio, allá a la izquierda.

Allá adelante, en el cielo había un fulgor débil, pero constante, que no se debía a los relámpagos.

-¡Es el mismo incendio que dejamos atrás! -gritó el chico fuera de sí.

-Muchacho, tú estás chiflado -dijo el vendedor-. Eso de ahí es la ciudad a la que vamos. Y eso que ves brillar ahí son las luces de la ciudad. Supongo que es el primer viaje que haces en tu vida.

-Ha cambiao el rumbo, ha dao la vuelta -dijo el chico-. Es el mismo incendio.

El forastero retorció con fuerza la cara llena de surcos y dijo:

-A mí nunca nadie me ha hecho cambiar el rumbo. Y no vengo de ningún incendio. Vengo de Mobile. Y sé adónde voy. ¿Qué te pasa?

Tarwater se quedó sentado, mirando con fijeza el resplandor que tenía enfrente.

-Estaba dormido -masculló-. Recién ahora empiezo a despertarme.

-Pues tendrías que haberme prestado atención -dijo el vendedor-. Te decía cosas que deberías saber.

 

FIN

 

* Más pobre que un muerto, imposible. New World Writing, vol. 8, octubre de 1955. Revisado y reescrito para ser publicado como primer capítulo de The Violent Bear It Away.

 

miércoles, 27 de septiembre de 2023

Relato

 Era un gato viejo y negro, que tenía algunos años viviendo en ese cementerio, conocía todas las tumbas y con gran orgullo podía decir que ya había dormido varias siestas en muchas de ellas.

Pero hubo un día en que el viejo minino contempló un extraño suceso, había un fantasma sentado encima de una de las lapidas de aquel cementerio.
El gato contempló al fantasma, pero el fantasma sólo contemplaba el cielo.
Fueron varios los días y las semanas en las que el fantasma se la pasaba sentado viendo al firmamento, ya fuera de noche o en un día muy nublado. El viejo gato también buscaba en el cielo aquello que con tanta fascinación tenía embobado al fantasma, pero el gato nunca logró encontrar nada que fuera peculiar para sus gatunos ojos.
Pasaron uno y dos años, tres y cuatro más… y el gato se volvió más lento y dormilón. El fantasma en cambio seguía como estaba y donde estaba, con la cabeza apuntando hacia el cielo y sentado encima de aquella tumba.
Un cierto día en que hacía mucho frío y mucha neblina, el gato sintió sus huesos congelados, también cansados, caminaba lento y tenía mucho mucho sueño, tanto como no había tenido en toda su vida. Decidió que tomaría una siesta, llego a una tumba, dio un par de vueltas en círculo y cayó rendido. El gato comenzó a temblar y se dio cuenta que no se despertaría mas, abrió por última vez sus ojos y miró con asombro que la tumba que había escogido para tener su última siesta era la de aquel fantasma que ya no seguía viendo el cielo, ahora lo veía a él. El fantasma entonces extendió una de sus manos y acarició al gato y el gato dejó de temblar, ya no tuvo frió.
Ese día nublado se escuchó algo en aquel cementerio y si hubiera habido alguien más a parte de los muertos lo hubiera escuchado con facilidad.
"Te esperé durante mucho tiempo mi despistado y dormilón minino"

lunes, 25 de septiembre de 2023

SUS CONFESIONES


 

Por la mañana, Warren Cuttleton salió de su cuarto amueblado en la calle 83 Oeste, y se fue caminando a Broadway. Era un día claro, soplaba un aire fresco, pero no helado, y el sol brillaba, aunque sin cegar. En la esquina, le compró el Daily Mirror al quiosquero ciego, que le vendía el periódico todos los días y que, al contrario de lo que reza el estereotipo, no le reconocía ni por la voz ni por sus pisadas. Se llevó el diario a la cafetería donde desayunaba habitualmente y lo mantuvo doblado con cuidado bajo el brazo mientras pedía un bollo y un café. Se sentó solo en una mesa pequeña, y se dispuso a tomarse el dulce y la bebida oscura y caliente mientras leía el Daily Mirror de cabo a rabo.

Cuando llegó a la página tres, dejó el bollo e hizo a un lado la taza de café. Le había llamado la atención la historia de una mujer, asesinada la noche anterior en Central Park. La víctima, llamada Margaret Waldek, trabajaba de enfermera en el hospital de la Quinta Avenida. A medianoche terminó su turno; de regreso a casa, cuando atravesaba el parque, alguien se le echó encima, la violó y la apuñaló repetidamente en el pecho y en el abdomen. Los detalles estaban descritos con una minuciosidad morbosa, e iban acompañados de una fotografía de Margaret Waldek de bastante mal gusto. Warren terminó de leer el artículo y miró la desagradable fotografía.

¡Y recordó!

