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lunes, 29 de septiembre de 2014

Paseo de autor por la Guerra Fría


Ken Follet mezcla una sólida formación filosófica, pasión por Shakespeare, entrenamiento en periódicos sensacionalistas y héroes en contextos históricos adversos

Su fórmula ha vendido 150 millones de libros

Visitamos con él en Washington los escenarios de 'El umbral de la eternidad', su última novela

El memorial que recuerda los nombres de los militares muertos en la Guerra de Vietnam, escenario importante de la nueva novela. / VANESSA MONTERO
Todo empezó por una avería. Mecánica. Ken Follett trabajaba para un periódico sensacionalista, el vespertino The Evening Standard. Ese tipo de papel que los londinenses dejan entre estación y estación por los vagones del metro, o que corren entre los pubs de los bajos fondos y sirven de narcótico con tinta para las amas de casa que inspiraron a Mick Jagger y a Keith Richards a la hora de componer el himno de las madres adictas a los tranquilizantes que es Mother’s Little Helper.
Por entonces no se forraba. Le daba lo justo para ocuparse de Emmanuel, su hijo mayor y de su segunda criatura, Marie-Claire, recién nacida de su primer matrimonio. Con 23 años se había convertido en padre adelantado a la media de su edad y necesitado de cierta estructura familiar.
La chapuza llegó en el peor momento. “Cuando nos acabábamos de mudar a Londres, con nueva hipoteca, y mi hija tenía tres semanas”, comenta el autor. Entonces se le estropeó el coche, un Vauxhall bastante machacado. Necesitaba un extra de 200 libras para llevarlo al taller. No las tenía. Tampoco el banco estaba dispuesto a concederle un crédito. “Lo pedí, pero no me lo dieron”.
Un compañero le comentó que justo esa cantidad era la que pagaban por escribir una novela de acción. Podría sacársela de la manga en tres tardes. Lo hizo, cobró y recuperó el carromato sin soñar que se había metido por necesidad en una autopista hacia la gloria por la que años después circularía en Rolls-Royce. “Hoy es el coche que tengo. Es curioso. Con 200 libras, no podría ni cambiar un neumático al de ahora…”.
Aquella experiencia le llevó a sacar una conclusión que a la vez sería un reto: “La siguiente puede ser mejor”. Eran los años setenta. Tampoco se había cerrado el siglo XX. El mundo vivía acogotado por el miedo a la escalada nuclear que definió durante décadas la Guerra Fría. Debía acabar también aquel periodo y alejarse del mismo algunos años para ver caer el muro de Berlín y que así, Follett pusiera el punto final a su trilogía The Century con el último volumen, El umbral de la eternidad (Plaza & Janés), recién aparecido ahora en España a la vez que en el resto del planeta.
Ken Follett, en el cementerio de Arlington, donde está enterrado el presidente Kennedy. /VANESSA MONTERO
Junto a La caída de los gigantes y El invierno del mundo, los tres componen un fresco en el que después de, dice él, “siete años de trabajo y un millón de palabras”, Follett ha compuesto su partitura de literatura para consumo masivo más ambiciosa hasta la fecha. Por encima de la que supuso su mayor éxito a escala global con Los pilares de la Tierra y su secuela Un mundo sin fin.
La que acaba de concluir, en vez de un fresco sobre el medievo, es la obra de un fabricante de historias a gran escala sobre el siglo que ha vivido y que considera el más violento y atroz de la historia de la humanidad hasta la fecha. “Pero el nuestro, al fin y al cabo…”.
La saga de cinco familias que desembocan en la Guerra Fría hacia el final del siglo y que no termina en el convencional año 1999, sino una década antes, con la caída del muro de Berlín. “Si tuviera que comenzar una trilogía del XXI lo situaría en la caída de las torres gemelas”, comenta. Pero no es el caso. Ni va a dedicarse ahora a la ciencia-ficción con lo bien que le va atestiguando la historia.
El último enjambre de The Century –la segunda se centraba en la guerra de los aliados contra la Alemania nazi, pero hacía escala en la contienda civil española, “ese ensayo tremendo de lo que vino después”, según Follett– salta del Berlín vigilado en los años sesenta, donde una guitarra era considerada un arma subversiva y a los delatores había que quitárselos de encima como moscas, a los despachos de Kruschev o de un John Fitzgerald Kennedy con una especie de derecho de pernada en su Casa Blanca con dormitorios separados. También pasea por la Cuba que servía como excusa para la escalada de tensión entre soviéticos y norteamericanos, el Reino Unido de latidos pop o la Siberia del Gulag…
Con mi primer libro gané 200 libras para arreglar un coche. Con eso hoy no podría cambiar ni un neumático de mi Rolls-Royce”