La memoria se le despertó de golpe. Un paseo por el parque. La brisa nocturna. Una navaja grande y fría en una mano. El mango del arma blanca que se había vuelto resbaladizo por culpa del sudor de la palma y de los dedos. La espera, solo en el frío. Unos pasos, más cerca, su propio movimiento abandonando el camino y metiéndose entre las sombras.

Y la mujer. Unido a la furia horrible del ataque, al miedo y al dolor en el rostro de la mujer, los gritos de ella ensordeciéndole. Y la navaja, arriba y abajo, subiendo y descendiendo con fuerza. Los alaridos creciendo, hasta convertirse en agónicos y, de pronto, parándose abruptamente. La sangre…

Warren Cuttleton se mareó. Luego examinó su mano, esperando ver el filo de una navaja brillando en la palma. En su lugar, sostenía un bollito a medio acabar. Lo soltó. El trozo de dulce cayó sobre el mantel. Y él creyó que iba a vomitar.

-¡Dios mío! -musitó en voz muy baja.

Nadie pareció oírle. Le invocó otra vez, en un tono algo más alto; y después encendió un cigarrillo con manos temblorosas. No supo apagar la cerilla, de tan débiles, y mal dirigidos, que eran sus soplidos. La tiró al suelo y lo hizo con la suela del zapato. Respiró hondo.

Había matado a una mujer. A alguien que ni conocía, ni había visto antes. Lo que él era lo decían bien claro los titulares… ¡Un asesino, un criminal, un sádico! Constituía una amenaza para la ciudad, y la policía le encontraría y le haría confesar; más tarde, habría un juicio, una condena y una apelación; y un rechazo de este recurso legal; mientras tanto, él permanecería en una celda pequeña, donde acabaría por salir a dar un paseo largo, que le llevaría a sufrir una sacudida eléctrica. Entonces, afortunadamente, caería en la nada absoluta.

Cerró los ojos. Apretó los puños y se los llevó contra las sienes. ¿Por qué lo había hecho? ¿Qué andaba mal en su cabeza? ¿Por qué, por qué él había matado?

¿Cómo alguien era capaz de quitar la vida a otra persona?

Se quedó sentado a la mesa hasta que se fumó tres cigarrillos, encendiendo cada uno con la colilla del anterior. Cuando terminó el último, se levantó de la mesa y fue al teléfono. Echó unos centavos y marcó un número. Después esperó hasta que alguien contestase a su llamada.

-Soy Cuttleton -dijo-. No me esperen hoy. Me encuentro mal.

Una de las chicas de la oficina había atendido el teléfono. Le contestó que lo sentía mucho y que esperaba que se mejorara. Él le dio las gracias y colgó.

¡Que se encontraba mal! Nunca se había ausentado por enfermedad durante los veintitrés años que llevaba trabajando en la Compañía Bardell, salvo dos veces que sufrió una fiebre muy alta. Le creerían, claro está. Porque no mentía, ni engañaba a sus superiores, y ellos lo sabían. Sin embargo, le molestó hacerlo en aquella ocasión.

Realmente, no había dicho una mentira, ya que no se sentía bien. En el camino de vuelta a su habitación, compró el Daily News, el Herald Tribune y el Times. No le dijo nada nuevo el primer periódico, ya que publicaba también la historia del crimen en la página tres, pero tanto lo que contaba así como la fotografía era similar a lo del Daily Mirror. Resultó más difícil encontrar la historia en los otros dos, pues lo habían publicado en la segunda sección, como si se tratara de algo trivial. Esto no le cupo en la cabeza.

Por la tarde, compró el Journal American, el World Telegram y el Post. Este último incluía una entrevista con la hermanastra de Margaret Waldek, una cosa tristísima. Warren Cuttleton lloró amargamente mientras la leía, derramando una cantidad igual de lágrimas por la víctima que por sí mismo.

A las siete en punto, se dijo que la suerte estaba echada. Había matado, y como respuesta le iban a ejecutar.

A las nueve en punto, creyó que jamás le descubrirían. Releyó los diarios, y se dio cuenta de que la policía no contaba con ninguna prueba substancial. No se decía nada de huellas dactilares pero, de todos modos, él sabía que las suyas no estaban en ningún archivo. Nunca se las habían tomado así que, a menos que alguien le hubiera visto, la policía jamás hallaría la forma de conectarle con el crimen. Y él no recordaba que le hubieran visto.

Se fue a la cama a medianoche. Durmió poco y mal, reviviendo cada uno de los horrorosos detalles de la noche anterior… las pisadas, el ataque, la navaja, la sangre, y su huida del parque. Se despertó por última vez a las siete, sobresaltado en el momento más cruel de la pesadilla, chorreando de sudor…

No había escapatoria si iba a soñar esas cosas una noche tras otra… ¡sin remedio! Jamás se había considerado un psicópata; el bien y el mal resultaban conceptos que le importaban, y mucho. Redimirse, abrazado a una silla eléctrica, le pareció el menos terrible de los castigos posibles. Ya no deseaba esquivar a la Justicia, sino que ésta le echara mano, para que, al castigarle por el asesinato, le librara del mismo.

Salió y compró un periódico. No se había producido ningún progreso en la investigación. Leyó una entrevista en el Mirror con la sobrinita de Margaret Waldek, y lloró de nuevo.

Warren Cuttleton nunca había estado antes en una comisaría. Se hallaba sólo a unas cuantas manzanas de la pensión donde vivía pero jamás había pasado por allí, conque tuvo que buscar la dirección en la guía telefónica. Al llegar, se puso a mirar a su alrededor en busca de alguien que pareciese investido de la suficiente autoridad. Al final, se dirigió al sargento de guardia y le explicó que deseaba hablar con un agente en relación con el caso Waldek.

-Waldek… -intentó recordar el sargento de guardia.

-La mujer del parque.

-¡Ah! ¿Tiene información?

-Sí -respondió el señor Cuttleton.

Después esperó en un banco de madera mientras el suboficial preguntaba arriba quién estaba a cargo del caso Waldek. Luego, bajó y le dijo que fuese a la primera planta a ver al sargento Rooker. Y así lo hizo.

Rooker era un joven de rostro meditativo. Le respondió que sí, que se hallaba a cargo del caso Waldek y que, para empezar, ¿podría decirle su nombre, su dirección y otros detalles?

Warren Cuttleton le dio todos los datos que le pidió. Rooker los anotó con un bolígrafo en una hoja amarilla. Luego, le miró, apartando la vista del papel, mostrándose solícito.

-Muy bien, esto ya está -señaló-. Ahora, ¿qué es lo que trae para nosotros?

-Me traigo a mí mismo -respondió el señor Cuttleton.

Y, como el sargento Rooker frunciese el ceño con curiosidad, explicó-: Fui yo. ¡He matado a esa mujer, a Margaret Waldek! Yo lo hice.

Seguidamente el sargento Rooker y un segundo policía se lo llevaron a otro cuarto, y le hicieron un montón de preguntas. Lo explicó todo exactamente como lo recordaba, desde el principio al final. Les contó la historia, intentando no sucumbir al horror de las partes más desagradables. Sólo se derrumbó en dos ocasiones. No es que llorara pero el pecho se le inundaba y la garganta se le cerraba, por culpa de la angustia, y le era imposible continuar. Preguntas…

-¿Cómo consiguió la navaja?

-En una tienda de artículos rebajados y usados.

-¿Dónde?

-En la avenida de Columbus.

-¿Recuerda la tienda?

Warren Cuttleton se acordaba del dependiente, también de un representante, y hasta de haber pagado por la navaja; y de lo que hizo al llevársela. Sin embargo, no supo dar el nombre de la tienda.

-¿Por qué la mató?

-No lo sé.

-¿Y por qué eligió a Margaret Waldek?

-Supongo que porque fue ella la que… pasó por allí.

-¿Por qué la atacó?

-Tenía que hacerlo. Algo… algo me poseyó, una necesidad que no entendí entonces, ni entiendo ahora, una sensación apremiante. ¡Simplemente, debía hacerlo!

-¿Por qué la mató?

-No lo sé. La maté… la navaja… subiendo y bajando… Por eso compré la navaja, para asesinarla.

-¿Lo planeó usted?

-Quizá… de una manera vaga.

-¿Dónde está la navaja?

-No la tengo. La tiré por una alcantarilla.

-¿Qué alcantarilla?

-No me acuerdo. En alguna parte.

Se llenó la ropa de sangre. Eso es seguro, porque ella se desangró. ¿Tiene las ropas en casa?

-Me deshice de ellas.

-¿Cómo? ¿En otra alcantarilla?

-Oye, Ray, uno no le aplica el tercer grado a un tipo cuando éste se halla a punto de confesar de motu propio.

-Perdone, Cuttleton, ¿ha escondido las ropas cerca de su casa?

Algo le vino a la memoria, pero muy confuso, una cuestión relacionada con el fuego.

-Un incinerador -dijo.

-¿El incinerador de su edificio?

-No, de algún otro. En el mío no tenemos. Fui a casa y me cambié de ropa, de eso sí que me acuerdo; luego, la metí en una bolsa, me fui corriendo a otro edificio, la eché en el incinerador y regresé a toda prisa a mi habitación. Me lavé. Tenía las uñas llenas de sangre, eso también lo recuerdo.

Le hicieron quitarse la camisa. Le miraron los brazos, el pecho, la cara y el cuello.

-Ni una herida -dijo el sargento Rooker-. Ni una sola marca. Y a ella le hemos encontrado restos en las uñas, porque arañó al asesino.

-Ray, quizá se arañó a sí misma.

-      ¡Mm! O puede que a él le cicatricen enseguida las heridas, ¿no? Vamos, Cuttleton, esto no tiene pies ni cabeza.