Pero es en Washington donde Follett nos cita para hacer una excursión por los escenarios de su historia. El Washington de pulido aspecto, ancho y siempre cristalino, donde hoy se toman las decisiones que dan vuelcos al mismo tiempo a la vida de la gente común y a la Historia con mayúsculas. Caminando en silencio entre las tumbas del cementerio de Arlington, donde está enterrado Kennedy, recorriendo los sótanos con tren del Capitolio, contemplando la aparente desnudez blindada de la Casa Blanca o rindiendo homenaje a los caídos en Vietnam en su monumento con todos los nombres de los soldados muertos allá, Follett atraviesa las tramas.
Pero al autor, quizá, lo que más le ha motivado de esta tercera parte de su obra ha sido la lucha por los derechos civiles. Por eso le gusta enseñar el lugar exacto en el que Martin Luther King lanzó el que para él es, sin duda, uno de los discursos más importante del siglo XX: “I have a dream…”.
En la intercesión que todos los días traza una línea horizontal entre el mármol sobre el que se sienta Abraham Lincoln y el obelisco, Follett se acuclilla y no pasa desa­percibido para algunos curiosos. “Los mismos que hace muy poco fueron perseguidos, maltratados, asesinados, hoy son venerados como héroes. Para mí es una magnífica ironía que ilustra cómo la percepción de las cosas cambia radicalmente”, asegura el autor. Es el tejido absurdo de un siglo sobre el que, espera, hayamos sacado conclusiones. “Pese a que a los hombres no se nos dé muy bien ese asunto, aunque soy optimista”.
Mientras preparaba el libro, una de las experiencias que más le marcó fue viajar en autobús hasta la pequeña iglesia de Alabama desde la que irradió el foco de la lucha por los derechos de los negros liderada por King. Tres días de carretera que acabaron en aquel templo que fue incendiado en Birmingham y quedó reconstruido con dinero y acciones solidarias de todo el mundo, incluso con contribuciones de mineros de Gales, donde nació el autor.
Escena del Capitolio. / VANESSA MONTERO
Aunque Follett hoy parezca un lord al frente de una corte en la que trabajan 25 personas para él, dirigidas por su mánager y esposa, Barbara Follett, debajo de sus maneras de gentleman, late un travieso mozalbete cuya pasión es el rock and roll y que se niega a apartar unas raíces muy apegadas a Cardiff. No importa que hoy sea uno de los autores más leídos del mundo. Conserva su tensión reivindicativa dentro del Partido Laborista, donde en los años setenta se afilió y para el que hoy recauda jugosos fondos pese a que se pegara con Tony Blair a causa “del engaño” con el que les llevó a la guerra de Irak. “Debía haberse disculpado. Y no lo hizo”. Aquello acabó con una amistad de años, pero no impidió que su esposa fuera nombrada ministra del Gobierno de Gordon Brown un tiempo después.
Una educación demasiado puritana por parte de sus estrictos padres baptistas –que le tenían prohibido ir al cine, ver la tele y escuchar la radio– le animó en su juventud a darse un baño de escepticismo y pensamiento profundo estudiando Filosofía en el University College londinense. Quizás esa organización mental y su pasión por Shakespeare le ayudaran a construir en el futuro un método que ha llegado a convertirle en multimillonario.
“La filosofía te vacuna contra las ideas marcianas. Cualquiera que estudie eso está a salvo de caer en las garras de la Iglesia de la Cienciología, por ejemplo”. Shakespeare, en cambio, es una pasión casi semanal. Barbara se ocupa de confesar su afición: “Nos reunimos en casa con amigos y representamos sus obras. El personaje que prefiere Ken es el de Puck, de Sueño de una noche de verano”. Pero Follett aclara que no, que su héroe es Hamlet. “Procuro ver la obra al menos dos veces todos los años”.
En Shakespeare, Follett descubre el arte de la trama. “Aparte de haber inventado la visión de la historia desde el drama personal como nadie lo había planteado desde Homero y esa biblia laica de las pasiones humanas a través de la guerra que es la Ilíada, me dedico a adaptar sus obras para nuestras representaciones en casa”. Pero adaptarlo a sus sesiones de locos aficionados puede llegar a ser una tortura. “Cuando trato de reducirlas en tiempo corro el riesgo de cortar cualquier detalle que desbarate la lógica interna y no se entienda nada. Está todo siempre perfectamente imbricado”.
Nunca me he sentido un empresario. Aunque me ha preocupado a veces no poder prestar atención a los negocios”
De Shakespeare nadie se libra. “Está por todas partes, gracias a Dios…”. Más que en ningún lugar, quizás en Washington, donde hay series contemporáneas como House of cards, que asemeja a su protagonista, el aterrador Frank Underwood (Kevin Spacey) con Ricardo III, “por sus monólogos”. Y a su esposa, la gélida Claire, con Lady Macbeth. Su creador, David Fincher, no podría negárselo.