Fueron a otra habitación, le tomaron las huellas dactilares y le catalogaron como sospechoso de asesinato. El sargento Rooker le dijo que podía llamar a un abogado si lo deseaba. Él le respondió que no conocía a ninguno. Una vez fue a ver a un notario, para que le arreglase unos papeles, hacía mucho tiempo, pero su nombre se le había olvidado.

Le llevaron a una celda. Entró allí y le encerraron con llave. Se sentó en una banqueta y fumó un cigarrillo. Por primera vez, en casi veintisiete horas, no le temblaban las manos.

Cuatro horas después, el sargento Rooker y otro policía entraron en su celda. El primero dijo:

-Usted no mató a esa mujer, señor Cuttleton. Ahora bien, ¿por qué nos ha dicho que sí?

Él, desesperado, les miró fijamente a los ojos.

-En primer lugar, usted tenía una coartada y no nos dijo nada al respecto. Fue a un cine de sesión continua que hay a dos manzanas de su casa. Lo sabemos porque el taquillero le reconoció al ver una fotografía que le enseñamos; y ha dicho que usted compró una entrada a las 9,30. También le identificó el acomodador, que recuerda que usted tropezó cuando iba al servicio y él le tuvo que echar una mano; y esto último sucedió pasada la medianoche. Una de las mujeres que viven en el piso de abajo declara que usted fue directamente a su habitación. El individuo que estaba hospedado enfrente asegura que a la una usted ya estaba en su cuarto, que no salió y que apagó las luces unos quince minutos después. Ahora, contéstenos, en nombre del Cielo… ¿Por qué nos ha dicho que había matado a esa mujer?

Era increíble. Warren Cuttleton no se acordaba de ninguna película. No recordaba que hubiera comprado una entrada ni que hubiera tropezado con alguien cuando iba al servicio del cine. Nada de nada. Sólo se veía acechando; luego, el sonido de unas pisadas, el asalto, la navaja y los gritos… la navaja perdida en una alcantarilla y las ropas quemadas en algún incinerador; y, al final, él mismo quitándose las manchas de sangre.

-Más aún. Hemos detenido al presunto asesino, un hombre llamado Alex Kanster, convicto dos veces por asalto frustrado. Fuimos a verle en un registro rutinario, y le encontramos una navaja ensangrentada debajo de la almohada. Tenía el rostro lleno de arañazos, y le apuesto tres contra uno a que a esta hora ya debe haber confesado que fue él quien mató a Margaret Waldek, y no usted. En base a esto… ¿a qué viene toda esta farsa? ¿Por qué ha llegado aquí dispuesto a causarnos problemas? ¿Cómo sigue mintiendo?

-¡Yo les estoy diciendo la verdad! -exclamó el señor Cuttleton, indignado.

Rooker estuvo a punto de decir una inconveniencia, pero se abstuvo. El otro policía dijo:

-Ray, tengo una idea. Que venga alguien que sepa manejar el detector de mentiras.

El señor Cuttleton estaba confuso. Le llevaron a otra habitación y le ataron con unas correas a una máquina muy rara, que tenía un gráfico. Y le hicieron muchas preguntas: ¿Cómo se llamaba? ¿Cuántos años tenía? ¿Dónde trabajaba? ¿Había matado a Margaret Waldek? ¿Cuánto eran cuatro y cuatro? ¿Dónde compró la navaja? ¿Cuál era su apellido? ¿Dónde escondió sus ropas?

-Nada -reconoció el otro policía-. No hay reacción. ¿Lo ves? El tipo cree lo que dice, Ray.

-Puede que sólo sea que no reacciona con el aparato. Se han dado muchos casos.

-Entonces dile que mienta.

-Señor Cuttleton -propuso el sargento Rooker-. Voy a preguntarle cuánto son tres y cuatro. Y quiero que usted conteste que son seis. Simplemente conteste «seis».

-Pero si son siete…

-De todos modos diga seis, señor Cuttleton.

-Bueno… si se empeña…

-¿Cuánto son tres y cuatro?

-Seis.

¡Sí, sí que reaccionaba! Se podía ver en el gráfico cómo la mentira había disparado la aguja, que hasta entonces no había sufrido cambios bruscos.

-Lo que pasa -explicó el otro policía-, es que se lo cree, Ray. No está tratando de causarnos ningún problema; él está convencido de lo que dice, ya sea verdad o mentira. Conoces el poder de la imaginación, el modo en que los testigos juran y perjuran haber visto cosas, y simplemente es una perturbación de los recuerdos. Este hombre ha leído la historia y, desde el principio, se ha creído el protagonista.

Estuvieron hablando con él un rato, tanto Rooker como el otro policía, explicándole cuál era su problema. Le dijeron que se sentía culpable de algo que no había hecho, que sufría alguna depresión psicológica de las que se hallan latentes en la persona, y que todo aquello le obligaba a acusarse de haber asesinado a la señorita Waldek cuando, de hecho, era inocente.

A Warren Cuttleton le costó hacerse a la idea de que los dos policías no estaban completamente locos porque, si alguien se hallaba un poco tarado, era él mismo. Y a esta conclusión no llegó hasta que le demostraron todas las pruebas ante sus propios ojos, y vio que era imposible que hubiera sido él el asesino. No había manera de echar por tierra los sólidos argumentos de los policías. Tenían razón. Debía creerles.

¡Bueno!

Se fió de ellos. Sabía que tenían razón y que, por tanto, él (su memoria) estaba confundido. Pero aquello no alteraba el hecho de que él recordase el crimen. Cada uno de sus espeluznantes detalles le seguía hiriendo en la memoria. Obviamente, esto sólo venía a subrayar su innegable locura.

-Bien. Supongo que a estas alturas -reconoció, muy oportunamente, el sargento Rooker-, usted cree que es un obseso. No deje que todo esto le amargue la vida, señor Cuttleton. Esta urgencia que usted padece de confesar un crimen que no ha realizado no es tan poco común como podría creer. Cada suceso violento que sale a la luz pública atrae hacia nosotros una docena de confesiones falsas; y algunos de los infelices pondrían la mano en el fuego para demostrarnos que dicen la verdad. Usted lleva el deseo de matar encerrado en alguna parte de su ser; y es algo que le obliga a sentirse culpable. Y este complejo de culpabilidad es el que le ha empujado a confesar un crimen que, si bien no ha cometido, quizá deseara haberlo hecho. Nos sucede de vez en cuando. La mayoría de los seres humanos no están tan convencidos como usted, ni tan acertados en los detalles. El detector de mentiras es lo que me reveló que usted se creía culpable. Pero no se preocupe, ya verá como es algo que usted mismo puede controlar.

-Es una cuestión psicológica -añadió el otro policía.

-Es probable que le suceda otra vez -siguió Rooker-, Si es así, intente superarlo. Ahora sabe que no se tratará más que de un mal sueño; ya ve que se acabaron las confesiones, ¿de acuerdo?

Primero, se sintió como un niño estúpido. Después, fue como si alguien le hubiese aliviado de una carga tremenda. No habría silla eléctrica. Tampoco arrastraría un complejo perpetuo de culpabilidad.

Aquella noche durmió a pierna suelta, sin pesadillas.

Aquello pasó en marzo. Cuatro meses después, en julio, ocurrió de nuevo. Warren Cuttleton se despertó, bajó a la calle, fue a la esquina, compró el Daily Mirror, se sentó en la cafetería con su bollito y su taza de café, abrió el periódico por la tercera página y leyó la historia de una colegiala de catorce años a la que, durante la noche anterior, camino de su casa, en la zona del Astoria, un hombre la había matado en un callejón abriéndole la garganta con una cuchilla. También se incluía una fotografía muy expresiva del cuerpo de la muchacha, con la garganta abierta de oreja a oreja.

De repente, ante él, los recuerdos estallaron como unos relámpagos en la noche, iluminándolo todo.

Vio la cuchilla en su mano, la muchacha luchando por deshacerse de sus garras… Evocó la dulce sensación de su jovencísima piel asustada, sus quejidos, la sangre saliendo a borbotones por la garganta herida…

La escena evocada resultó tan viva, que pasó un rato antes de que se diera cuenta de que no era la primera vez que la memoria le jugaba una mala pasada. Se acordó de lo que había sucedido en marzo. Aquello terminó no siendo cierto. Lógicamente, esto tampoco.

Pero no podía equivocarse una y otra vez. Lo recordaba. Cada detalle, tan claramente…

Luchó consigo mismo diciéndose que el sargento Rooker le había alertado para que no se sorprendiera si le asaltaba de nuevo ese impulso irresistible de revivir un crimen que no había protagonizado. Tampoco debía confesarlo después. Pero la lógica no resiste el ataque de la certeza, aunque ésta sea absurda. Si uno sostiene una rosa en su mano, y siente la suavidad de sus pétalos, y se ve embriagado por su perfume dulce, y además sus espinas le pinchan, todas las deducciones más racionales del mundo no bastarán para convencerle de que la rosa no existe. Y, a veces, las flores del recuerdo son tan difíciles de arrancar como las reales y tangibles.

Aquel día Warren Cuttleton fue a trabajar. Esto no le causó ningún bien, ni a él ni a sus patrones, ya que le resultó imposible prestar atención a los papeles acumulados en su mesa. Sólo podía pensar en la locura que había cometido matando a Sandra Gitler. Sabía que no podía haberlo hecho; sin embargo, al mismo tiempo, estaba convencido de que era el asesino.