Como tampoco Follett puede negar el trabajo que le costó alcanzar el éxito. “Nuestra carrera es la de un corredor de maratón. El triunfo me llegó en mi novela número 11”. El ojo de la aguja, se titula. Y ahí, una vez más, Follett enfrenta a sus protagonistas con la historia. “Lo que me interesa del género de espías es que quien realice una misión cambie el rumbo de los acontecimientos con un detalle. Eso es lo que le ocurre al héroe de esta novela con arreglo al desembarco de Normandía”. Es una de las reglas que aplica. Contexto e individuo. Circunstancias y gente común que convierte en estandartes alejados de la sombría visión que nos dejan otros autores como John le Carré, de quien Follett no es particularmente admirador. “Mis protagonistas suelen desafiar el tiempo en que viven y no plegarse a él. Es una de mis claves”. Las demás las fue descubriendo en ese curso acelerado de autodidacta para los superventas que le costó por encima de diez títulos y algo más de cuatro años de aprendizaje.
Las primeras estuvieron bien, como ejercicio. Datan de los primeros setenta y las firmaba con seudónimos: Symon Myles, Zachary Stone, Martin Martinsen o Bernard L. Ross. De ahí hasta la fecha, ha escrito 30 obras. Fueron prácticas que le sirvieron para, dice él, darse cuenta de lo primordial que es hallar una estructura. “Aquellos títulos estaban escritos sin un plan preconcebido. Dejaba demasiadas cosas al azar”, afirma.
Martin Luther King y la lucha por los derechos civiles ocupan una parte fundamental del nuevo libro de Follett. / VANESSA MONTERO
A la experiencia lectora de cualquier autor, para fabricar un best seller hay que sumar otros ingredientes, comenta Follett. “Somos gente que ha leído mucho y así dominamos casi el 90% de lo que necesitamos: sabemos qué es un capítulo, una buena frase, un diálogo, algo que está lleno de trucos y convenciones, que no es nada natural, por otra parte. Pero aparecen algunos pequeños detalles que te diferencian del resto: el primero, la estructura”.
La primera novela que concibió con una hoja de ruta fue El ojo de la aguja. Por eso no le resultó casual que se convirtiera en su primera bomba. “Ahí existía dicha estructura. La apliqué a rajatabla. Aunque el lector no debe notarlo, tiene que sostener el libro y convertirlo en algo satisfactorio para él. También investigué y eso le dio a la historia el detalle de la vida diaria en el Reino Unido de los años de la guerra. Los otros no contaban con ese extra de trabajo. Y además eran demasiado cortos en todos los sentidos, desde las frases hasta la extensión, más parecida al periodismo que a la novela”. Debía adoptar otro estilo: “Más calmado, pero que mantuviera el suspense”.
Recapitulando: una mili de rapidez, efectividad entre vagas tramas y seudónimos de los que hoy no le da vergüenza acordarse. La importancia del plan y la estructura. Shakespeare a granel por semana, política de entramados y secretos de alcoba junto a una sólida formación académica y años de muñeca entrenada en periódicos sensacionalistas como el The South Wales Echo y el The Evening Standard han creado el fenómeno Follett.
Pero hay más claves. Una oficina gobernada por su esposa con 25 empleados fijos y algunos asesores externos, como historiadores, “a los que pago una buena cantidad”, asegura. Leen los borradores para que nadie le pille en algún renuncio junto a colaboradores que le proporcionan material, documentación y entrevistas como las que para este volumen ha mantenido con Mimmi Alford, copia de María Summers, amante de Kennedy en la ficción de El umbral de la eternidad.
Alford, que fue becaria en la Casa Blanca y, según cuenta en sus memorias, perdió la virginidad junto al presidente demócrata asesinado en Dallas, sirvió a Follett de guía por las alcobas de la residencia presidencial para narrar escenas cargadas de tensión erótica. Son citas que le arregla su equipo. Porque una novela de Follett necesita casi un trabajo de producción cinematográfica que él remata con una gira mundial de promoción a la que se entrega en cuerpo y alma.
El Capitolio desde la terraza del Newseum, el museo del periodismo. / VANESSA MONTERO
Aun así, no se siente un ejecutivo de empresa. Sino un puro autor para el que dicho tinglado viene de perlas para no distraerse de lo que realmente interesa. “Nunca me he sentido un empresario. Aunque me ha preocupado a veces no ser capaz de prestar la suficiente atención a los negocios porque para mí lo fundamental era escribir la historia. Ha habido épocas en las que no me gustaban los contratos o ciertos editores, pero no me metía en la batalla de cambiarlos porque pensaba que esa energía la necesitaría para escribir. Ahora mi esposa se ocupa de dichos detalles”.
Hoy en día, en cierto modo, él trabaja para Barbara y no le importa reconocerlo con una sonora carcajada. “Siempre me ha ayudado con eso, incluso cuando estaba tan ocupada en política se entregaba a ello. Ahora se dedica de lleno. Hemos logrado un gran acuerdo. Se trata de una mánager de altura, y yo no es que sea terrible para un trabajo así, pero no cuento con esa vocación”.
La clave es que se despreocupe. “Me organizan todo, aunque me consultan. Me preguntan: tal día tendrás ocho entrevistas, ¿son muchas? ‘No’, les suelo responder. ‘Para mí está bien, puedo con ello, siempre que me dejéis un espacio entremedias para ir al baño”.