Una chica de la oficina le preguntó si se sentía mal, ya que tenía un aspecto terrible. Un compañero de la empresa quiso saber si se había sometido a un chequeo médico últimamente. A las cinco en punto, Warren Cuttleton se fue a casa. Luego, le costó un gran esfuerzo mantenerse alejado de la comisaría, pero lo consiguió.

Los sueños fueron terribles, vividos con una intensidad insoportable. Se despertó, sobresaltado, una y otra vez. Llegó a dar un grito. Por la mañana, cuando ya se había rendido a la evidencia de que no podría dormir, comprobó que las sábanas estaban empapadas de sudor. La humedad había traspasado el colchón. Después, permaneció largo tiempo bajo el chorro de agua helada de la ducha; se vistió, y se fue a la comisaría.

La última vez él confesó pero ellos probaron que era inocente. Parecía imposible que pudieran haber cometido un error, del mismo modo que debía considerarse absurdo que hubiese matado a Sandra Gitler; pero quizás el sargento Rooker volviera a espantar al fantasma de la muchacha. Haría la declaración, probarían su inocencia y, a partir de entonces, podría dormir todas las noches.

No se detuvo ante el sargento de guardia, sino que subió directamente a hablar con Rooker, el cual le guiñó un ojo.

-¡Warren Cuttleton!-exclamó el suboficial-. ¿A confesar?

-No quería venir. Ayer me recordé a mí mismo matando a la chica, en Queens. Sé que lo hice aunque estoy convencido de que no la asesiné. Pero…

-Usted está seguro de ser el criminal.

-Sí.

El sargento Rooker le comprendió. Llevó a Cuttleton a un cuarto, en lugar de a una celda, y le dijo que le esperara un momento. Regresó a los pocos minutos.

-Llamé al oficial encargado del caso Queens -informó-. Ha averiguado unas cuantas cosas sobre el asesinato, cosas que no han salido en los periódicos. ¿Recuerda usted haber grabado algo en el vientre de la muchacha… un tatuaje, unas palabras o un signo parecido?

Le vino a la memoria. La cuchilla dibujando en la piel desnuda, quizás unas palabras.

-¿Qué grabó ahí, señor Cuttleton?

-Yo… no consigo acordarme…

-Usted puso «Te quiero». ¿Lo recuerda?

Sí, lo pudo recordar mentalmente. La cuchilla penetrando la carne tierna, inventando una escritura nueva, otro modo de decir «te quiero», en un intento de dar a entender a la muchacha que aquel acto horrible llevaba un mensaje de amor subyacente a la destrucción. ¡Ah, ya lo creo que se acordaba! Aparecía nítido en su mente, tanto como si fuera de cristal…

-¡Señor Cuttleton! Señor Cuttleton, no era eso lo que había grabado en el vientre de la muchacha: eran palabras irrepetibles, no había en ellas nada de amor, porque eran groseras y obscenas. Por eso no lo publicaron en los periódicos, entre otras cosas, para descubrir enseguida las falsas confesiones. Esto lo considero, créame, una gran idea. Hemos añadido inmediatamente un nuevo dato al archivo caótico de su memoria, y usted se lo ha creído. Es el poder de la sugestión. No sucedió, así como tampoco llegó a tocar a esa chica; pero ha recogido la falsa información y la ha aceptado como verdadera, tal y como recordó todo cuanto leyó en los periódicos.

Warren Cuttleton se quedó allí sentado un rato, mirándose las uñas mientras el sargento Rooker no apartaba la vista de él. Entonces, lentamente dijo:

-Siempre supe que no podía haberlo hecho. Pero eso no me ha sido de mucha ayuda.

-Ya veo.

-He tenido pesadillas. En todas ellas, he revivido el suceso, igual que la otra vez. Sabía que no debía venir, que iba a hacerle perder el tiempo. Pero es que hay cosas que se saben y otras que se ignoran, sargento.

-Y usted necesitaba que probasen su inocencia, ¿no es así?

Asintió miserablemente. El sargento Rooker dijo que no importaba; que sí, que ese tipo de cosas hacían perder el tiempo a la policía; pero que ellos disponían de más tiempo del que mucha gente se pensaba aunque, por desgracia, menos del que muchos creían; y que el señor Cuttleton podía acudir a él siempre que necesitara confesar algún crimen.

-Venga a mí directamente -se ofreció el suboficial-. Así todo será más sencillo, porque yo le comprendo. Sé lo que sufre con esto; y alguno de los demás muchachos, con menos experiencia, podrían no entenderle tan fácilmente.

Warren Cuttleton dio las gracias al sargento Rooker y se despidió con un apretón de manos. Salió de la comisaría y tropezó en la puerta con un marinero a quien le acababan de quitar un albatros de los hombros. Aquella noche durmió sin que le asaltara ningún mal sueño.

Volvió a suceder en agosto. Una mujer fue estrangulada en su apartamento de la calle 27-Oeste. El arma homicida había sido un cable de la luz. Warren Cuttleton recordó haber comprado un alargador el día anterior, justo con aquella intención.

De nuevo acudió al sargento Rooker inmediatamente. No hubo ningún problema. La policía acababa de capturar al asesino pocos minutos después de que salieran los diarios de la mañana. Fue el conserje de la finca donde vivía la víctima. Le detuvieron y confesó.

Una tarde de septiembre. Había estado lloviendo toda la mañana pero, en aquel momento, había aclarado. Warren Cuttleton regresaba a casa después de un día de mucho trabajo en la oficina, y se detuvo en una lavandería china para recoger unas camisas. Luego, entró en una farmacia y compró un frasco de aspirinas. En el camino de regreso a su pensión, pasó por delante de una ferretería.

Y    entonces ocurrió algo muy raro…

Entró allí como un robot, igual que si algún extraño hubiera tomado posesión de su cuerpo, se hubiera metido dentro de él. Esperó pacientemente mientras el dependiente vendía un paquete de tornillos a un narigudo. Y, luego, compró una pequeña piqueta para romper el hielo.

De regreso a su habitación, sacó las camisas de la bolsa -seis de color blanco, que había comprado en la misma mercería-, y las colgó cuidadosamente en las perchas del armario. Se tomó dos aspirinas y metió el frasco en el cajón superior de la cómoda. Después, sostuvo la piqueta entre sus manos, sintiendo la suavidad del mango de madera y acariciando el frío acero de la hoja. Puso la punta del dedo gordo en el extremo del filo, y sintió lo deliciosamente cortante que resultaba…

Se metió la piqueta en el bolsillo. Se sentó a fumar un cigarrillo, lentamente; y, luego, salió del cuarto y fue caminando a Broadway. En la calle 86 se metió en la boca del metro en la estación IRT, introdujo una ficha en la entrada giratoria y tomó el tren que iba a Washington Heights. A la salida, fue caminando en dirección a un pequeño parque. Allí estuvo esperando un cuarto de hora.

Abandonó el lugar. El viento helado soplaba con fuerza, había oscurecido. Fue a un restaurante, en realidad, un pequeño mesón situado en la avenida Dyckman. Pidió un solomillo, muy hecho, con patatas fritas y una taza de café. Degustó la cena con fruición.

En los servicios del mesón sacó la piqueta del bolsillo y la acarició una vez más. Tan bien afilada, tan fuerte… Dirigió una sonrisa a la pequeña arma, la besó con los labios algo separados, para no cortarse… Tan bien afilada, tan fría…

Pagó la cuenta, le dio una propina al camarero y salió del local. Ya era de noche, y hacía un frío como para congelar el pensamiento. Atravesó caminando las calles desiertas. Encontró un callejón. Esperó, inmóvil y en silencio.

Tiempo…

Sus ojos se hallaban fijos en la boca del callejón. Pasaron varios transeúntes… chicos, chicas, hombres, mujeres… Warren Cuttleton no se movió de donde estaba. Siguió esperando. Al final, no habría nadie en las calles, excepto él y la persona que aguardaba con impaciencia. La hora sería perfecta y ocurriría lo que tendría que ocurrir. Actuaría de la forma más rápida y certera.

Repentinamente unos tacones altos se le acercaron con un ritmo staccato. No se oía nada más, ni coches, ni otras pisadas. Despacio, con cuidado, se dirigió a la boca del callejón. Su mirada descubrió quién hacía ese ruido con los tacones: era una mujer joven, joven y bonita, con unas curvas muy atractivas y el cabello negro, con labios rojos, sensuales… una hermosa criatura. ¡Sí, su mujer, la que había estado esperando…! Aquella misma, sí, ¡ahora!

Ella se puso al alcance de la mano homicida, sin que sus tacones altos alterasen el ritmo. Era una maravilla verla moverse. De pronto, unos dedos le cerraron la boca, se apretaron contra sus labios rojos. El otro brazo se cerró en torno a su cintura, y el hombre la atrajo hacia él. Ella perdió el equilibrio y el homicida la arrastró hasta la boca del callejón…

La mujer podía haber gritado, si no fuera porque él le estampó la cabeza contra el suelo de cemento del callejón. Luego, contempló su mirada vidriosa. Intentó pedir auxilio; sin embargo, el asesino se lo impidió tapándole la boca. Ella tampoco llegó a morderle, ya que él tuvo cuidado de que eso no sucediera.

Entonces, mientras la víctima luchaba por deshacerse del abrazo mortal, el obseso le clavó la piqueta en el corazón.

Por último, la dejó allí, muerta, abandonada. Arrojó el arma a una alcantarilla. Encontró la boca del metro y subió al tren que iba en dirección a la estación de donde había partido, la IRT. Llegó a su habitación, se lavó la cara y las manos, se metió en la cama y se durmió. Lo hizo de un tirón, sin que ningún mal sueño o pesadilla viniera a turbar su conciencia agotada.

Por la mañana, cuando se levantó a la hora habitual, se sintió como siempre: descansado, fresco y listo para el trabajo diario. Se duchó, se vistió, fue a la calle y le compró el Daily Mirror al quiosquero ciego.

Leyó el artículo. Una joven danzarina exótica, llamada Mona More, había sido asaltada en Washington Heights. El criminal la mató con una piqueta de las que se usan para el hielo.

Lo recordó. Al momento, todo volvió a su mente: el cuerpo de la muchacha, la piqueta, el asesinato…

Apretó los dientes hasta que le dolieron. ¡Con qué realismo lo imaginaba todo! Se preguntó si un psiquiatra podría ayudarle pero este tipo de médicos eran tan caros… Sus sesiones nada más que estaban al alcance de los ricos. Por otra parte, él tenía su propio psiquiatra, uno personal y que no cobraba un céntimo por el exorcismo… ¡su sargento Rooker!

Sin embargo, Warren Cuttleton lo recordaba todo. ¡Todo! Se acordaba de haber comprado la piqueta del hielo, de haber tirado a la muchacha al suelo, de cómo había hundido la piqueta en el corazón de su víctima…

Aspiró profundamente. Se dijo a sí mismo que ya iba siendo hora de mostrarse metódico con todo aquello. Fue al teléfono y llamó a la oficina.

-Soy Cuttleton -dijo-. Hoy llegaré algo tarde, como dentro de una hora. Tengo cita con el médico. Iré tan pronto como pueda.

-¿Es algo grave?

-¡Oh, no! -dijo-. Nada serio.

Y, de hecho, tampoco estaba diciendo ninguna mentira. Después de todo, el sargento Rooker venía a ser su psiquiatra personal, y un psiquiatra también es médico. Él contaba con una cita previa, porque el policía le había dicho que acudiera a verle en cuanto le volvieran a aparecer las pesadillas. No se trataba de nada serio; esto también formaba parte de la verdad, porque él sabía que su inocencia se hallaba fuera de toda duda, por muy crueles que resultaran sus recuerdos.

Rooker casi le sonrió.

-¡Hombre, mira a quién tenemos por aquí! -exclamó-. Debería habérmelo figurado. ¡El señor Cuttleton! Un crimen muy de su estilo, ¿no? Una mujer asaltada y asesinada, ésa es su forma, ¿verdad?

El recién llegado no pudo sonreír.

-Yo… esa More. Mona More.

-¿Verdad que todas esas cabareteras se ponen unos nombres salvajes? Mona More… como Mon Amour. Eso es francés.

-¿Sí?

El sargento Rooker asintió.

-Y fue usted, por supuesto.

-Ya sé que no soy el asesino pero…

-Debería usted dejar de leer los periódicos -le aconsejó el policía-. Vamos, adelante con el exorcismo; le extirparemos su complejo de culpabilidad.

Fueron a la habitación. El señor Cuttleton se sentó en una silla con el respaldo recto. El sargento Rooker se quedó de pie, junto a la mesa, y le preguntó:

-Mató a esa mujer, ¿verdad? Muy bien, ¿dónde consiguió la piqueta del hielo?

-En una ferretería.

-¿Alguna especial?

-Una que hay en la avenida Amsterdam.

-¿Y por qué una piqueta del hielo?

-Me excitaba la idea. El mango era tan suave y fuerte… y tenía la hoja muy afilada.

-¿Dónde la ha metido?

-La tiré por una alcantarilla.

-Vaya, usted no cambia de método. Habrá habido un montón de sangre, con una piqueta de ese tipo… ¿Un río de sangre?

-Sí.

-¿Se empapó la ropa de sangre?

-Sí.

El asesino recordaba cómo se le había llenado la ropa de sangre, lo mucho que había corrido para llegar a casa, procurando que nadie le viera.

-¿Y las ropas?

-En el incinerador.

-Aunque no en el de su edificio.

-No, no. Me cambié de ropa en casa y fui a otro edificio, que ahora mismo no recuerdo, donde quemé toda la ropa.

El sargento Rooker dio una palmada contra la mesa.

-Esto ya está resultando un juego de niños -reconoció-. O es que me estoy convirtiendo en un especialista. A la cabaretera le clavaron la piqueta en el corazón, una herida diminuta que le causó la muerte instantánea. Este tipo de heridas no sangran, por lo que no provocan riadas de sangre.

Ya ve que su historia no tiene ni pies ni cabeza. ¿Se siente usted mejor?

Warren Cuttleton asintió, lentamente.

-Pero todo parecía tan real… -musitó.

-Siempre es así. -El sargento Rooker agitó la cabeza-. ¡Pobre hombre! Me parece que ve usted demasiadas películas de crímenes. Me pregunto cuánto tiempo le durará todo esto. -Ensayó una sonrisa irónica-. ¡Si continúa con su complejo de culpabilidad, uno de los dos va a perder la cabeza!

 

FIN